Ensayos | Triple Crimen: el hecho maldito - Por Marilé Di Filippo

El acontecimiento sin película. Las disculpas del caso

El film de Rubén Plataneo que, en las últimas semanas, pisa nuevamente el circuito cinematográfico local, es subterfugio, coartada de las líneas que vienen. Un artefacto cultural que nos hace mirar, de nuevo, ahora en la pantalla, el hecho maldito de la Rosario for-export de la última década, para usar –con licencias– esa debatida expresión de Cooke, en el más común de sus sentidos. El reivindicado una y otra vez en distintos juegos del lenguaje para señalar la potencia plebeya, transformadora y a la vez indigerible del movimiento peronista para la argentina de su época. El dedo en la llaga (o donde imaginen). Así como también para discutir acaloradamente dentro de (y a) los peronismos (en plural) y escrutarlos bajo la vara de la siempre pendiente justicia social, una suerte de Penélope de la política nacional.

104 minutos de temporalidad cinematográfica que dispararán aquí otra constelación: el pensamiento sobre el tiempo presente, siempre regido como bien han advertido desde Klaus Von Beyme hasta Ernst Bloch o Paolo Virno, por la acontemporaneidad de lo contemporáneo o viceversa. Pues mejor, una porción de ese tiempo, una capa, una zona, la de la anatomía de la protesta social local. Y una deriva: la singularidad estética de sus repertorios.

El Triple Crimen de Villa Moreno fue un acontecimiento inaugural, una bisagra, un umbral en la gramática de la movilización social. Una marca de nítido trazo en la historia reciente de las manifestaciones populares. Señaló que era hora de volver a tomarle el pulso a la calle rosarina. Que se entienda desde el comienzo, el fenómeno Triple Crimen y sus movilizaciones no como episodio aislado, sino como disparador, acelerador, dinamizador de procesos políticos anteriores, en curso y los que vinieron de ahí en más.

Resuena en los últimos años que asistimos a un nuevo momento activista a nivel nacional desde los feroces y temblorosos tiempos de la asunción del gobierno de Cambiemos, a fines del año 2015. En la ciudad del río Paraná, esta presunción también late, pero resulta indisociable de la trama y el escenario configurado desde aquel primero de enero del 2012, cuando se inició un nuevo ciclo, con clara idiosincrasia local, que fue capaz de enunciar, con sus errores y aciertos, la fisonomía de una específica conflictividad, que tuvo como dato abrumador el crecimiento exponencial de los índices de violencia letal.

Un ciclo que se distingue en esta latitud por repertorios de protesta (Auyero, 2002) originados en asesinatos de jóvenes a manos de organizaciones vinculadas al mercado de drogas ilegales, por fuerzas policiales o en episodios de linchamientos. Y que se transfiguró sentidamente, años después, con la fiebre callejera contra las políticas sociales, económicas, científicas y de Derechos Humanos impulsadas a nivel nacional; y por la potencia y contundencia estética y política del movimiento de mujeres y sus acciones públicas principalmente dirigidas contra el brutal aumento del número de femicidios en el país y en favor del aborto legal, seguro y gratuito. Ciclo del que no podemos escindir las manifestaciones de lo que Kaufman (2006) denominó como movimientos sociales punitivos, que en el caso de Rosario convocaron a una multiplicidad de actores sociales en reclamo de políticas de seguridad. Tampoco podemos dejar de lado, las distintas acciones públicas de rancio extracto moral contra el gobierno de Cristina Fernández, como las que tuvieron por consigna la triste frase «Yo soy Nisman». O las más episódicas, aunque no por ello menos atractivas, marchas de los azules en favor de los derechos de los uniformados, con una compulsiva imitación de nuestras iconografías y visualidades, como bien supieron hacer también, con la deslumbrante trayectoria de los pañuelos, las recientes movilizaciones en favor de la clandestinidad y en contra del aborto legal, agrupadas bajo el sintagma de defensa de las dos vidas.

Triple Crimen, de Rubén Plataneo | Foto: filmstofestivals

Genealogía de nuestras comparecencias

Rosario ha sido en su historia reciente –y no tan reciente– un fecundo laboratorio de prácticas estético-políticas de protesta, que bailó a otro ritmo a partir de la insurrección popular del 2001 cuando emergió un nuevo protagonismo social con una insoslayable singularidad poiética.

Estas estéticas-en-la-calle constituyeron un clima de imaginación activa que fue condición necesaria para la invención de una multiplicidad de figuras, escenas, procedimientos y situaciones políticas, que excedieron la práctica artística. Experiencias sensibles que recodificaron el espacio público instaurando nuevos códigos de producción, socialización, aprendizaje, circulación, entendimiento, afección y pensabilidad estético-política.

