Desde niño usé un parche en el ojo. Era bizco. Exactamente, estrábico. Tenía el ojo izquierdo —¿o el derecho? no recuerdo— torcido. Pirata, me decían: pirata, pirata, piratita. Y, a veces, no siempre, sollozaba o reía. Reía a carcajadas. Luego, a los catorce, me operé y las vejaciones, por un tiempo, cesaron. Sin embargo, la ira por las vejaciones siguió en mí como un tumor, poco a poco, reproduciéndose.
Ya sano, a toda hora, la palabra me hostigaba: P-i-r-a-t-a, p-i-r-a-t-a, p-i-r-a-t-i-t-a. Por las noches me desvelaba. Los ojos, de tanto en tanto, se me desviaban. La operación, es cierto, había sido algo ineficaz. A los treinta opté sacarme el ojo izquierdo. Y cinco años más tarde, el ojo derecho. Quedé sin ojos, como Edipo. No salía. Vivía junto a mi madre: mamá, alcanzame esto, le decía, mamá, alcanzame aquello. Ella, agotada, me asistía. Sí, hijo, respondía a cada pedido.
Mamá me protegía. Mamá me cuidaba.
Un día le dije: mamá, necesito que me prestes tu vientre. Y ella, como siempre, respondió a mi pedido.
No fue incesto. No. El incesto es otra cosa.
Ya dije: quedé sin ojos como Edipo.
Sabía que del vientre de mamá nacerían generaciones de piratas.
Y ella, la pobrecita, respondió a mi pedido.