Hay veces que se mezclan la realidad con la literatura; me pasó en Río Cuarto, tras leer «El juguete rabioso» y salir a caminar.
No conocía la ciudad así que me dejé llevar por los pasos y la imagen de dos picos de sostén de un puente. Intuí que hacia allí estaba el río: siempre que hay agua me siento en casa, así que encaré. A las pocas cuadras di con una punta de terreno pelado donde había un gran número de gente desperdigada. Parecían niños jugando en el parque. Eran en realidad grandulones jugando libremente a las bochas. No bocha clásica, de cancha. Bochas de campo. Se diferencian fundamentalmente en el piso: cuando en las clásicas el suelo es un «mantel de tierra» por lo liso, perfecto y aplanado, las de campo, estas que yo estaba encontrándome, se juegan en un terreno desparejo, lleno de yuyos, pozos, piedras. Además los partidos se cruzan y entrelazan a lo largo del descampado, lo que da partidas entreveradas, bochines encimados, piernas levantadas para dejar pasar alguna bocha perdida, gritos de alerta a los mirones cuando vuela un bochazo loco por el aire buscando como un bólido su enemiga ocasional.
Siempre fui de quedarme un rato mirando los partidos de jubilados en el parque. Puedo decir que soy un apasionado, como observador digo. Me vi cantidad de partidos de bochas, admirando la elasticidad y habilidad de hombres de setenta u ochenta (cuando no cuela un recién jubilado de sesenta y pico o alguno en óptima edad laboral que se escapó del taller para arrimarle al bochín, al lustre antes del tiro, a la picardía del comentario entre cófrades). Pienso: ojalá me encuentre la ancianidad bochófilo, práctica zen si las hay.
Aquí me quedé apreciando de lejos, afuera del campo de bochas, concretamente desde la vereda que bordeaba el predio. Veía la imagen y sola ella me llamaba a observarla. Ahí es donde digo que se me mezcló la realidad y la literatura: eran todos personajes de Artl. Los veía medio de lejos pero sólo sus prendas y sus posturas me presentaban esos figuras que Roberto Godofredo describe como «gandules, perdularios, vagotes, atorrantes, pelafustanes, tahúres». Concentrado en la ensoñación me dejé llevar paso a paso. Metiéndome en la cancha como un espía, pues en realidad lo era: un rosarino metido en el medio de la timba de una turba de cordobeses.
Por supuesto iba callado, sumamente observador. Atreviéndome de a poco entre «los que miran».
La primera cancha estaba bastante alejada de las demás, quedaba al fondo del enorme baldío, en una zona de grandes irregularidades, barrancones pastosos y yuyales. Unos grandotes lanzaban las bochas al estilo «revoleo», táctica que consiste en lanzar la esférica con violencia pero dándole un efecto de reversa, es decir, vuela hacia adelante pero girando hacia atrás, logrando en el impacto que la bola enemiga se piante lejos y la nuestra refrene mansa, pegándose al bochín; esto da: primero, un lucimiento del que tira y de la bocha misma que por el aire rauda y potente silva, y luego todo un peligro, ya que quien se intercepte en su recorrido quedará choto y sangrante en el suelo. Como ese partido, un tanto violento, por suerte había quedado lejos de mis pasos, me metí como un pajarito entre las migas ahí en las partidas más amuchadas del medio.
Grandes estilos, grandes jugadores, mirones de varias razas: todos engendros arltianos. Me detuve en la primera, una que se jugaba en una línea de tierra que cortaba un tramo de los pastos; una línea como la huella de un camino de motos, o más claramente, el camino que han marcado incontables partidos de bochas de campo ahí en esa línea del terreno. Eran artistas. Conseguían efectos y recorridos por lugares inusitados para la fragilidad de una bola. Y las trazas… definitivamente y a partir de ese instante me sentí en un cuento, me agazapé en el rol de observador.
