Crónicas | Detrás de la fiesta: apuntes de un mozo - Por Javier Galarza

«Te tomás el Monticas o las Rosas y te bajás en la garita 11, ahí caminás unas cuatro cuadras para el lado de Funes. A la vuelta es más fácil porque la parada está en frente», me dice Silvia. Son las 16 horas de un sábado cualquiera de 2011 y estoy yendo a encontrarme con mi destino: durante un par de meses seré personal de una de las empresas de catering más importantes de la ciudad. Veré pasar casamientos de parejas heterosexuales de clase media alta durante todos los fines de semana que dure esta aventura. Voy a ser el actor de reparto del momento más feliz de la vida de un montón de parejas y ellos nunca lo sabrán.

Silvia es amiga mía de hace años. Fue mi contacto para entrar ya que trabajaba allí eventualmente. Formábamos parte de un enorme grupo de amigos, en el que la mitad veníamos de la provincia de Misiones y la otra de Avellaneda y Reconquista, al norte de Santa Fe. Éramos estudiantes, no estudiábamos jamás, nunca teníamos un peso, pero siempre nos la rebuscábamos para tener cervezas en la heladera. La felicidad, bah.

Entonces es tomar el Monticas o las Rosas, garita 11, cuatro cuadras, hablar con Fabiana.

—¿Vos sos Matías? —dice Fabiana
—Sí, a menos que pregunte la policía —respondo.

Fabiana se ríe y me dice que Silvia ya le había hablado de mi sentido del humor; creo que pegamos onda.

Fabiana debe tener unos 45 años, lentes oscuros, se tira todo el ropero encima y usa botas, no importa cuando leas esto. Me dice bienvenido, que es un honor que trabaje para ellos, que voy a conocer a un grupo humano hermoso y que a partir de ahora soy de Damián. Que raro esto de ser de alguien, mi psicoanalista se haría un festín con esto.

Damián, rubio, ojos celestes, treinta años, quizá un poco más. Trabaja acá desde hace por lo menos siete. Su foto debería aparecer primera en Google cuando alguien busque «excelente presencia». Es el yerno que todo suegro quiere tener. Damián es el encargado del salón. Es el nexo entre la patronal y nosotros, la clase obrera, proletarios de bandeja en mano. Gracias a Damián, ni Fabiana, ni Enrique, socio y marido, tienen que estar en el salón de fiestas más que para abrir y cerrar el lugar. La función principal de Damián es que todo se cumpla en tiempo y forma. El tiempo es muy importante acá, eso lo sabré después. Damián cobra $360 (unos $2500 de hoy) por noche. Nosotros $180, algo que ahora parece poco, y en su momento… era poco.

De acuerdo con el Ministerio de Trabajo de la República Argentina, del aglomerado de trabajadores jóvenes analizados en el primer trimestre del año 2017, un 25 % pertenece a la rama gastronómica. De ese porcentaje, la edad promedio es la más baja del mercado respecto a otros sectores. En criollo: uno de cada cuatro jóvenes argentinos tiene como su primer, o uno de sus primeros empleos, ser mozo o afín. Además pasaremos a ser parte de la estadística de jóvenes con empleo informal, o sea actividades laborales cuyos ingresos están al margen del control tributario del Estado y de las disposiciones legales en materia laboral, o sea, precarizados, negreados. La única factura que veremos son unas de crema pastelera que sirven al final de las fiestas.

Las jornadas aquí serán de doce horas porque los dueños no creen en los mártires de Chicago. Entramos a las cinco de la tarde y nos vamos a las cinco de la mañana y más te vale que hayas traído zapatillas cómodas.

Esta noche tenemos casamiento. Que emoción, hace mucho no voy a un casamiento. Tenemos un cronograma a rajatabla. De cinco a seis hay que acomodar el salón, o sea, que mesas y sillas estén de acuerdo a algún manual de protocolo: las chicas allá al fondo, la de niños más acá donde se los pueda vigilar, éstas más acá para dejar espacio para la mesa dulce.

A las seis de la tarde empieza lo más tedioso de la jornada, la peor de las pesadillas, el momento en el que te replanteas en serio qué estás haciendo de tu vida y cómo fue que caíste tan bajo: fajinar. Dice la Real Academia: sacar brillo a la vajilla usando un trapo o papel y producto a base de alcohol etílico. Saquemos cuentas: si hay doscientos invitados, hay doscientos platos, multiplicado por dos, porque son diferentes las vajillas del primer plato al del plato principal, multipicado por tres por el plato del postre, multiplicado por cuatro por el plato que va abajo del plato, multipicado por cuchara, tenedor y cuchillo per cápita, multiplicado por los vasos, copa de vino, copa de agua, copa de champagne… necesito el número de Paenza. Para ponerle onda, algunos compañeros inventaron el «Fajinando por un sueño», pero no hay forma, terminas siempre derrotado por el taylorismo de vajilla.

