La noticia llegó inmediatamente. Era el 3 de marzo de 2005 y con él había llegado el momento que Platón había esperado desde hacía 31 años. Desde aquel campeonato Mundial disputado en Alemania el fútbol había empezado a interesarle. No es que la noticia le había causado alegría, pues sabía que inevitablemente la misma llevaba consigo cierto grado de tristeza en terceros, al menos por un tiempo.
Es que la vida desde allí tiene ineludiblemente otra perspectiva, otro sentido. Aquella incógnita acerca de qué es de los hombres una vez cumplido su ciclo en la Tierra está, en cierto modo, resuelta. Pero resulta imposible comunicarlo, pues se trata de dimensiones separadas en espacio y, también, en tiempo. De hecho, se trata ni más ni menos que de la eternidad.
Se cuenta allí con libertad absoluta para la consideración del escenario ocupado. De ese modo, San Agustín, por ejemplo, está convencido de que se trata de una continuación lógica de la Ciudad Terrena, aunque no entiende todavía por qué se encuentran allí ciertos personajes con los que tiene ideas muy distintas. Lutero y Calvino, en cambio, lo interpretan como la recompensa por todo el trabajo realizado durante su estadía por la Tierra. Karl Marx, por su parte, se contenta porque allí no existen clases y nadie se apropia de nada. Arthur Schopenhauer, en cambio, parece no querer estar allí, ya que se lo nota constantemente caminando solo y aislado del resto, sólo en relación por momentos con Friedrich Nietzsche, quien siente que ese lugar es la esencia más profunda a la cual el ser puede acceder. Todos ellos se encuentran allí y otros muchos también, cada cual haciendo lo suyo.
En cuanto a Platón, luego de tanto tiempo, optó por considerarlo definitivamente el “Mundo de las Ideas”. Aquel que, durante su pasaje por la vida finita, fue ideado y descripto en forma de teoría. El mismo mundo que él había confesado imposible de acceder. Exactamente esa creación que había servido para, en su momento, diferenciarse del tremendo Mundo sensible que la Tiranía de los 30 estaba llevando a cabo y que se había contado con la vida ni más ni menos que de Sócrates.
Sócrates, por supuesto, también se encuentra allí. De hecho, cuentan quienes estuvieron presente que en el momento en el cual Platón arribó, allá por el 347 a.C., resultó de gran agrado y sosiego para él encontrarse rápidamente con su maestro. Una vez más, como tantas otras, Sócrates fue el encargado de introducirlo en un nuevo mundo.
Es que la llegada a aquel lugar, todavía no bien definido, resulta altamente confusa en un primer momento. Cuentan muchos que afortunadamente es lo que siempre han esperado, más allá de no haber atravesado ningún túnel ni haber tramitado con un tal San Pedro para concretar su acceso. Algunos de sus integrantes lo llaman Reino de Dios, otros directamente le dicen Cielo. Pero nadie puede asegurar qué lugar es exactamente ese.
Se trata de un sitio donde quien allí se encuentre puede hacer lo que desee, siempre y cuando no atente contra el deseo de algún otro. No existe libertad, en cambio, para sociabilizar con quien se apetezca, ya que algunos todavía no han arribado. De hecho, aquel día Platón se encontraba esperando el advenimiento de alguien muy especial.
Es un lugar donde quien lo habita lo hace desde un momento repentino y para siempre. La mayoría allí presente concuerda en afirmar que se trata ni más ni menos que del lugar al que se llega luego de la muerte en el mundo terrenal. Las razones son lógicas, pero existe allí cierta preferencia por no hablar del tema, pues el mismo genera una angustia inigualable. En cambio, en su lugar se opta por aprovechar la oportunidad de hacer lo que se desee durante todo el tiempo necesario.
Pero ese día no era un día más para Platón. Caminaba de un lado a otro, con ambas manos juntas por detrás de la espalda. Miraba la hora –allí no es importante, pero se conserva siempre la costumbre del reloj para llevar un acompañamiento paralelo con lo que está ocurriendo en el mundo- y contaba los minutos.
Se lo notaba ansioso a Platón. Alguien, ese 3 de marzo de 2005 (según el calendario sideral) debía llegar allí. Desde hacía unos días venía siguiendo la evolución que había tenido aquella operación cardíaca realizada en Bélgica. Cuando supo que el corazón no había soportado la exigencia, lloró. Al poco tiempo se preparó para estar acorde a la bienvenida.
