Cuentos | Perdices cegadas - Por Kevin Cuadrado

La noche anterior, Horacio no consiguió conciliar el sueño, imaginando que su almohadón estaba repleto de plumas, sintiendo una serie de náuseas y dolores de cabeza, y cuando conseguía descansar por breves minutos, tenía un sueño recurrente, se veía a sí mismo huyendo de varios animales salvajes, obligado a subir a una balsa a la mitad del río en Misiones. Sin embargo, se decidió por caminar fuera de casa al día siguiente para calmar su ánimo.

Horacio rodeó algunos árboles, internándose en el bosque; sumergido en la espesura de las ramas y la frondosidad de los arbustos, descansó bajo un árbol, resguardándose del sol que desde que salió de casa, en la mañana, había pegado perpendicularmente, lastimando la parte despoblada de la cabeza, agotándolo al punto de sentirse sediento, con un vacío en el estómago que nacía en la garganta y se extendía a lo largo del pecho.

Quince metros más para llegar a la ladera —pensó—, luego descenderé hasta el río y de vuelta a casa. Apartó una gruesa rama del camino; se irguió y continuó avanzando.

Varios metros adelante, al cruzar un camino fangoso, pisando con sumo cuidado, adelantó el pie derecho hasta apoyarse sobre una roca; una perdiz levantó vuelo en ese momento, izando violentamente las alas, a la altura de su cintura, con los ojos entornados.

El ave sobrevoló aterrorizada por encima de Horacio, quien pensó que la perdiz estaría a punto de empollar y al sorprenderla, le obligó a abandonar el arbusto. Sacó del bolsillo un pañuelo, estirándolo detenidamente, lo amarró a la rama que supuso era del ave, y que imaginaba volvería cuando él se hubiera marchado; estiró el pañuelo sobre sus puntas y lo dobló, dejando una abertura en el centro, lo suficiente para dar cabida al ave y a sus huevos, acomodó el pañuelo con el fin de que los agujeros de los cuatro extremos quedaran abiertos y soportaran los golpes del viento.

«Cuando regrese en la noche —se dijo— habré de encontrarme con varios huevos de la perdiz, una vez en casa haré que una gallina los empolle, así cuando nazcan podré domesticarlas». Subió la ladera y el río centelleaba debido a los rayos de sol que calaban profundamente.

Bebió de él y mojó la cabeza repetidas veces mientras permanecía sentado a la orilla. «¿Y si escapan? —continuó diciéndose—, es posible que escapen. No podría tenerlas amarradas a la pata de un madero. Tendré que cegarlas». La idea de cegar a las perdices rondó por su cabeza mientras regresaba ladera abajo.

Cómo cegar algo que ha crecido junto a ti —pensó—, más si lo has domesticado. «Hay que cegarlas —se dijo—, no puede ser de otra manera». Llegó al último tramo para salir del bosque, pasó cerca del lugar donde colgó el pañuelo y reconoció a la perdiz dentro, justamente como Horacio se había dicho, el ave empollaba y el pañuelo no paraba de moverse de un lado para otro.

Alumbrado por una linterna, regresó en la noche. Sujetó el pañuelo por los extremos y apoyando la base de este al cuenco de la mano libre, anudó la tela y apuró el paso. No quería encontrarse con la perdiz en el camino, que de seguro había salido en busca de alimento.

Abrió la puerta del corral, levantó una gallina que despertó sobrecogida y cuidadosamente acomodó cinco huevos de manera que cuando volvió a sentarla, esta los calentaba, abrigándolos del paso del viento. Cuando notó que la gallina volvió a dormir, intuyendo que no rechazaría a los huevos, entró a la casa.

Tres semanas más tarde los perdigones caminaban aleteando torpemente por el corral. Horacio sabía que tenía que esperar varios días para cegarlos. Mientras más pronto
—pensó— será mejor.

Arrojaba el mismo alimento destinado a las gallinas para los perdigones que de cuando en cuando tropezaban y corrían sin dirección. «Debo cegarlos ahora —se dijo—, falta poco para que vuelen y se marchen». Arrojó algo más de alimento, inclinándose delicadamente, sujetándose la parte baja de la espalda; sabía que no podía forzarse demasiado, además desde aquella travesía en el bosque hace tiempo, cuando capturara los huevos de la perdiz, había empeorado su malestar. No había acudido a ningún médico, pues el más cercano se encontraba al otro extremo de Misiones, aunque imaginaba la gravedad de su condición; la última vez que cedió al dolor había quedado paralizado cerca de una semana. Lanzó un último manojo de alimento al centro del corral, esta vez dirigido especialmente a las perdices, cuya infancia de perdigones había quedado atrás; sintió un apretón cerca del coxis que se extendía por la espina dorsal hasta la altura del pecho.