Un tiempo insurrecto que dio lugar a un ciclo de protesta que entre los años 1995/7 y 2005 tuvo como protagonistas, junto con los docentes, los estudiantes, el movimiento piquetero y otros sectores sociales movilizados como los que tejieron el repertorio de protesta por el asesinato del militante social Claudio «Pocho» Lepratti y los demás asesinados en la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001, a ingeniosos colectivos de activismo artístico y al movimiento carnavalero y murguero. Proceso que nos legó además de las tomas, piquetes, acampes y movilizaciones masivas, intervenciones como «La muerte a la Nación», «Las caravanas contra el poder», «UNR Liquida», «Tolerancia Cero», las bicicletas de Traverso, las hormigas de Pocho o el ángel, «Descongesta», «Cortémosle el chorro», «En la puta calle» o «Pinche Empalme Justo» entre tantas otras genialidades que conmovieron la imaginación política de la época.

Pasados esos años, desde mediados de la década del 2000, otros devenires estético-políticos tuvieron cita. Las rabiosas organizaciones sociales de fines del milenio cambiaron sus estrategias ahora onerosas –en términos de legitimidad social– de ocupación del espacio público por otras que permitieron una economía de tiempos, espacios y cuerpos. Trayectoria que podríamos resumir en el pasaje de la mecánica del piquete como dispositivo de protesta predominante al stencil como práctica estético-política distintiva del nuevo ciclo. Otra ética de la presencia física se instaló de la mano de un creciente proceso de virtualización de la política que supuso nuevos desafíos para los cuerpos militantes ceñidos entre las lógicas acontecimentalistas y las mecánicas de la repetición. Buena parte de los colectivos de activismo se replegaron o desintegraron y las organizaciones de la ciudad re direccionaron sus energías creativas a recrear y manufacturar sus modos de aparecer en el espacio público. Sin poéticas grandilocuentes e innovadoras sino más bien desde una actitud de deglución y mutación de los recursos del ciclo anterior en gestos estéticos cotidianos, en dispositivos de presentificación pública, que oscilaron tensamente entre la re-edición cosmética y la construcción mística. Un ejercicio de legitimación estética de la mano de un complejo proceso de carnavalización de la protesta que alteró las formas de aparecer de la militancia de décadas anteriores. Ergo, afectó las figuras del compromiso heredadas, la imagen de la militancia sacrificial y abnegada de las décadas anteriores, en un vínculo ambivalente con la dramaturgia piquetera, ahora reeditada. Tiempo que, por supuesto, debe pensarse en el marco de otra agenda pública y de ocupación de la calle a partir de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, los otros gobiernos progresistas de la Latinoamérica del momento y una renovada camada militante que transformó con nuevas gramáticas el ecosistema político a nivel nacional, con sus ecos, luces y sombras locales.

Tetris tétrico

El Triple Crimen en el que miembros de una organización ligada al mercado de drogas ilegales asesinaron por error a tres jóvenes (Jeremías Trasante, Adrián Rodríguez y Claudio Suárez) militantes sociales del Movimiento 26 de Junio detonó en la escena pública la pregunta sobre la violencia letal contemporánea y sus sujetos y superficies de inscripción preferidas. Mas disparó también –con precisión variada– sobre nuestras imaginaciones sociales y nuestras poéticas políticas.

Como si fuera un tetris en el que –a escalofriante ritmo– caen las piezas del rompecabezas de la necropolítica actual, en octubre de 2014 un nuevo hecho mostró como un engranaje fundamental de esta economía de la violencia letal el ejercicio sistemático de prácticas de violencia institucional –y específicamente policial–. Franco Casco, un joven oriundo de Florencio Varela desaparece en la ciudad, a horas de regresar a su casa luego de una breve visita familiar. Su cuerpo fue arrojado y hallado en las aguas del Río Paraná, el día en que sus familiares e integrantes de diversas organizaciones sociales y políticas realizaban una marcha en reclamo por su aparición con vida. El destino fluvial de los cuerpos (González, 2010), una mecánica que se repitió como práctica en otros casos pero sobre todo como cruel enunciado pedagógico, generó una dramaturgia del miedo (Diéguez, 2013) tanto para los jóvenes que habitualmente padecen la violencia policial, para los activistas que protagonizan los procesos de protesta como para el cuerpo social en su conjunto, pedagogía que se ancla, en parte, en la memoria del horror de los dispositivos de terror distintivos de la última dictadura cívico-militar. Su desaparición forzada seguida de muerte inauguró un renovado activismo sobre esta problemática en la ciudad y sumó un nuevo capítulo en la escena abierta por el Triple Crimen.

