Cuentos | Luna de provincia de Santa Fe (Partes XVII, XVIII, XIX y XX) - Por Andrés Calloni | Ilustración: Bástian Roa

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Capítulo 17

1964

 ¿Qué son un día y una noche, uno atrás del otro? La lucidez, opuesta al dormir, nos propone interpretar el mundo  través del artificio que es la razón. Y así comprendemos e identificamos la publicidad del jabón en polvo en la radio, mientras en los diarios los redactores de obituarios, con frenético ritmo, redactan el honor de ser, algún día, la ceniza de un papel. Construcciones. Sin embargo llueve y el olor a tierra mojada nos aprieta, con algo parecido a una ternura firme, lo que llamamos corazón, dolor o pasado.  Aquel impulso primero que nos llevó a ver el verde en todos sus tonos. Y cuando se mata, ¿qué otro impulso se niega o se
acepta? Juan Manuel Cerro, sin ver, mira la tarde avanzar hacia la noche junto a un árbol. Ayer mató, en un prostíbulo, una mujer que no conocía, que no le inspiraba sentimiento alguno. Un goce sexual atenuado lo acompaño en el momento. Luego salió al campo, donde todo era invariable, y huyó entre árboles y oscuridades. Ahora descansa, alcanzado por el día. Todavía siente en el brazo derecho una firmeza negra y su estómago duele. Mientras espera la noche para moverse nuevamente, un momento de lucidez, triunfo máximo del artificio, le muestra que ahí, frente a él, las cosas están, indudablemente, y que nada ha cambiado. Sólo él, que no sabe nada de sí mismo y espera la noche para olvidarse de esa pregunta. Se imagina que otra luz lo ilumina, donde todo es más simple, un luz lejana, fría, con nombre de mujer. Y reza una oración de tres palabras, sin poder parar, una y otra vez. Tiene eso o la soledad.

Capítulo 18

1965, 1966

¿Cómo contar esta historia que ya termina y se basa en hechos breves, usuales, sin acercarse a la idea de que la belleza es un fin valedero? Si de algo se vale el tiempo para contar lo que acontece, es de la repetición. Desde siempre atardece y aparece la luna iluminada por una luz prestada, pero eso no tiene por qué significar algo. Viva el escepticismo de descreer en la lógica y basarse en la belleza. Bajo esa premisa habría que hablar de otras cosas y dejar la rutina a un lado. Para qué decir que Juan Manuel, el Negro, anduvo, sucio, huyéndole a nada. Su crimen había sido pasado por alto por las autoridades policiales. La víctima no presentaba familiares interesados y sus pocos conocidos, después de un par de semanas, se olvidaron de él. ¿Por qué narrar lo previsto de un sentimiento culpable, cuando, seguramente, las estrellas se colgaban del cielo y el violeta del cielo era inabarcable? Esos días pasaron palpables pero imparables. La naturaleza, viva y callada, es nuestro testigo sólo cuando le otorgamos el beneficio del silencio; así podemos ver cómo los árboles lo techan mientras camina por calles tranquilas, de perros echados que fingen dormir. No quiere pararse a pensar y busca trabajos solitarios, alejados, difíciles. Sobrevive donde nadie pregunta, donde es sólo alguien que no necesita un motivo. Pasa más de un año y por inercia va volviendo al pueblo, cada vez un poco más cerca y más olvidado. La cara de Ana Rosa es ahora una deformidad por agotamiento: otra vez el recurso de la repetición y la naturaleza haciéndose estrecha y pudiente en la imagen de una mujer. El recuerdo formándose como una magia caliente. Cuando, a lo lejos e inconfundible, el pueblo aparece, no siente nada. El piso es verde y él lo mira todo desde arriba. Enciende un fuego cerca de un conjunto de árboles. Son dos o tres, sin embargo la sombra le sirve para sentirse al acecho y quiere repetirse como forma dominante en alguna penumbra. Hasta parece que el cielo, con su igualdad de estrellas, se lo insinuase.

