La casa nueva no es sólo un libro de poesía, es una lectura en la que lo espacial configura el mundo poético de una voz que se construye dentro de los límites de una casa. Una escritura divida en habitaciones en la que cada espacio tiene algo para decir, en la que la palabra cobra sentido dentro los muros de este lugar habitado por una voz poética potente.
Nos ubicamos en un plano de una casa. Una especie de índice nos da la bienvenida y nos guía el recorrido que vamos a hacer durante todo el libro. Deambulamos por todos los espacios que conforman este hogar: escritorio, cocina, baño, biblioteca-living-comedor, dormitorio, taller, galería, patio, terraza, medianera, pasillo, entrepiso. Hay tanto para decir que es necesario invadir todos los lugares.
Estos espacios se constituyen como partes en la que cada uno de ellos se define desde su particularidad, cada uno cuenta desde la experiencia, cada uno narra una historia diferente. Como lectores somos los visitantes de esta casa, y la voz que la habita nos lleva en un recorrido cargado de emociones y recuerdos. Porque recorrer esta casa, recorrer esta poesía, es adentrarnos en la intimidad de la anfitriona-poeta. Somos los invitados a conocer, a leer el universo poético de Adriana Borga.
«No sé qué fue/ si las páginas en blanco/ si las páginas leídas/ si la obra que ampara…»
Sentados en ese lugar de intimidad y soledad que es el escritorio, leemos Tinta. Esta prosa poética no sólo abre las puertas a la escritura, sino también cede el paso hacia la poesía. Una tinta que esperó años para ser usada, que es pesadez, pero también es lo impostergable. Y ya no puede esperar, se tiene que decir, porque el silencio que llena el poema genera alivio.
La casa nueva está atravesada por la reflexión de la labor poética. ¿Qué hacer con la página en blanco? («Una página incierta/ en su contenido/esperada/dispuesta a ser») ¿Qué hacer con la tinta? («Esa tinta pesa, ahí está, parte en el frasco, parte en la lapicera») ¿Qué hacer con las ganas? La respuesta es una sola: escribir.
Una escritura que se piensa, se cocina («Donde se escribe se cocina/algo»), que alimenta, que se vuelve una necesidad cotidiana («de puro escribir/de puro gusto/ algo cotidiano/ como comer/como dormir»). Una tinta que hilvana historias dentro de una casa que podemos habitar sólo a través de la palabra. Una palabra que construye muros y llena los silencios de una casa por poblar.
Pero en el proceso de escritura, la poeta no está sola. Como una navegante por la madrugada llega a la orilla gracias a otros cuerpos, a otras voces que la acompañan para que no se pierda en la musculatura de las palabras. Y así en la soledad de una casa, la escritura se torna un acto colectivo.
«No sé qué fue/ si acordarse de aquella esquina/ de aquella plaza/ de aquel barco»
La casa nueva está, también, habitada por el recuerdo. La llegada a este nuevo hogar no sólo atañe lo espacial, sino que es un mudarse dentro de sí misma, la voz poética se traslada por los recovecos de la memoria. Un vagabundeo por el recuerdo que nos lleva a la adolescencia, momento en el que nace su contacto con la poesía, su amor a las letras, su sentimiento de compañía en el mundo literario.
Además, la evocación viene a través del sueño con su antigua casa, de su infancia, del padre, de las frases de la madre. La fragilidad y fugacidad del recuerdo se escapa de la imagen, pero permanece en el tiempo («Teñida de sepia la foto/de cuando era feliz en el momento/vivía, sin pensar en mí/pensaba en el universo»).
«No sé qué fue/ si haber podido pedir/ si haber abierto los brazos…»
La figura de un pez atrapado sin comida y sin agua nos abre las puertas del dormitorio. Allí, la intimidad se intensifica, se renuevan los escombros que tanto pesan y se empiezan a construir los cimientos.
Reaparece el pez solo, sin poder salir de ese viejo lugar. Nada para no hundirse, se convierte en dos pececitas, brillantes de alegría. Ya no está sola, hay otra presencia, aunque ausente construyendo ese cuarto. Se ve a sí misma, se permite hacerlo y cuando se descubre tiene escamas, es un pez. En La casa nueva, uno cambia, se transforma.
«No sé qué fue/ si hacer algo por los otros/ si haberse olvidado de algunos…»
¿De qué me hago cargo? se pregunta la poeta mientras caminamos por el pasillo de la casa, que se asemeja en miniatura/al país. En La casa nueva no hay espacio para la negociación («Los derechos adquiridos, los derechos/de los trabajadores y trabajadoras no se negocian/. Los compañeros de militancia no se negocian/. La identidad no se negocia»). Y tampoco lugar hay para el olvido («el indígena sin su tierra, NO/la historia sin sus fechas, NO, acostumbrarse a ver comer basura, NO»).
En los límites que conforman los muros de la casa se respira lucha, se pregunta si el silencio tiene precio, y se decide no callar más la injusticia, se cuestiona al poder, se desea su caída y se reivindica la Revolución. Porque al fin de cuentas el otro, los otros, también somos nosotros.
Salimos de esta casa llenos de sensaciones, recuerdos, silencios. Fuimos invitados a habitar el espacio íntimo de un hogar atravesado por lo poético. No sabemos si fue la necesidad, el deseo, la ganas de compartir, sólo sabemos, al igual que su autora, que esta vez, la poesía ES.
La casa nueva, de Adriana Borga, El Salmón Editorial.