Triple Crimen, de Rubén Plataneo | Foto: filmstofestivals

El fusilamiento de Jonatan Herrera, en enero de 2015, por agentes de una recién creada policía local (la Policía de Acción Táctica) en conjunto con el Comando Radioeléctrico, la desaparición seguida de muerte de Gerardo «Pichón» Escobar, los asesinatos de Maximiliano Zamudio, Alejandro Ponce, Jonatan Ojeda, Carlos Godoy, Brandon Cardozo, Alexis Berti, Michel Campero, David Campos y Emanuel Medina, Sergio Giglio, Iván Mafud, Emanuel Cichero, Brian Saucedo, María de los Ángeles París, entre otrxs; y los procesos de búsqueda de justicia encarnados por sus familiares y por distintas organizaciones continuaron dando forma a este ciclo activista. Aparecieron las primeras multisectoriales por algunos de los casos, experiencias pioneras que devinieron en la conformación hacia el año 2016 de una singular experiencia colectiva en la ciudad, la Multisectorial Contra la Violencia Institucional, compuesta por organizaciones políticas, sociales, sindicales, académicas, estudiantiles, culturales, organizaciones históricas de Derechos Humanos, entre otras.

Tiempo antes, en marzo de 2014, otro hecho perimetraba una arena menos visible y más escabrosa de esta geografía. En Barrio Azcuénaga los vecinos linchaban a David Moreira, acusado de robar una cartera. Un descarnado suceso que se inscribió en una «ola de linchamientos» (Cangi [et.alt.], 2014) ocurridos en todo el país entre el mes de marzo y abril (más del 20% de los cuales ocurrió en la ciudad de Rosario) y certificó que el feroz consenso represivo tendría sus propias escenificaciones. En otros términos, señaló el componente comunitario, para ser más precisos vecinal o vecinocrático (Taller Hacer Ciudad, 2011; Rodríguez Alzueta, 2014; Cangi [et.alt.], 2014) en la conformación de estas necro-teatralidades (Diéguez, 2013). Otros desafíos de enunciabilidad surgirían aquí, en tanto los victimarios estaban adentro, eran próximos, más bien, endógenos, al cuerpo social al que había que interpelar.

Qué vidas

La distribución geopolítica desigual de las vidas que importan, de las que valen la pena, de las que merecen ser vengadas, lloradas, juzgadas, reivindicadas públicamente y politizadas es el nudo argumental de los repertorios. Un trabajo de patrimonialización popular de la muerte (Bermúdez, 2015), es decir, de reversión de las valoraciones sociales impuestas al acto de acabar con esas vidas.

Pancartas con fotos de jóvenes, remeras con sus rostros, acampes, interpelaciones públicas a funcionarios, marchas de antorchas, marchas negras, obras de teatro que representan con un híper-realismo asombroso la brutalidad policial, cementerios montados frente a fiscalías, grotescos muñecos que parodian personajes judiciales, películas, stencils comunes y de dimensiones gigantes, letreros, performances dolosas, stop callejeros, happening para medios masivos, concentraciones, festivales, fueron las postales urbanas de los últimos años. Y diagramaron diferentes estrategias de politización del dolor.

Configuraron exposiciones colectivas o comparecencias (Didi-Huberman, 2014), es decir disposiciones corporales que ejercitaron, al decir de Butler (2017), el derecho plural y performativo a la aparición colectiva. Derecho que, a diferencia de las figuraciones sociales producidas en torno a procesos de violencia política, como los ocurridos durante la última dictadura cívico-militar donde los familiares poseen un poder político de verdad (Jelin, 2007) en la construcción de la memoria (aunque ahora intente ser corroído), debe ser ejercido por los familiares de estos jóvenes atravesando costosos procesos de construcción de su propia voz pública como un lugar válido y legítimo de enunciación social y política.

En algunos casos las estrategias puestas en juego, yuxtapuestas en las diferentes intervenciones y repertorios, hicieron hincapié –con variado sentido evocativo– en la presentificación de los/las jóvenes asesinados y en la construcción de figuras de víctimas universalizables al conjunto social. Repusieron sus líneas vitales, su potencia biográfica, la vida vivible obstruida por la muerte. Restituyeron calidad humana, actitudes, gustos, gestos, voces, su densidad personal en una narración identitaria que podía ser metonimizada por el resto del cuerpo social, en tanto parte de ese todo.