Cayó uno con una canasta, toda la facha de pulenta que salió de la gayola hace unos meses. Se acercó a un gordo con cara de flaco, canoso y peinado a la mugrela. Apoyó la canasta en el suelo y descubrió una parva de salamines, hormas de queso, un repasador. Tenía en la mano un tramontina. Estaban de mí a unos tres metros. Los miraba yo. No con desvergüenza sino con la sutileza del que observa, del narrador del cuento, del narrado. Uno le hablaba pegadito al otro, por lo bajo, trataba de oír yo, imposible, paraba la oreja, imposible. ¿De qué mierda hablan estos dos con esa pinta de manejeros? Sólo sentí que el de la canasta dijo «quinientos», saca guita, cuenta billetes de cien, agarra cinco y se los pasa al gordo canoso con cara de flaco que los guarda en el bolsillo derecho del jogging gris, conjunto campera-pantalón, tela siré, imaginate el culo. Como para no quedar como vigilante ni levantar sospechas de curioso, los pispeaba de tanto en tanto, llevando la vista de un lado a otro. El de la canasta ya como más liberado y hablando fuerte empezó a saludar a otros y a ofrecer los productos que vendía cortando una rodajita de salamín con el tramontina y ofreciéndoselas a los muchachos casi en la boca mientras algunos aceptaban ligeramente, otros desistían no, no, y alguno agarraba un ejemplar de la canasta y lo vislumbraba a contraluz como a un buen vino.
Sin mayores movimientos me encontraba ya en el epicentro del campo de bochas, allí, en esa partida de apariencia inocente entre dos pibes jóvenes, morenos, tatuados en los antebrazos los nombres de alguna hija, madre o amor, rodeados de una sarta de varones uno más arlteano que el otro. Había viejos, jóvenes, hombres maduros y hasta niños en un costado jodiendo con una pelota: eso sí, ni media mujer, estarían todas, de seguro, fregando, barriendo, cosiendo, planchando, trabajando en oficios o renegando con los críos mientras los atorrantes desfloraban el tiempo en la timba bochera.
Ahí estaba yo: un rosarino en Río Cuarto, mirando unos partidos de bochas con la sensación de ser el protagonista o narrador de un cuento, y de yapa un cuento de Arlt. Estaba tranquilo pero un tanto persecuta: no me gusta pecar de mirón ni que se me venga alguno al humo encarándome de prepo. Estaba esperando en el fondo algo así. Eran tan lúmpenes, tenían tal pinta de taimados, que me parecía extraño que ninguno me mirara con mala cara ni me interceptase el paso. Y los tenía ya tan cerca que no podía dejar de observar los detalles: caras resecas y arrugadas por la erosión del vino y el viento, ojillos gastados por el tiempo, la lascivia, el cigarro, panzas fofas, culos flácidos, orejas alargadas, manchas y lamparones en las prendas, movimientos de carreros, mercaderes, gauchos sin pingo.
Había uno que andaba de un lado al otro con una silla plegable cargada en un hombro, no la abría ni se sentaba, la paseaba. Había otro (jugaba en la línea de tierra) que tenía un buzo donde en la espalda rezaba «Pelado», en amarillo sobre un fondo azul; miré fino y en sus bochas vi trazos marcados a puntitos de liquid donde podía leerse también «pelado», sería su marca personal, su nombre distintivo de jugador; me llamaba aún más la atención que de pelado nada tenía: lucía una cabellera negra, frondosa y enrulada de colectivero cordobés. Practicaba el estilo «con corridita». Su contrincante era un viejote, de unos ochenta seguro, ojos turbios pero con brillo de capataz, marido golpeador, comisario bravo; usaba un taco de rebenque con el que se ayudaba a agacharse apoyándolo en el suelo cordobés cuando recogía una bocha.
El cordobés además era el «idioma» reinante en la partuza, otro detalle que me hacía estar callado para no delatar mi acento sin eses de rosarino chamuyero. Aunque igual mi aspecto era bien distinto de los demás: tenía un jogging, al igual que muchos, pero arriba un canguro verde me distinguía de los grises, marrones y negros de todos los demás. Igual por ahora nadie me encaraba ni me interrogaba. Esperaba el momento. No podía ser que en un lugar con tanto sotreta suelto ninguno quiera coparme la parada: en lugares parecidos de Rosario o en cualquier cuento de estos llega el momento en que al narrador lo atropellan los matufias.