Tenemos dos horas de reloj para que todo quede de punta en blanco. Hasta que empezás a hacer todo de forma mecánica, mirando a la nada y ahí sí, es el momento de socializar. Qué bueno conocer gente en el laburo, dijo nadie nunca.

Fernando es de Santiago del Estero y acá conoció a Yanina, pegaron onda y ahora están noviando. Fernando me dice que el trabajo le viene bárbaro porque labura viernes y sábados, y en la semana se dedica estar con Yani y a cumplir su sueño: estudiar medicina. Todos tenemos acá veintipocos y estamos estudiando. Muchos compañeros están en carreras prometedoras con futuros brillantes como odontología o bioquímica, otros en cambio le tomamos el gustito a esto de la precarización permanente y estudiamos periodismo.

Luego de fajinar, todo vuelve a tener sentido al menos por un rato. Se materializa ante nosotros el triunfo obrero sobre la patronal, un derecho adquirido que es un dedo en el culo de empresarios: la hora de descanso. La friolera cantidad de sesenta minutos cronometrados, todo para nosotros, donde podemos hacer lo que queremos, fumarnos un pucho, hablar, tirarnos a dormir por ahí, recorrer el barrio o lo que elegimos todos: comer. A esa hora, mozos y mozas degustaremos el menú de la fiesta que la mayoría de las veces es ese pollo relleno anodino, con una crema recalentada. Los novios que elijen eso se ganan el mote de «ratas» en la cofradía bandejera por elegir el menú barato. Sin embargo hay otras veces donde la vida te sonríe y el menú es costillar a la estaca, hecho por hombres de campo que la tienen clara y ahí si te dan ganas de escuchar Larralde y tirarte vino en el torso desnudo.

¿Cuánto dura una hora? ¿Es lo mismo una hora de fajinar que una hora de descanso? ¿Cuántas unas horas me quedan para irme de acá? ¿Ocho? A las 21 empiezan a caer los invitados. Es momento de vestirme. Lo mejor está por venir.

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El casamiento es un rito que formaliza la unión (civil o religiosa) entre dos personas ante una autoridad externa y que trae consigo obligaciones y compromisos contractuales. Hasta la edad media, el matrimonio era un hecho que se daba por intereses económicos: se suponía que al crear una familia, se mejoraban las condiciones de vida ya que había un grupo de gente que se ayudaba mutuamente, creando así relaciones de cooperación entre familias y comunidades. Según la historiadora Stephanie Coontz, autora del libro «La historia del matrimonio», a partir del Siglo XVIII el enamoramiento fue la principal razón para casarse, lo que constituyó una novedad radical, debido a que les daba a los jóvenes una libertad de elección antes inimaginada. Esto, sumado a la importancia que se le dio a los sentimientos en el Siglo XIX y a la sexualización de los cuerpos del Siglo XX, constituyó un camino sin vuelta atrás, que nos deja directamente acá, en éste salón de fiesta genérico, donde muchos varones a los que les dicen Tincho se están casando con muchas mujeres que tienen grupos de Whatsapp llamados «Guapas» y en el medio yo, estoico, turgente, sirviendo un café, esquivando el trencito y la espuma del carnaval carioca. Pe-pe-pe-pe-pe-pe.

«Los casamientos son un bajón pero son preferibles a los quinces», me dice Juani, 26 años, mozo compañero y pichón de ingeniero. Al parecer, los adolescentes son imposibles de dominar. Si te ven bandejeando te ponen el pie para que te tropieces, te tiran con de todo, y son unos pelotudazos bárbaros, proyectos de pelotudos que en el futuro serán nosotros, pelotudos adultos. Así que a agradecer de buena manera esta bendición que nos tocó.

En mi primera noche de trabajo fui furor. Hay dos cosas que nunca nadie había logrado en los eventos:

1- Hacer propina: estamos hablando de algo así como $50 (casi un tercio de mi jornal) gracias a, por un lado, mi buena atención en una mesa, y por otro, por pasarle a un hombre mayor el minuto a minuto del partido que estaba jugando Central y que yo iba siguiendo por Twitter.

2- Escabiar: no hace falta aclarar que beber alcohol está terminantemente prohibido, pero aun así diseñé un plan estratégico digno del mejor Mario Santos: mientras la fiesta se desarrollaba, conseguí cerveza para una mesa, robé una frapera con hielo, le dije a Damián, nuestro encargado, que los buscaban desde afuera para resolver algo, y aprovechamos esos minutos de vigilancia nula para beber la Quilmes Cristal más rica de nuestras vidas. Porque la cerveza es rica, pero la que no podes tomar porque estás trabajando, la cerveza de la trasgresión, es la más bella de todas. Salud.