En otros, en cambio, focalizaron en la exposición del propio sufrimiento inconmensurable, el padecimiento de los vivos, de quienes quedan, de los deudos, a partir de la disposición de cuerpos sobre-expuestos que recrearon públicamente su dolor. Por momentos, exaltando el vínculo biológico, el lazo sanguíneo; en otros transitando una incipiente socialización de esa relación filial y por tanto experimentando la colectivización de esas vidas, o mejor, la conversión de esas muertes privadas en muertes públicas, en problema y drama colectivo. Cuerpos íntimos politizados que colocaron en la arena pública esas heridas que suelen tramitarse en espacios afectivos, personales, cerrados. Sensaciones sobre las que, incluso, suele pesar el mandato de la reserva, del secreto, la resolución doméstica. Escenas de duelo colectivo que, como bien sostiene Butler, no son una meta política pero sí condición para ejercitar el sentido más profundo de la vida que necesitamos para enfrentar la violencia.

Triple Crimen, de Rubén Plataneo | Foto: filmstofestivals

Finalmente, otras estrategias insistieron en la dramatización de las necro-teatralidades de las que fueron objeto esos cuerpos próximos, es decir, de las formas de matar o las estéticas de la violencia o la muerte implicada en los hechos en cuestión, con un especial hincapié en cartografiar a los victimarios o en satirizarlos y dramatizarlos irónicamente.

Entonces, al fin y al cabo, más allá, aunque no más acá, de los pedidos y la obtención de justicia legal que se materializaron, con resultados y suerte disímil, en la realización del primer juicio oral de la Provincia de Santa Fe con condenas ejemplares en el caso del Triple Crimen, con la bochornosa sentencia en el caso de Jonatan Herrera o Iván Mafud y en la esperanzadora resolución judicial en el caso de Brandon Cardozo, los repertorios tienen una especial vocación por lograr cierta inteligibilidad comunitaria de lo sucedido. Por lograr que la comunidad asuma esas muertes, cuestión que excede el objetivo de la sensibilización social y la búsqueda de responsables individuales. Apostaron a generar la des-identificación con el presente, a crear nuevas afinidades, imaginarios comunes capaces de hacerse cargo de su tiempo.

Estas poéticas del duelo o iconografías del dolor conminan a reconocer que siempre estamos implicados en vidas y muertes que no son las nuestras y ponen en funcionamiento o vuelven maquínicas potencias e imaginaciones inmovilizadas, de lo contrario, por el dolor. Al fin y al cabo nos convierten en testigos de aquellos que no queremos/podemos ver. Instituyen una ética de la enunciación (Peris Blanes, 2005: 20) que nos conmina a construir y habitar un sitio de pronunciamiento posible para estas vidas arrasadas, en un contexto, como el actual, de destrucción y demonización de las conquistas históricas del movimiento de derechos humanos. ¿Cómo sentir propios a estos muertos?, ¿cómo volver propias las vidas otras, cómo hacerlas nuestras? Es, entonces, la pregunta que nos cuelan sin piedad.

(Pos) democracia estética a orillas del Paraná. La boga en la ola macrista

El nuevo ciclo está en expansión. Está en marcha. Miramos con lupa una parte, una zona del pentagrama de la protesta actual que exige ser contextualizada, como ya advertimos, con el pulso que marcan las protestas contra el gobierno de Cambiemos –que tuvieron hitos como las movilizaciones contra el 2×1 a los genocidas, la lucha contra la reforma provisional o las aún calientes manifestaciones contra el presupuesto 2019– así como con la densa textura callejera del movimiento de mujeres con acciones emblemáticas en torno al avance de la violencia machista y las explosivas jornadas en favor de la despenalización del aborto. Queda mucho por verse aún. La fiebre sigue.

Ahora bien, en el preludio de estas líneas decíamos que el proceso político lanzado por el Triple Crimen fue el hecho maldito de la Rosario de la última década. Un hecho que aceleró un movimiento político multisectorial y pluri-partidario que desgarró la Marca Rosario, la idea de la mejor ciudad para vivir. Amigable, tranquila, bonita, mediana, con balcón al río y sin vorágine metropolitana. Pero démosle lugar aquí a esa otra acepción, indisociable de la primera, que estimula nuestra capacidad de volver a pensarnos a media década de lo sucedido. E invocar, entones, la siempre proclamada, más poco ejercitada autocrítica. Y, como correlato, poder diseñar la silueta de una exigencia, que devine de su carácter de acontecimiento –en términos badioudianos– que reclama, como tal, fidelidad.

Triple Crimen, de Rubén Plataneo | Foto: filmstofestivals

¿Qué es serle fiel al proceso político dinamizado a partir del 2012? Esa pregunta es la que pesa, que late, sin respuesta.