Entró a la casa, aún con el sol sobre sí, para recostarse. «En unos minutos preparo lo necesario —se dijo—, todo debe estar en su lugar; limpiaré la mesa para cegarlas ahí, no quiero que mueran infectadas, no, eso es lo último que querría; debo cegarlas hoy, al anochecer, porque seguro escaparían si no lo hago, no puede ser de otra manera…». Quedó dormido, reclinado en la silla, apoyando la espalda a un almohadón hecho especialmente para la dolencia.

Horacio acercó la lamparilla y la sostuvo contra la mesa, ajustándola de tal manera que alumbrara lo suficiente mientras sujetaba una a una a las perdices, después de amordazar sus alas y amarrar los picos con una diminuta piola.

—No llores, pequeña —dijo, a la perdiz que miraba hacia todas direcciones, sostenida con una mano mientras incrustaba una cuchara diminuta, que antes había calentado, en el ojo del ave, rodeando el cuenco como si hendiera un cuchillo en mantequilla—. Es por tu bien —continuó, arrullándola; cauterizando la herida con licor, prosiguiendo con el otro ojo, cegándola por completo—; ya pronto pasará el dolor, pequeña —dijo, enjugándose la nariz.

Una vez que cegó a todas las perdices, las regresó al corral, juntándolas entre sí, para esto debió inclinarse, provocando un dolor más intenso en la espina. Las arrulló una última vez y cayó. Se desplomó de bruces soportando su propio peso. De cara contra la tierra, sintió acalambrarse lentamente cada parte del cuerpo hasta que no sintió más. Únicamente podía gritar, aunque de nada le servía, el vecino más próximo vivía a varios kilómetros arriba, al otro extremo de Misiones, cruzando el río. A pesar de ello, Horacio gritó hasta quedarse dormido; no sentía frío, solo el viento que le rozaba la mitad del rostro.

Al despertar, con el sol despuntando sobre él, aún sin conseguir mover un solo músculo, notó que las perdices y las gallinas ya se habían levantado y caminaban por el corral, tanteando la tierra con los picos en busca de alimento. Alcanzó a ver a las perdices todavía torpes, acostumbrándose a la ceguera, desorientadas sin conseguir nada.

Perdices cegadas | Por Kevin Cuadrado

Las perdices avanzaban hacia Horacio, guiándose por el sonido que este hacía con los labios, moviendo los pescuezos, intentando coincidir los cuencos donde antes hubo ojos con la dirección del sonido. A paso lento, aunque firme, llegaron hasta las manos, sin embargo, no pudo sentirlas. Cuatro de las cinco aves se mantuvieron sobre las manos y los brazos. La última perdiz avanzó, guiada por el sonido, hasta el rostro. Horacio sonrió al ver al ave acercarse, una vez a su lado, sabía que se convertiría en una extraordinaria perdiz, más si la alimentaba abundantemente. La pequeña ave continuaba moviendo el pescuezo, de pronto clavó el pico en la oreja de Horacio, un diminuto piquete que le hizo gruñir de dolor. El ave continuó picoteando, separándose por momentos para mover el pescuezo, como si interrogara a los gemidos que Horacio producía, hasta avanzar a los ojos, atravesando los parpados que se cerraban con fuerza.

El sol aún sobre Horacio, quemando perpendicularmente, le obligó a pensar en una noche calurosa, aunque no había humedad y el constante picoteo y jalones de carne que el ave le causaba no le permitían sumirse en la ensoñación.

—¡Detente! —gritó—, lo hice por tu bien.

Horacio imaginaba que viajaba en una noche plena, sintiendo el viento y las salpicaduras de agua en el rostro; cerró la boca por temor a que las perdices le arrancaran la lengua. «Malditas aves —se dijo—, si consiguieran entender». Apretó los dientes. «Si entendieran que lo hice únicamente por ellas —continuó diciéndose». Fue entonces que pensó, cuando las demás perdices avanzaron hasta su rostro, que ellas estarían diciendo, mientras picaban su carne detenidamente: «no llores, pequeño, es por tu bien».


* Texto perteneciente al libro Historia de las ideas, V&V Editores, 2019.


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