Los primeros días de trabajo todo es novedoso, todo es excitante, ves el video que le hacen a los novios y re empatizás, sentís que los conocés hace un montón y si te agarra flojo, medio que te agarran ganas de casarte algún día. Hasta que te enterás lo que sale la jodita, que en general son unas setenta veces el salario mínimo vital y móvil. Una bicoca. Con el correr de las semanas en cambio, todo se vuelve predecible, rutinario y tan cliché que duele: el tío borracho, el abuelo que más para el casorio está para La Piedad, el ramo, el vals, las amigas de la novia, los amigos del novio, Somos los piratas, la corbata en la cabeza y las ganas cada vez mayores que un rottwailer llamado Indio te arranque las gónadas de un mordiscón.

Foto: Jeffrey Hamilton

La parte de la fiesta es la calma que precede al huracán. Si no te tocó hacer barra, no hay mucho que hacer, sólo observar que el alcohol haga las suyas: ver rostros desfigurándose, todos sudando mucho, y claro, por supuesto, tratando mal a los mozos, porque si trabajás en comercio o gastronomía y no te maltrataron, ¿realmente trabajaste en comercio y gastronomía?

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Décima hora de trabajo: los pies duelen muchísimo. La última vez que me pude sentar fue para cenar, hace ya seis horas. La gente habla en los dialectos que hablaba mi tío Ricardo cuando se tomaba unos whiskys después de cenar, jugando al póker.

Nada puede ser peor. Y como cada vez que esa frase es pronunciada, todo puede ser peor. La vuelta a una agonía eterna. Cuando por fin terminaste la tortura, cuando los invitados se van y juntaste todas las mesas, tenes que pasar a cobrar a eso de las cinco menos cinco de la mañana. En fila india y rápido, porque cinco y cinco pasa el Monticas de vuelta y si lo perdés, hay que esperar al de las seis menos cuarto. En verano no pasa nada, llegás a Rosario y hasta te podes tomar un porrón con algún amigo gede. Pero esperar el bondi en junio, con temperaturas bajo cero, es que tu equipo se vaya a la B: no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Porque encima una vez que bajás en Plaza Sarmiento, si vivís en zona norte o sur, tenes que esperar otro bondi y terminás llegando cerca de las siete y media de la mañana, o te tenés que tomar un taxi y gastar gran parte de lo que ganaste. No cierra por ningún lado.

En el mundo del catering, o al menos en esta empresa, también está el famoso derecho de piso, la excusa que les lava la culpa a compañeros desclasados para cagarte de alguna forma. Si sos nuevo, vas a estar último en la fila para cobrar, con el consiguiente riesgo de perder el colectivo, te asignan la mesa de la gente más demandante y sobretodo, no te dan a elegir cuándo trabajar: los más antiguos van los viernes, cosa de tener el sábado libre para salir. Tienen esa cintura, ese margen de maniobra. Nosotros, los nuevos siempre los sábados a la noche. A excepción de ese casamiento de día.

Todo empezó a las siete de la mañana. Nos despertamos cinco y media para ir a tomar el bondi y llegar a horario, pues todo tenía que estar listo a las doce del mediodía. Lo curioso fue que la lógica era la de un casamiento nocturno. Es decir, sonaba La Pachanga de Vilma Palma, la gente estaba totalmente en pedo, adentro era todo oscuro, pero eran las cuatro de la tarde. Rarísimo. Ese día todo se terminaba a las 19 y nos teníamos que ir rápido porque a las 21 había otro casamiento en el salón. Pero para ese evento faltó un mozo a último momento y Fabiana, la dueña, me ofreció reemplazarlo. Me propuso la inigualable y tentadora oferta de trabajar 24 horas de corrido «y si te querés tirar quince minutos , todo bien gordo». Ni Triaca se animó a tanto. Gracias Fabi, si fuese totalmente sincero te diría que sos una negrera, que cómo se te ocurre que alguien pueda trabajar semejante cantidad de horas sin descanso, pero como tengo sueño porque me levanté hace catorce horas, simplemente te voy a decir que tengo un cumpleaños esta noche y no puedo faltar.

Un poco lo entiendo a Damián. Radio Pasillo viene diciendo que Damián cometió el peor de los pecados. Osó reclamar algo completamente absurdo y descabellado: después de siete años, pidió estar en blanco. Damián será un superior, pero se nota que es de nosotros, que tiene pueblo, porque mirá que acá nadie le pone un poquito de onda para aprender nada, pero él te explica la cantidad de veces necesarias las cosas, con el tono maternal de Reina Reech en Reina en colores. Y un dato no menor: trabajó siempre a la par nuestra. Desde que entrábamos hasta que salíamos estaba sirviendo cosas, facilitando todo, atendiendo gente y cubriéndote si te querías fumar un pucho en el medio de la joda. Lo que se dice un líder positivo.

