«Los anillos de una serpiente son aún más
complicados que los agujeros de una topera.»
Gilles Deleuze
El mago había vuelto a mi cabeza. Otra vez. Caí en la cuenta de lo cíclico de aquellos encuentros. No fueron dos o tres noches, fueron incontables pesadillas desde la infancia. Con los años –y la efervescencia adolescente– fui dejando de temerles. Los dinosaurios existieron hace millones de años; yo cada noche soñaba con los gritos del mago cayendo en las fauces de las bestias. Despertaba, a veces, toda sudada. Otras, gritando que lo suelten, que se vayan, que lo dejen escapar.
Hasta hace poco no había vuelto a tener aquel sueño. Tal vez, desde el día en que me vi flotando como una mancha amarilla en el universo, desde fuera de mí, inerte, yerma; y, al mismo tiempo, el mago agrandándose en derredor, ocupando todo mi espacio, excluyéndome hacia no sé dónde, porque estábamos flotando, subsistiendo a los tirones en un espacio gelatinoso y de inalcanzables horizontes. Pero en el sueño, él era el único que me cobijaba, a pesar del odio que presentía brotar de sus entrañas.
Desde entonces, nunca más volví a soñarlo, como si realmente él hubiese ganado esa batalla y yo estuviese acá, castigada por mi incapacidad de triunfar frente a la más débil de las luchas dialectales, abonando créditos ficticios en esta puta «realidad» y tratando de recomponerme de la gente que no entiende de límites precisos entre el yo y el tú. ¿Tendremos que resignarnos a vivir «como» y «con» autómatas? Qué tristeza de sociedad la que cosecha sin nombres con códigos de barra. Y a mí me gustaría en verdad ser dulce como un chocolatín y pequeña como un granito de arena; así los golpes de la vida que anduve buscando tendrían al menos el aroma penetrante y sexy del café con cacao. No sé. Tampoco volví a tener sueños de infancia. Desde la infancia que no sueño con cosas placenteras; de hecho, creo que la primera vez que soñé al mago, tendría unos cuatro o cinco años; lo soñé amoroso y juguetón. Siempre andábamos corriendo alrededor de aquellas lenguas de fuego. En realidad él era el que me corría y me impulsaba hasta las llamas de esa pira enorme que cubría a aquel pueblito que llamaban «fantasma» porque contaba con más cementerios que casas.
Hasta que no me achicharraba los tres o cuatro pelitos de nacimiento del remolino de mi cabeza, no se quedaba tranquilo. Y recién cuando yo empezaba a sentir el olor a quemado espantoso que salía de mi cabeza, él soltaba desagradables risotadas y se iba alardeando a viva voz: «Otra vez caíste en mi trampa, chiquilina». Pero eso no me molestaba, ni siquiera fue su voz, que cambió tanto, luego de mi infancia.
Al mago lo conozco desde que el universo se largó a dar turnos para su atención. Un momento anterior al tiempo, estático, nos encontramos los dos creyentes rogándole al señor universo que nos atendiera y parece que el bendito estaba descompuesto o creía en los llamados al unísono y fue por eso que nos dio el mismo turno. Aquello, al principio, fue desolador. Una vez que me daba un turno debía ser compartido con otro. Horrible. Yo buscaba un amor, el mago necesitaba un poco de paz. Sin embargo, según el universo, nosotros andábamos en la misma línea trazada por dos puntos. Su relato terminó por confiarnos de que ese era el único camino posible para llegar a cualquier lugar. Digo «nos confió», porque fue muy estricto en sus súplicas: «El mundo no puede saberlo, los otros están dormidos, sólo ustedes dos pueden practicarlo». Desde aquel tiempo, el mago nunca quiso lastimarme, pero en sus ojos yo notaba que no le quedaba otra alternativa más que destruirme en algún momento. Porque era cierto, el encandilamiento que nos produjo aquel encuentro con el señor universo nos hizo dar cuenta de que en este juego no cabíamos ambos. Por esta razón, sostuvo siempre una actitud solemne e intransigente. Yo lo quería, a pesar de todos los que veían mi relato como algo insignificante, lo mismo que mi relación parental, casi enfermiza, con el mago. Yo vivía conectada con ese algo mayor que nos gobierna, siempre tratando de evitar su autoridad como a un déspota. Más bien, el mago era para mí alguien sagrado. De alguna forma, infinito. Mi margen de duda siempre fue el nexo entre el estar más allá, volada como si hubiera ingerido un par de hongos, y el estar un poco en este más acá de mierda, lleno de impuestos y cosas por pagar, y problemas por solucionar, y burocracia más endeudamiento crediticio por afrontar. Y así sucesivamente, hasta que la berenjena del mercado explotó y todos nos hundimos en la misma mierda de la que habíamos salido.
