Abrió la heladera para verificar reservas. Notó que, como siempre, se había olvidado del postre. Volvió a mirar el reloj. ¿Cuánto hacía que no se veían? ¿Tres meses? Él siempre había sabido que las relaciones a distancia eran un fracaso. Pero después una noche, ella, en ese viaje a Gesell, había hecho que valiera la pena el intento. La tarta de jamón y queso estaba hecha, faltaba prender el horno para calentarla. Todavía tenía una hora y cuarenta y cinco. La panadería quedaba enfrente, no le costaba nada cruzar y ver.
Había cerca de diez variedades, y dudó ante tanto color. A él le daba lo mismo, no le gustaban mucho los postres, por eso no tenía dulces en la heladera. Leyó los carteles: cheesecake de frutos rojos, selva negra, rogel. Le gustaba esa otra, de tres chocolates, pero era como para seis personas. La otra que le parecía linda, más chica, era de maracuyá. ¿Qué le había dicho ella del maracuyá? No se acordaba. Era la segunda vez que se veían y en ese momento empezó a imaginar que se iba a poner difícil. No quería engancharse, pero qué lindo que se reía. Todavía estaba allá, en Gesell, y era su segunda cita, en un restaurant de la Calle 3, que a esa hora era peatonal. Ya se habían besado pero ese día, si todo salía bien, iban a coger. Lara se reía (con la boca, con los ojos), pero él no había podido aflojarse. Cuando terminaron la pizza, él pidió la carta de postres para alargar el momento. Si ella lo conociera un poco, lo mínimo, sabría que no iba a pedir ninguno, pero necesitaba todavía un rato más para animarse a ofrecerle seguir la noche en su hotel que quedaba a la vuelta, por la Calle 2.
Algo había dicho del macacuyá pero él estaba muy nervioso como para escucharla, así que cuando vio que tenía esa mirada tan linda otra vez (la de reírse), sólo la agarró de la mano y se la apretó fuerte. Lara le guiñó un ojo como si sellara un pacto, como si la serie de acciones que se habían encadenado durante la cena, fueran el principio de una complicidad en la que él estaba navegando a ciegas, sin aportar mucho. Ella le importaba, no lo hacía a propósito, pero cuando se ponía nervioso le pasaba eso, ponía toda su atención en parecer tranquilo y bloqueaba algunos sentidos, que sólo se ocupaban de retener lo importante. En el medio del caos, pudo recordar que después de soltarle la mano, ella pidió algo de chocolate. Algo con nombre de montaña o volcán. Eso, volcán.
Entonces no había elegido el maracuyá. Volvió mentalmente a Rosario, a la panadería y se decidió entonces por la de los tres mousses, aunque era enorme. Con esa torta podrían comer los tres días, sin salir del departamento. Él probaría una porción, quizás dos, porque Lara lo miraría raro si supiera que había comprado esa torta enorme sólo para ella. Podrían pasarse mousse por todo el cuerpo y aun así, sobraría. La imaginó riéndose, llena de chocolate en las tetas y en el tribal que tenía tatuado abajo del ombligo. Se imaginó pasándole la lengua por todo el cuerpo, fingiendo saborear el chocolate, mientras trataba de aprenderse su olor, que ya no recordaba. ¿Y si su olor, su gusto, ya no le provocaban nada? Quizás esos ojos no fueran tan lindos como en su memoria, quizás ella se riera menos esta vez. Pagó los 583 pesos y cargó la torta hasta su casa. Todavía faltaba una hora.
Acomodó la torta como pudo en el tercer estante, sin sacarle el papel. Tuvo que maniobrar como si jugara al tetris, corriendo botellas y paquetes. ¿Y si a ella no le gustaban las tortas? No era lo mismo una torta que un volcán. ¿Habría dicho algo de los volcanes, esa noche, además de hablar del maracuyá, y de establecer pactos que no había llegado a entender? Sería una torta para nadie, ocupando espacio enorme e inútil en medio de los 48 sándwiches surtidos, la tarta que sobrara de la cena y el champagne. El champagne sí que era un punto seguro, porque ese día, en el hotel, había ayudado a que los nervios se le pasaran. Ella no estaba nerviosa pero tomó dos copas, sólo por gusto. Cogieron re lindo, ahí sí había prestado atención. Ella se reía mucho y lo miraba a los ojos mientras se movía encima. Tenía una mirada profunda, llena, que lo llamaba a caer sin miedos. Él no tenía a nadie como ella en Rosario; él no había tenido a nadie así, con quien se sintiera cómodo enseguida. Pero era tan lejos.
Esa fue su última noche en Gesell. Lara le dejó su número de teléfono y él no supo si era mejor terminarlo ahí, o si era hora de tirarse a la pileta, sin fijarse. Le escribió cuando tomó el micro en la terminal, y después le avisó que había llegado bien. Ella le mandó una foto tirándole un beso. Todavía percibía en la mirada de la foto un poco del mar que dejaba atrás.
En treinta minutos debía estar tocando timbre. Revisó la pieza y el living, levantó una media y la tiró adentro del lavarropas. Prendió la tele y después de un minuto la apagó. Dio otra vuelta por el departamento y pensó en esos tres meses, en que las charlas los habían aproximado y habían hecho crecer en él las ganas de verse. Siempre le mandaba fotos suyas: Lara en la arena, Lara tocando el agua, Lara en el bosque, Lara riendo y mirándolo fijo, a 682 kilómetros.
En algunos momentos dejaba de tener fe en las fotos, entonces su yo pragmático salía a conocer a otras.
—A ver, mírame— les decía, en el bar, en la cama, en distintas posiciones.
Ellas se reían y lo miraban, pero él no veía más que charcos. Tirarse a la pileta con ella. Todavía no sabía si había suficiente agua, si alcanzaba para nadar o hacer la plancha.
Volvió a prender la tele.
Cuando terminaron tres capítulos de los Simpsons, comenzó a inquietarse.
—¿Llegaste a la terminal?— le escribió.
El último mensaje había sido ayer, cuando él le había dicho que estaba feliz por recibirla y ella le había mandado un emoji sonriendo, en lugar de la foto de siempre. Él pensó en ese emoji, hecho para sonreír a millones, en distintas culturas; una cara amarilla y genérica, sin alma y sobre todo sin esos ojos, los necesarios.
Dos horas después, cuando corroboró que Lara lo había bloqueado, supo que los ojos y la risa ajena debían ser ignorados a la hora de tomar decisiones, porque en cinco minutos pueden transformarse en fantasmas. Miró alrededor, la casa impecable y la tarta casi lista. Apagó el horno y abrió la heladera, buscando el champagne para dos que se había convertido en el doble de champagne para uno, pero lo primero que vio fue la torta enorme y monstruosa, que lo hizo pensar en que quizá si esa vez hubiera escuchado, tal vez sabría algo más de los pactos del maracuyá y de ella, de sus ojos que reían y en los que nadó inútilmente como si fueran piletas secas, sin una gota del mar que se había evaporado.