***

La noche definitiva el aire estaba raro. Ya en el bondi yendo al salón había escuchado que «estaba todo mal». Entre Damián y Fabiana no parecía estar todo mal o al menos lo disimulaban muy bien. La noche era una noche exactamente igual a todas, hasta que vimos unas luces azules que llegaban desde afuera. Seguimos trabajando normalmente. La presencia de la policía en ese tipo de barrios es común, así como también es común que sus habitantes se alarmen por cualquier «presencia extraña». Pero el patrullero paró en el salón. Había movimiento a lo lejos, pero yo estaba sirviendo, no podía prestar demasiada atención. Hasta que pude. Eran las 2 de la mañana y la cana se estaba llevando preso a Damián. La versión oficial: se robó un vino (!). Insólito. Hasta que la pensás un poco: como Roxana no podía despedir a Damián porque lo tuvo en negro durante siete años, armó ésta movida para despedirlo con causa. «Me dijeron que robó y tuve que llamar a la policía» se excusó ante nosotros Fabiana. O sea, el tipo cobra el doble que todos nosotros pero tenía la necesidad de robarse un vino. Ajá. Nadie lo vio, ni encontró el vino en cuestión entre sus pertenencias. Ajá. Encima un Santa Julia, que en el chino te salé dos mangos. Ajá. La última persona que armó una causa tan ridícula se terminó pegando un corchazo en Le Parc.

La cara de la novia que se estaba casando esa noche al entrar a la cocina no me la olvido nunca más: mezcla de espanto, nerviosismo, y la altanería que porta la gente que tiene más guita que uno. De repente, en su casamiento, en el día más importante de su vida, no había mozos, nadie estaba trabajando.

—Vuelven a trabajar ya mismo.
—No vamos a seguir trabajando en estas condiciones.
—A mí qué carajo me importa lo que les pasa a ustedes.
—A mí qué carajo me importa tu casamiento.

Ese diálogo entre un compañero y la novia que se casaba esa noche debería habérmelo tatuado ahí mismo.

Asamblea. ¿Qué hacemos? El mundo de los grandes no nos preparó para saber cómo resolver este tipo de cuestiones. Algo del llanto desconsolado de la novia nos hizo tener empatía, por lo que decidimos terminar el servicio (faltaban pocos minutos y no había demasiado ánimo en la gente de seguir festejando). Con el diario del lunes, quizá haya sido un error: deberíamos haber puesto en evidencia aún más a los dueños.

Al momento de cobrar, hubo reunión. Fabiana haciendo el papel de víctima, que ella hace todo de buena fe, blah, que no merece esto, blah, blah. Todo, mientras un compañero nuestro seguía en cana.

«Yo renuncio» dijo alguien. «Yo también» siguió otro. En masa, todos fuimos anunciando que no podíamos seguir, bajo ninguna circunstancia trabajando en ese lugar. Nunca renunciar había significado tanto. De repente, no tenía más laburo, no sabía que iba a hacer de mi vida, pero hice lo que sentí que había que hacer. Esa noche sin saberlo, aprendí el significado de conciencia de clase.

***

Es mayo de 2014. Sigo viendo cada tanto a Silvia aunque no mucho tiempo más. La vida nos llevará por diferentes caminos, hasta que nos volveremos a hacer amigos nuevamente en 2018. Pero ahora decimos amigues. Un domingo de ese otoño fui a la farmacia que queda en 27 de Febrero y Oroño a comprar una tableta de Ibuprofeno y lo vi: ahí estaba Damián, detrás del mostrador, explicándole a una señora de qué forma el Nervomax le va a aliviar el dolor que le provoca la hernia de disco.

No me animé a hablarle. No sé, no tuvimos tanta confianza, capaz ni se acuerda de mí. Además, en ese entonces yo usaba pelo largo y no tenía estos lentes de nerd que me hubieran hecho acreedor de buillyng en la secundaria, pero que ahora «tienen onda». Compré el Ibuprofeno y me fui. Pero Damián, si de casualidad leés esto: simplemente gracias.

Ahora es enero de 2019. Me pregunto qué será del lugar, cómo habrá seguido después de eso. Busco el nombre del catering en Google y la primera reseña dice: «La verdad como salón es lindo, pero la calidad humana que lo dirige deja mucho que desear. No tienen respeto por las cosas de los demás y exigen que tengas respeto con las cosas de ellos. Yo alquilé unos juegos de living y los dejaron tirados. Y no digo tirados en forma metafórica. No. Tirados bajo la lluvia con los adornos y al reclamar eso me contestaron en forma muy irónica «los hubieras venido a buscar vos a las 5am». La verdad, muy desprolijo y si tuviera que hacer un evento ahí no lo erigiría para nada» [sic].


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