Al fango volveremos. Ese es el polvo, señores, del que no deberíamos haber emergido. (Estas cosas pensaba antaño y hoy las repaso como si todavía no hubiesen quedado atrás).
La procacidad del universo nos mantenía separados hasta que el otro día, después de mucho tiempo, volví a soñar con el mago. Al principio sentí miedo, pudor, dolor. Pensé que el mago volvía a mis entrañas únicamente para vengarse o, en su defecto, para que yo pudiera resistir a los dinosaurios, para que impidiese que se lo coman (por milésima vez). No pudimos evitar ningún aspecto de mi deja vù. Todo sucedió tal cual debía acontecer. Hasta mi forma de apretar con las manos los ojos en el momento en que el mago estaba por caer de mis fauces para acabar en las de la bestia. Sin embargo, justo cuando me preparaba para escuchar los gritos del pobre infeliz (yo no podía comprender con cuánta emoción resignada moría en mis sueños el mago y con cuánta anticipación yo aceptaba su muerte), pensé que no era justo lo que estaba sucediendo, que debería controlar esa parte del sueño, que mi mago no podía volver a ser canapé de aquel tiranosaurio. Así que me preocupé y actué: logré cooptar el instante, como aquel tiempo que el personaje de El milagro secreto le pide a Dios para que lo deje terminar de escribir su obra. Me paré frente al mago y le dije que era en ese momento cuando debíamos corromper el sueño, y para ello debíamos interponernos entre las fases cíclicas del tiempo, necesitábamos agarrarlas con viento a favor (es decir, que nos sobrara un poco de espacio entre los rugidos de los primeros dinosaurios que llegaban por el cielo y el momento en que yo abría mi boca para que el dinosaurio de tierra –que venía con delay– se comiera al mago).
El mago siempre salía de mi boca. Así era el sueño, así era como yo devolvía ese mago a nuestra Naturaleza para convertirla en un lugar menos hostil. Pero casi todas las veces fue mi inconsciente el que me traicionó y llamó a los dinosaurios. Porque ellos eran mi sueño originario, pero el tiempo tendió a corroer mis ideas y me sentí injustificadamente sola.
El mago, esta vez, se puso a hablar conmigo. Nos batimos en un duelo de titanes y yo lo dejé ganar esta batalla épica en serio. Porque los sueños de los otros siempre habían proyectado en mí un mundo, y esto que pasaba entre nosotros no era otra cosa que eso: dejar que otros nos hicieran sentir seguros, por eso siempre adoré esos tres o cuatro pelos quemados, y por eso nunca me animé a entrar de lleno en la hoguera. Tal vez el placer esté ahí, en dar hasta ahí, en aguantar hasta ahí, en relacionarte con los otros hasta ahí.
Ese día, en aquel pueblo fantasma, el mago habló de su historia que no era más interesante que la mía. Me contó que había estado soñándome toda su vida, con esa sensación a deja vù que ambos compartíamos. Pero dijo algo más, que nunca se había atrevido a contarme: me planteó que mi presencia no le resultaba para nada placentera, porque sentía que en su sueño yo lo asfixiaba y no sabía cómo deshacerse de mí o cómo decírmelo para que yo no me sintiera abatida y triste. Sin embargo, él meditaba sobre mi rebuscada demanda de cariño en todas las oportunidades en que estaba por acontecer el sueño. Y estuvo un rato más diciéndome un par de verdades que ofenden muchísimo al ego y otras yerbas.