Aquel lugar cuenta con una inmensa puerta de ingreso, a la cual se la puede ver sólo cuando se entra por única vez o bien cuando se desea ir a recibir a alguien. Suele ser éste último el deseo de los familiares de quien arriba, quienes concretan en las inmediaciones del portal el tan ansiado encuentro con sus seres queridos.
Hasta allí se dirigió Platón. Entendía que la prioridad en el momento de la aparición debía ser de los consanguíneos, pero no podía esperar a cruzárselo de casualidad alguna vez. De hecho, el lugar era tan grande que quizás le llevaría años poder encontrarlo más tarde.
Al llegar, vio Platón que algunos de sus allegados ya se encontraban esperando allí. Prefirió entonces resguardarse sobre un costado, sin intervenir ni molestar a nadie. Algunos de los familiares aprovechaban y se actualizaban entre sí pues, en aquel lugar, las familias tampoco se ven necesariamente todo el tiempo. De repente, uno de ellos notó la presencia de Platón en un costado. Codeó a quien estaba a su lado y le murmuró acerca de lo visto. Ambos parecieron confirmar que se trataba de la misma persona. Entonces uno de los dos se le acercó:
– Disculpe, señor ¿a quién viene a ver usted? – Le preguntó.
– ¿Perdón? – Respondió un sorprendido Platón y replicó -¿A mí me pregunta?
– Sí, sí, a usted. Nos llama mucho la atención su presencia aquí. ¿Está esperando a alguien?
– Sí, a Rinus Michels. –Sentenció el filósofo y bajó la mirada, en una clara señal de haber dado por terminada la conversación.
El familiar quedó boquiabierto e inmediatamente después se reincorporó al lugar que ocupaba anteriormente. Platón era, sin dudas, un personaje altamente conocido y respetado en aquel sitio. El familiar le confirmó a su pariente sobre la confirmación de la presencia de Platón y allí comenzó un leve revuelo como consecuencia del comentario pasado de boca en boca. Fue entonces cuando algunos de ellos se acercaron nuevamente al pensador griego.
-Discúlpenos, señor Platón. –incursionó uno de ellos. –No queremos molestarlo. –agregó.
– Faltaba más. – Respondió Platón y continuó. -Tal vez sea yo quien esté molestando aquí.
– Para nada. Sólo que nos resulta muy curiosa su presencia. –Contestó otro. – ¿Usted conoce a Rinus?
– Sé de este hombre mucho más de lo que ustedes imaginan. Lo que ha hecho es digno de mi admiración. Por eso estoy aquí, para agradecérselo.
La respuesta de Platón no sólo no había despejado dudas, sino que había hecho todo aún más confuso. Otro familiar, también allí presente, insistió:
– ¿A qué se refiere exactamente?
Platón suspiró. Levantó la vista y recorriendo la mirada por cada uno de los familiares que estaban allí presente y que, poco a poco, se iban acercando cada vez más, entendió que había llegado el momento de esclarecer aquella confusa situación. Entonces argumentó:
– Toda mi vida intenté explicar la idea de que existen dos mundos. Uno perfecto y otro imperfecto, el cual se encuentra sin embargo sostenido por el primero. Y de la misma forma que existe una diferenciación entre esos dos mundos, existe también una disparidad en el saber, el cual se divide entre la existencia de la doxa, entendida ésta como la mera opinión; y la episteme, en tanto saber fundado, científico, verdadero.
Lo que yo propuse en su momento –continúo- fue ni más ni menos que una reorientación en la política, posible ésta a partir de un necesario salto de la doxa, que era lo que venía gobernando hasta ese momento, a la episteme. Es decir, consideré siempre que quienes debían gobernar debían ser los más capaces.
La explicación de Platón resultaba todavía un embrollo. Nadie de los allí presente entendía aún cuál era la relación entre lo que el pensador contaba y su presencia en el lugar. Supo entender ésto Platón y, sin perder la calma, continuó.
– Mi intención fue acercarme a quienes poseían el poder e intentar convencerlos de ésta nueva concepción de la política. Pero no tuve éxito. Es más, tal vez mi más grande decepción haya sido con Dionisio. Por ello, para hacerla todavía más inteligible, opté por explicarla a través del relato de la alegoría de la caverna. ¿Han escuchado ustedes acerca de ella?
