María jamás había estado, de ese modo, con una mujer. En la vida lo hubiera imaginado y nunca se había figurado que una mina, más precisamente Vanesa, la llevaría a tales intensidades en la celda 16 (pabellón 28, sector 7) de la Cárcel de Villa Sañamás. Allí, sus sensualidades se amarraban sin necesidad de acariciarse o siquiera cambiar miradas. Bastaba presentirse. Y luego, a espaldas de los cobanis y las bichas, ellas mezclaban aromas, talentos y rocíos de hembra en las sombras sinuosas de la prisión. Esta Noche Buena y la Navidad estarían solas en la celda, aunque bien pertrechadas de pajarito, ese alcohol tumbero que habían elaborado juntas, un poco de marihuana y una piedra de merca. Porque María lo había dicho: no iría al festejo colectivo en el espacio común que da a la cocina. Ella iba a recurrir a cualquier medio para atravesar el tormento de no estar en Navidad con su pequeño hijo, el Nazareno, a quien no le dejaban ver y por cuya defensa los jueces la habían condenado a cadena perpetua.
–Si no vas al festejo, me quedo con vos: sola no te dejo – le dijo Vanesa.
En los últimos meses tres chicas se habían matado y aunque María no tenía esas ideas, Vanesa –presa con experiencia, si las había– repetía filosa: «en la Argentina, el Servicio Penitenciario es la gran entidad de ayuda al suicida».
La Navidad, su inminencia y su paso, reúnen los momentos más fuertes en cualquier cárcel de América Latina. Es entonces cuando se fantasean, febrilmente, libertades que abrigan reencuentros en las calles, los bares y las camas, estrujones de los que no se empardan y ternuras que el mal tiempo rezagó. Sucede también que quienes habitan esos grises mugrientos sienten su alma abatida por los lazos rotos, abandonos imposibles y sueños desbaratados a garroterapia y humillación. Pero la Navidad, en Villa Sañamás, puede ser también escenario de descontroles coloridos, comida rica compartida por todo el rancho; coquetos manteles de ocasión, bailes cada vez más lascivos según avanzan las horas y alegrías que dan las sustancias y los vegetales virtuosos, agitando el alma y la intención.
María recordaba las manos de Vanesa, las de aquel primer día. Cómo se aferró a ellas al llegar a Villa Sañamás. Vane era la capa o poronga del pabellón y, ante los vistazos lujuriosos, ladró:
–Si alguna se le acerca, la mato–. La faca le asomaba por la cintura, aunque no hizo ostentación. María temblaba, le castañeaban los dientes y sintió el abrazo como si su propia madre la estrechara.
–Tranquila, mientras esté yo, nada te va a pasar – le dijo Vane.
Y ella sólo le soltaba una de las manos para tomar mate tras mate. Las chicas, que respetaban y temían a la capa, fueron a saludar y ofrecieron jabón, rimel, algodón y bizcochos de grasa. Porque cuando la policía te tira a un pabellón no te da «na’ de na’», le dijo una vieja andaluza.
–Vas a dormir acá–ordenó Vane y señaló la celda contigua –, hoy me quedo con vos.
Y así fue. Vanesa la abrazó hasta que se quedaron dormidas. Ese afecto y ese amparo marcarían su relación en los días por venir, en los que no faltaron un taller de cómo caminar la cárcel –in situ– ni las lecturas conjuntas del escritor brasileño Jorge Amado, a quien la Vane amaba con fanatismo. Aunque, claro, también desarrollaron otro tipo de lazos. Nada pasó en tal sentido esa noche, pero en sueños María clamó por el Nazareno hasta el amanecer.
El padre del Nazareno había muerto tiroteándose con los ratis. Unos años después María se juntó con el Alberto, quien quería «más a la frula que a mi viejita», según él mismo narraba. Era ebrio perseverante, de alcohol pendenciero y sabía fajarla duro. Después, la obligaba a curtir, y a María le fue creciendo el asco un tanto más que el rencor.