Lo cierto es que en ese instante sagrado obtuve múltiples impresiones sobre el mago, y también muchas sensaciones me invadieron. De alguna manera, habíamos convivido tantos años en su sueño o en el mío, que no podíamos entender los pensamientos o las acciones del otro. Él (me lo confesó esa vez) tampoco podía comprender mi miedo a la muerte. Por eso, lo último que le oí decir fue que su sueño terminaba siempre entre las fauces de aquellos dinosaurios, no porque le gustase atravesar ese instante de dolor físico y miedo aterrador, sino porque lo prefería a volver a la tierra y convivir en medio del hastío y la desolación emocional del quién te va a traicionar primero (hay concursos y rankings para todo eso, prosiguió). El motivo de estudiar las ciencias ocultas provenía de la necesidad de empezar a domar sus sueños. El caso es que se había encontrado con este pobre personaje, o sea, conmigo. Yo, con esta imposibilidad para creer que la vida se transforme en sueño, con este inefable miedo a la muerte y con las mil y una dudas existenciales siempre candentes y al borde del colapso emocional. No es para menos la pena que le había tocado en suerte al mago. Cruzarse conmigo, sí, lo que se dice lástima. Así fue que desde aquel momento intentó ayudarme como pudo (esto también es sospechoso por cómo lo contaba el mago). Quería demostrarme que caer en las fauces no era algo tan malo, al menos, se sufría al cabo de unos minutos, un par de gritos nomás y después «silencio absoluto». Pero estar en la tierra sí que era arriesgado, una cagada por paso, me decía frecuentemente. Ahí era donde siempre me despertaba, fatigada y angustiada por la desaparición del mago.
Esta vez fue distinto. El mago se quedó conversando conmigo hasta que me fui dando cuenta de que debía encontrar un camino para pertenecer al reino de su sueño si no estaba dispuesta a perderlo, y para eso era necesario seguirlo en sus ideas tal como él lo dispusiera. Tal vez él y yo en algún pasado ancestral o no sé dónde, pero lejos de casa y de mis sueños, hayamos sido amigos o amantes. Así fue como, muy de a poco, fui entrando en una zona desconocida. Me fui agazapando cada vez más hasta conocer a la perfección los huequitos de su topera. Aprendí sus ritos, me adosé a sus emociones y a sus vicios. Supe de cada negociación que el mago había hecho en esa ciudad fantasma en la que siempre nos encontrábamos solos. Su sueño prácticamente era ya placentero porque mis fauces estaban siempre cerradas; él había aprendido a convivir sin los dinosaurios, y yo, sus lecciones de vida acerca del miedo a la muerte, que no era nada más que eso, unas enormes agallas para enfrentar la vida. El silencio se fue convirtiendo en mi arma letal hasta que por fin el día de mi venganza llegó hasta su puerta. De alguna manera lo que hice fue transformar mis debilidades (ser parte del sueño del mago) en potencialidades que pasaron desapercibidas en extremo (para él, que se había amoldado a mi ausencia).
Cuando por fin estuve segura de que mis poderes eran mucho más fuertes que los del mago, huí todo lo que pude, pasé años (o tal vez un segundo) creando a mi propia bestia, retraída y en la oscuridad. Le di de comer poco, pero saludable, la curé de enfermedades crónicas que yo misma le había trasmitido, la privé de la energía calórica durante mucho tiempo, para que el encuentro con la luz fuera supremo. La desprotegí todo lo que pude para que sus pensamientos y sus acciones hiciesen cayo, la expuse al entrenamiento y la supervivencia.
Finalmente, en una siesta de verano, en la que aparentemente ya no quedaban registros del mago, me soñé dinosaurio y fui directo hasta mi encuentro.
Wendel, Eva
Dinosaurio / Eva Wendel. – 2da ed. –
Rosario: El Corán y el Termotanque, 2015.
28 p. ; 15 x 13 cm. – (Decorrido)
ISBN 978-987-33-9549-9
1. Narrativa. I. Título.
CDD A863
«Lecturas de corrido» es parte de un programa de promoción de la
lectura de UNR Editora y El Corán y el Termotanque.
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