Todos asintieron con la cabeza. Una mujer se animó a ir todavía más lejos:
– Claro que sí. Consistía en una analogía del camino por el que usted entendía debía atravesar todo filósofo, el cual concretaba su triunfo cuando, al salir de la caverna, podía mirar directamente al sol. Esta consistía en una alusión a que, de ese modo, lograba por fin ver el Mundo de la Ideas.
-¡Exactamente! –Interrumpió Platón algo exaltado al ver que su teoría había sido perfectamente entendida; y retrucó: – Pero sólo aquel que retornaba para liberar al resto de sus compañeros, arriesgándolo todo, sabiendo que tenía mucho que perder; sólo ese que era capaz de liberarlos y enseñarles la verdad, era quien ya no sólo realizaba el camino del filósofo, sino también el del político. – Hizo un silencio profundo y prosiguió. – Y es la tarea de todo filósofo la de retornar, porque no debe conformarse con haber alcanzado el saber para sí, sino que debe también usar ese conocimiento para transmitírselo a los demás y así, entonces, dirigir.
A esa altura, los parientes estaban absolutamente involucrados con el relato. Todavía muchos de ellos no lograban asociar lo escuchado con la aparición del pensador en dicho sector. De hecho, había ya algunos que hasta se habían olvidado que todo ello conducía ni más ni menos que a su pariente, al cual estaban esperando. Platón, inició entonces la conclusión:
– Por eso cuando ustedes me preguntan qué hago aquí, yo les respondo que a este hombre realmente le tengo una gran consideración. Porque fue precisamente nuestro querido Rinus Michels quien extendió mi concepción filosófica a la disciplina del fútbol. Recuerdo perfectamente aquella elegancia exhibida por el equipo nacional por él conducido. Acostumbrado a los viejos juegos griegos, reconozco que hasta ese momento el fútbol no me había llamado la atención pero, al ver aquella selección holandesa, noté que el mismo podía tener cierto sentido para mí.
Porque fue Rinus Michels quien, habiendo ya incorporado todos los conceptos de la disciplina, no se los guardó para sí, sino que los extendió a otros hombres para que, dentro de un campo de juego, lo desplegaran. Hasta allí, muchos ni siquiera lo habían pensado al fútbol. Simplemente colocaban a sus once mejores jugadores y disponían de sus talentos y de la fortuna para poder superar el escollo del momento. Eso bien podría ser considerado como la doxa en el fútbol la cual, por lo que veo, increíblemente aún se sigue utilizando. Michels propuso la variante de la episteme ya que, en su lugar, expuso algo meditado que, a su vez, fue también acompañado tanto por lo estético como por lo moral. Tal vez lo acusen de no haber obtenido el título, pero ello no es importante para mí, ya que yo tampoco pude instaurar mi República.
Pero digo que lo más sorprendente de todo es que Michels, una vez pasado su momento, no se guardó la gloria para sí, sino que la explayó a modo de herencia para que la misma se conservara a través de las generaciones. Así, pudimos ver cómo se lo inculcó a su predilecto discípulo Johan Cruyff y éste, a su vez, al suyo, Josep Guardiola. Otros tantos, aunque de modo no tan directo, supieron también entender, incorporar y legar aquel saber fundado. Como, por ejemplo, son los casos de Arrigo Sacchi, César Menotti, Louis Van Gaal y Marcelo Bielsa. Incluso algunos de ellos hasta han hecho su propio camino pero, siempre rescato que, lo más importante que hicieron fue regresar, como el político, y enseñárselo al resto. Eso fue precisamente lo que hizo Rinus. Accedió al conocimiento y, por sobre todas las cosas, regresó y liberó a sus alumnos de la ignorancia del juego. Por ello estoy aquí. Porque entiendo que Michels fue para el fútbol, lo que yo aspiraba que el Filósofo-Rey fuera para mi polis griega.
La reacción de los familiares, si habría que sintetizarla en algo único, fue directamente el estupefacto. Ninguno había imaginado alguna vez atravesar una situación semejante. Algunos quedaron todavía más maravillados con el pesador, por su versatilidad dada las circunstancias. Otros por la grandeza alcanzada por la trayectoria de su pariente.
Aquel desenlace fue sólo interrumpido por la señal sonora que indicaba el arribo del nuevo integrante de aquel lugar. En este caso, era finalmente Rinus Michels. Todos sus familiares voltearon para darle la lógica bienvenida. Platón, por su parte, prefirió situarse por detrás y esperar su momento. Sabía que finalmente había llegado la oportunidad de conocer a su nuevo amigo.