Ojalá hubiese música y luces de colores y gente en la calle en las noches que nos volvemos a La Sexta. Ojalá hubiese gente riéndose en la vereda, y barullo de fiesta y olor a comida en las noches que nos volvemos a Tablada. Ojalá hubiese taxis y colectivos y aunque sea un «alguien» en la oscuridad de los barrios. Pero no, en la ciudad de Rosario la nocturnidad se cercena y enclaustra en Pichincha. La familiaridad de las conversaciones en las veredas de los bares, el sonido de la música en los locales, el olor a pizza y el aire a gentío que inunda el ocio de fin de semana le toca a un nicho cada vez más pequeño: nuestra propia imitación de Palermo Hollywood Santafesino. Nuestro recorte de aspiraciones tercermundistas que revisten la penosa impostura de lxs gobernantes que nos apodaron «La Barcelona Argentina».
Pesa sobre unx, una especie de sorna en semejante calificación al pasear por entre las rajas del cemento. Se siente más frío por comparación, el frío de nuestra ciudad equiparada con alguna postal de Europa. Se siente unx, más aisladx en aquella otredad que no existe en una fantasía que no prevé pobres en sus paisajes. Así de indetectadxs, es como si aquellxs que no forman parte de la escenografía dispuesta para el turismo existieran como parásitos que surgen de las bocas de tormenta, o aparecen espontáneamente en el barro, minúsculxs como perdidxs entre la basura que juntan las suelas de los zapatos.
Pesa sobre unx, la ironía de vivir en esta «Barcelona Argentina». Es difícil, incluso, protestar a dicha descripción – y al destino que ésta tiene aparejada – cuando lo más cerca que hemos estado de Barcelona ha sido la Rambla Cataluña.
Lejos del glamour de la noche de Amsterdam, lejos, incluso, de su emulación transida a picado fino en la otra punta de Rosario, a los Barrios les toca el claustro de una noche lejos de todo. Les toca la tranquilidad inquietante que no quiebra su silencio si no es en balaceras o en gritos que se rompen en cilindradas secas y calientes. La violencia noctámbula y silenciosa de los distritos más despojados de la ciudad, amputa la vida cultural de cuajo, como disponiéndola a martilleros que la rematan para el mejor postor. Desde el centro parece difícil concebir una cultura sin palcos ni bambalinas ni candilejas.
La cultura con la que soñamos: un motor irrefrenable de la historia, puede nacer – y nace – en las baldosas vetustas de una plaza, en las mesas de jardín de un club de vecinal. La hegemonía se esfuerza en ignorar las expresiones de la calle si no es para romantizar su despojo y alienarlas de su carácter necesariamente subversivo. Es por este motivo que la violencia estatal y paraestatal que restringe el acceso a estos espacios públicos, restringe también el derecho al acceso a la cultura, al arte y a la vida social en general.
Se siente unx menos que un descarte, viviendo en esta sociedad del espectáculo, preguntándose, cada vez más, quién atiende su boletería.
La vida se apaga de noche en el sur y en el oeste como también sucede en el centro que agarra un aire de invierno nuclear cuando ya empieza a escurecer. La calle que hace unos minutos vio pasar a la señora coqueta por la perfumería, baja junto con ella las persianas. El núcleo de la urbanidad se va apocando cada vez más mientras que los bares culturales de Rosario se van exiliando de a poquito. A algunos los corrieron a punta de patrulleros, a otros a botellazos. A otros los perdieron en una virulenta burocracia, escueta pero verborrágica, enrevesada, descuajeringada, contradictoria y, sobre todo, hostil.
Rosario es una ciudad hostil para con sus gestores culturales. Rosario es una ciudad hostil para con sus sectores marginales. Rosario es una ciudad hostil, de una cultura tan combatida, excluida e invisibilizada que, a esta altura, es imposible «gestionarla». Hoy en nuestra ciudad lo único que se puede hacer es militar La Cultura: enarbolarla, reivindicarla, moverla a donde se la necesite, esconderla cuando haga falta e intentar que se chorree para afuera de los márgenes hasta que todxs tengamos un acceso cada vez más libre a la misma.
En semejante contexto, hace unas semanas pasó lo impensado. Pichincha se salpicó de la violencia que signa el día a día de los márgenes de la ciudad. Fue como si nos chisporroteara un caos en plena ebullición que el gobierno local intenta (y no logra) hacinar lejos de la clase media que compone su electorado.
En la madrugada del día 21 de abril balearon la fachada de un local temporalmente cerrado. Catorce tiros sin nombre, ni rostro, ni remitente estremecieron la noche de lxs vecinxs. La policía llegó justo a tiempo para posar al lado de los casquillos en el pavimento, iluminar la cuadra de azul por unas horas y poco más. Evidentemente se concluyó que la zona estaba fuera de peligro. No se adoptó custodia alguna, ni patrullajes más rigurosos, ni mayor presencia de efectivos en la zona.
La noche posterior nos enteramos de primera mano. Desde nuestra vereda se escucharon los cuatro tiros que sacudieron la noche de un buen número de comensales. Las ambulancias no tardaron en responder, sobre todo porque no hubo heridos y no se lxs llamó en ningún momento. La policía, sin embargo, acudió a la escena del crimen para garantizar la seguridad de la gente a la que ya se le había disparado: un operativo que se podría definir como post-preventivo. Muchxs vecinxs, mientras tanto, permanecieron en sus hogares. A lo mejor paralizadxs por el miedo, a lo mejor – ya acostumbradxs a los ruidos molestos – decidieron no darle al hecho mayor importancia.
Maximiliano Pullaro atribuye el hecho a una banda que intentaba «tirarle un muerto» al gobierno local. Estos hechos de violencia parecieran ser casi un acto de inauguración extraoficial de un año electoral. A fin de cuentas, es más fácil «tirar muertos nuevos» frente a la ciudadanía, que recordar la marejada de nombres que leemos al pasar en los obituarios de La Capital u oímos en la solemne voz de Ciro Seisas.
Esa noche, los locales de alrededor bajaron las persianas y Barbarie no fue la excepción. Se discutió como a los tumbos sobre la situación a la que parecemos acostumbrarnos cada vez más. Se habló de «bandas» y de «ajustes de cuentas» como haciéndonos a la idea de que es cotidiano «ajustar» lo que sea a los tiros. Nos acompañamos hasta nuestras paradas de colectivos y nos fuimos a dormir, como resignados a vivir en una ciudad que va acabar por acribillar a sus pequeños emprendimientos. Una ciudad que arremete con denuncias, botellazos y disparos a su actividad económica y cultural sin que haya nadie que la llore a la mañana siguiente.