Veo en eso que viene desde la calle el consabido borracho que nunca falta. Se tambaleaba y les decía cosas a cada uno que encontraba; pensé: ahí sí, este me encara, cantado. Venía hacia mí, era un grandote medio coloradón, bien chupadazo a esa hora que en los lugares civilizados del mundo se toma té, pero estábamos en Córdoba (¡bocha cuuuuliada te via´hacer bosta!) donde el té es un producto de consumo harto menor que el vino o el fernet. El mamado se venía para mi lado, molestando a unos y otros, haciendo morisquetas con alguno de más confianza y enojándose cuando la barra emplazada allá en el umbral de un kiosko le gritaba: «¡Violín!». Imaginé que a la música no se dedicaba y que se ponía fiero el asunto, pero no. Paso a mi lado como si yo no existiera y se puso a joder con un gordito veterano, con pinta de hombre bueno que no hace más maldad que jugarse unos morlacos en la bocha timbera, y se ve que eran conocidos porque el curda le decía: «y acá me ves, chupaaaadazo todo el día», y sonreía como un nene.
El juego, el de más concurrencia, este que estábamos mirando la mayoría, se desdibujó hacia un terraplén, quedaron las bochas apelmazadas ahí entre los pastizales, así que empezaron con la técnica del revoleo. Giré para mirar otros partidos alrededor: había uno lindo jugado por un joven pelado (llamativa similitud entre el brillo de las bochas y su cabeza) y un petiso más jovato. Practicaban tiros muy sutiles, y cada tanto alguno de revoleo le ponchaba la bocha al contrincante haciendo que se dispare unos cuantos metros y se enrede entre las patas hasta quedar solitaria y abandonada a unos cuantos yuyos de su partida. El pelado de bocha brillosa (¿se franelearía la pelada con el trapito lustra-bochas?) utilizaba una técnica que podría definirse como dije «de corridita»: al tirar salía corriendo junto a su pelotita y la acompañaba hasta las cercanías del bochín.
Otros estaban jugando partidos cruzados, debían esperarse y darse tiempo para tirar porque sus bochas habían quedado engarzadas. El de la silla al hombro seguía parado yendo y viniendo. Al fondo en la primera partida volaban los bochazos por el aire como cotorrones gordos y negros.
No corría el chupi. Pensé que si se llegaban a chupandinear esto sería un quilombo y no faltaría el despechado que sacara un matagatos y cagara a tiros a los primeros que tuviera alrededor, un desastre. La sabiduría popular mezcla los naipes con maestría y equilibrio: donde reinan la timba y la guita, la violencia y el chupi sobran. En eso escucho «¡cuidado!» y entendí que venía una bocha al revoleo fugaz predispuesta en su recorrido a encontrarse con mi cabeza y partirme el cráneo. ¡Ahí esta! No era el apriete de algún matungo lo que me esperaba: era el marote partido por un bochazo. Si estaba en un cuento, si era el narrador y narrado de esta historia, tenía que llegar el momento de impacto, el «conflicto», la enseñanza por curioso. Ya me sentía tirado y sangrante ahí en los yuyos, viendo todo negro por la cegazón y pelados los bolsillos por estos malandrines. Fueron todos pensamientos dentro de pensamientos, como tiempo dentro del tiempo. Si uno quiere narrar, o como ahora, transcribir lo que pensó, no dan los segundos, ocupa su narración mucho más de lo que llevó pensarlo mientras giraba bruscamente para evitar la bola que en realidad no volaba sino que venía por el piso como una culebrita de río. Levantaron las patas algunos mirones y la bocha se enterró en un pocito.
Si no es esto se viene de otra forma la menesunda. Ya me encara alguno para largarme el «rosarino que mierda mirás, acá somos todos fiolos y a los curiosos los comemos crudos», como escribiría quien narrara esta historia. Pero como lo único que nos diferencia de los personajes ficticios es la voluntad, con el impulso de una bola lenta salí caminando hacia un costado. Me alejé precavido antes de que se pudra la momia. Salí del campo de bochas hacia la dirección del puente que había orientado los primeros pasos y a las pocas cuadras ya estaba allí, mirando pasar el agua de río marrón.
Me senté en un banquito de portland que daba al cauce arenoso, a las orillas arboladas y pensé en la propia voluntad, en el instinto, que como el río se lleva en sí mismo y avanza.
Entre los árboles venían tres changuitos sucios y desabrigados acompañados por un muchachón; cazaban pajaritos con gomera entre los árboles del predio. Eran como una reminiscencia de antiguos comechingones buscando la caza para alimentar a su tribu. Pensé en seguirlos un poco, pero me abstuve: pertenecían a otra narración.