Ilustración: Bástian Roa

Capítulo 19

1967

El piano esforzado de la orquestra improvisaba cuando Barla se alejó de la plaza hacia la comisaría, caminando con paso acompasado. Mientras tanto, ¿qué sucedía con todo esto que se disgrega? Las nubes corrían, femeninas, en el cielo de ese negro abundante que nos despierta y del que nadie dice nada. En la radio, noticias hablaban de puentes y muertos. ¿Quién se ocupa de la belleza desapercibida en las trompetas solas y las plazas vacías? Aquí transcurre así: un policía de casi cuarenta años camina por una plaza de pueblo en los sesenta. Suena un tango y el policía cruza una plaza en un pueblo, cuyo nombre velado es multiplicidad de otros nombres. La vida ha demostrado ser, dentro tuyo (lector), más de una vez, una canción que cualquiera interpreta. Ahora este policía camina por la plaza y hay pinos, oscuros, impasibles, edificios de palomas. Y en ellos la noche es noche y eso, ya, es un montón. O la perdición inexacta que se llama poetizar la vida y bajo ese absurdo ampararse. A Juan Manuel Cerro lo rodearon con dos autos y  cinco personas. Estaba borracho y la pared sobre la que se apoyó, mientras lo agarraban, estaba húmeda como algo recién muerto. Se sacudió varias veces con esperada violencia. Otra violencia más precisa se ocupó de aplacarlo. Lo llevaron a la comisaría y en una celda sin rasgos disimiles lo guardaron. Barla hizo nada y luego se fue a su cuarto, unos pocos metros más atrás. Pensó en su regreso a la ciudad, en las esquinas inmodificables y el olor a café inherente de las mañanas. No podía dormir, aburrido. Cuando volvía del baño, cruzando el patio que lo separaba de su cuarto temporal, el cielo negro estaba con el color justo para ser llorado junto a una casa sola en un pueblo vacío. Pero no hubo una lágrima ni una aproximación a algún tipo de nostalgia. Sólo la noche y el tiempo que no se ocupa de nada más que de sí mismo.

Capítulo 20

1967

Se presentó y le pasó una jarra con agua por entre los barrotes de un negro despintado. Era domingo  y la comisaría estaba en silencio. El nuevo preso recién despertaba, su cara guardaba una sola expresión seria, inalterable. El policía miraba para afuera, apoyándose en la pared. Desde el pasillo por el cual se entraba a la única celda del lugar podían verse, a través de los vidrios de la puerta, un pedazo del camino de tierra y luego, más allá,  los verdes cercanos superponiéndose a innumerables otros, lejanos.

–Está hasta las bolas Cerro, a la tarde el comisario le va a tomar testimonio. Lo mejor que puede hacer es confesar todo. Acá están haciendo fila para cagarlo a palos. Confiese y listo. En una semana está en la cárcel de Zeballos, solamente le pegaran un poco en el viaje–. Lo decía con calma, sin mirarlo. Detrás de los barrotes, sentado en el colchón viejo, el Negro callaba. Barla se acercó a los barrotes y su tono de voz cambió lentamente, mientras hablaba se hacía más intimo, más suave. –Sos medio boludo vos, ¿no? Te pones en pedo y andas por ahí como si nada. Pensé que iba a ser más difícil agarrarte. Conozco unas mierdas de allá que se la van a pasar muy bien con vos con esos cargos con los que entras. No va a ser muy diferente a como te gusta a vos, una mujer indefensa, con miedo, en una pieza. A no ser que te defiendas un poquito, ahí te va a doler más–. Lo miró esperando una palabra, un quiebre, una excusa o un perdón. Pero nada. Se alejó hacia adentro de la comisaría y volvió con una llave en la mano. El negro lo miró con un poco de sorpresa cuando abrió la puerta de la celda.

–El primero de la fila soy yo–, dijo Barla mientras su mano bajaba dura, certera, sobre su cara. Una, dos, tres veces. No hubo respuesta alguna, sólo se sentó contra la pared. –Empezá por Estela Cinzas, el año pasado, dale, habla–. El Negro no llegó a sonreír, pero su boca se estiró para que sus labios parezcan una herida que se abría sola:

–No sabes cómo le gustó.


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