En cuanto a la geografía callejera, los repertorios de los que hablamos se inscriben en una era, como diría Groys (2014), en la que todxs tenemos la responsabilidad ética, estética y política del diseño de nosotrxs mismos y de nuestras experiencias colectivas. Habitan la época del capitalismo artístico o teatral, lo que lúcidamente Marta Rosler ha llamado como el modo artístico de producción.

Entonces, ¿qué otras cosas dicen estos cuerpos en un capitalismo que es, a la vez, trans-estético y monstruoso, teatral y depredador, ergo, en un modo de producción y acumulación en el que no todos/as podemos ser artistas pero todos/as debemos serlo, cotidianamente, en comunidades estriadas por la necro-política actual y la expropiación corporal de la vitalidad social?

Sin rodeos, cuando la condición artista, o al menos, la capacidad de diagramar estéticamente nuestras formas de aparecer en común, nuestros modos de ocupar el espacio social, de poder exponernos con otrxs, nuestras comparecencias al decir de Didi-Huberman (2014) deben ser ejercidas eficientemente a riesgo de exclusión social, de in-existencia visual en el ágora pública, cuestionar los privilegios estéticos, o mejor saber qué hacer con ellos resulta un primer paso.

Se trata, pues, de preguntar por las posiciones sociales que ocupamos en el desigual tablero de la expresividad social, cuando todxs vivimos bajo la exigencia de generar estéticamente las condiciones para nuestra visibilidad y audibilidad común. Si el capitalismo ahora es artístico, si la creatividad o el arte son cada vez más una fuerza que organiza la producción de valor tanto económico como político, tendremos que examinar con exhaustividad crítica y vigilancia política, las relaciones y las fuerzas de producción y acumulación, los privilegios y las desigualdades estéticas sobre las que se monta el actual modo de acumulación. Para ser concisos, impera desplazarnos del ánimo celebratorio del devenir artista de los sujetos sociales para cuestionarnos más profundamente qué significa la democratización estética para, a fin de cuentas, actualizar y agudizar la cartografía de la microfísica del poder en las sociedades hiper-estetizadas de hoy. Porque la posdemocracia, de la que son fruto experiencias políticas exitosas como Cambiemos, usa combustible estético.

Ahora bien, las aperturas, los posibles inaugurados desde ese momento a esta parte, no se redujeron a los cuerpos en la calle. Tomaron también nuestras formas organizativas y representativas. Decíamos, de hecho, que de este acalorado proceso surgieron nuevas organizaciones como la ya nombrada Multisectorial Contra la Violencia Institucional, alianzas y fusiones entre movimientos, brazos partidarios de organizaciones sociales, frentes políticos y/o electorales. Algunos nuevos, otros reforzados. Y también tuvo otra parábola con sello institucional. De esa y otras hazañas e historias y tramas políticas asociadas que se sucedieron antes o después (por eso un acontecimiento siempre es prístino y prismático, da a luz y también echa luz sobre lo que ya está) como las luchas por la tierra, contra la especulación inmobiliaria, entre otras, es fruto una parte de la insólita y esperanzadora composición que logró el Consejo Deliberante local hacia el año 2015. El llamado, entre chicanas y deseos, soviet rosarino, que hasta la elección del 2017 nos ilusionaba con construir un blindaje a la ola amarilla.

En el 2017, si bien con algunas nuevas incorporaciones que hacen resonar aún ecos de aquel proceso, se instaló con oscura contundencia otro paisaje. El horizonte se tomó el palo y la bestia mostró los dientes en las míticas tierras del Che, como lo hizo en otras ciudades del país a tono y a la moda de la escala cromática política de buena parte de América Latina.

Triple Crimen, de Rubén Plataneo | Foto: filmstofestivals

Ahora bien, desenredar los hilos de esa fidelidad (ergo, la continuidad y expansión de los posibles que el acontecimiento y sus rizomáticos despliegues permiten) excede pertenencias partidarias y adscripciones políticas sectoriales. Exigirnos que la unidad no sea sólo lema ni deseo es una obviedad. Palabrerío. El hecho maldito es de todxs. Cómo hacerlo máquina de guerra es la pregunta que cala hondo pero a la vez vuelve posible transformarlo en algo más que una expresión, en algo más que una forma de nombrar o juzgar una experiencia pasada, es decir, una imagen retórica para referir al ayer.

Que sea una promesa, con arquitectura de futuro, un compromiso, una silueta espectral que se encarne, que ronde a los vivos, a nosotros. Y que para las (pos) democracias sea sólo fantasma, el de sus muertos. Un espectro sin esqueleto, el del pueblo que falta. La victoria que espera. Que no tiene Ulises y no será más Penélope.


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