En ocasiones, el efecto de la merca dejaba el miembro del Alberto «como frenada e’ gusano», así lo refería él mismo cagándose de risa, y entonces la obligaba a hacerlo con la boca. Le gustaba aspirar mientras María, trabajosamente, despertaba al gusano que se debatía entre la expansión y el ocultamiento. Ella cada vez lo hacía más rápido y eficaz, para que el Alberto se durmiera de una vez y se dejara de joder. El peligro venía cuando ella decía que no.
–No te pongas así, dale, che– dijo Vanesa–. Si seguís llorando, cuando salgas no vas a existir. El Nazareno te necesita entera. Prometeme que hoy te la vas a bancar, tomá un poco más.
–Está bien, pero no te prometo nada, ¿no ves que no puedo?– contestó María.
–Te estoy pidiendo un esfuerzo, dejá de masoquearte. Tomá que está rebueno el pajarito, dale che, vamos a ponernos bien en pedo.–, insistió Vanesa.
–Dame más, haceme una línea, dame una seca.–, rogó María.
La cárcel de Villa Sañamás está ubicada en una zona semi rural rodeada de soledad y descampado. Afuera de ella, en la ciudad, ya tronaban los cohetes y cada quien sabía que a las doce en punto tendría un regalo para abrir, con la sola excepción de los que habían quedado fuera de toda repartija, y esos sí que no recibían na’ de na’. Pero algunos, luego de las campanadas, salían a buscar lo suyo; porque no era justo que cuando el Hijo de Dios naciera, los panes y los peces, el tinto y la birra, los soslayasen con la misma insolencia con que el viento burla las alambradas que cercan los campos.
Tras la alambrada perimetral sólo la celda 16 permanecía ocupada, las otras compañeras ya festejaban en el espacio común.
–Sacate la remera, pidió Vanesa.
El faso ya había zarandeado los sentidos y las pieles se inquietaban al solo roce. Porque a tocar, lo que se dice a tocar, la Vane todavía no había empezado. Su modo era todo sutileza y principiaba, quizá, con una respiración cercana. Le insinuó un beso, pero cuando María ya lo sintió en los labios, corrió los suyos al instante. Y otra vez. Y otra. Ese juego le preanunciaba a María que dentro suyo crecería lo que, en buen romance, se llama una flor de calentura. Porque hay que decirlo, ninguno, ni uno solo de los hombres con que los que había estado la habían llevado tan alto, ni fueron capaces de una previa tan prodigiosa y ni qué hablar a la hora de abocarse a la «chucha de rechupete» (así se lo susurraba Vane). Porque a tantos años vista resultaron todos unos torpes aprendices de la maestra. Y ahora sí, Vane juntó con suavidad los cuatro pezones y María sintió que una descarga galopaba en su sangre. Aunque tuvo un arrebato de arrancarse la tanga, sabía que debía esperar, que de eso se encargaría Vanesa después de largos minutos, luego de andarla con su aliento conquistador de inesperados puntos G, por caso, detrás de las rodillas o debajo de la nuca o en tantos otros sitios donde los machos cabríos no exploran por urgencia, impericia o desinterés alevoso.
«Alevosía», «agravado por el vínculo», «perpetua». Ese tipo de palabras leyó el secretario del juzgado ante los jueces impávidos. Pero ella sólo recordaba el momento en que después de recibir tremenda paliza, agarró el cuchillo de cocina y le gritó al Alberto que « ¡no!». Luego se tiró un colchón en el piso, dejándole la cama él, quien a milonga y vino avivaba su malogrado ritmo.
Vanesa ya estaba en ritmo. Ya había empapado los muslos de María y, sin quitarle la tanga, le humedeció el arbusto y le imprimió figuras irrepetibles enlazadas con su pincel hacia el oeste. María se retorció y la acercó.
Ella se acercó a la piecita luego de brincar del colchón del piso, con el cuchillo en la diestra, porque el llanto de Nazareno la despertó. Cuando vio que el Alberto lo golpeaba y lo mantenía desnudo debajo de él, gritó: « ¡Hijo de mil puta!», y el metal rompió sin esfuerzos la piel, bajó entre los pulmones y penetró el corazón, de un impulso. El Alberto quedó seco al instante. Ella se llevó al Nazareno al baño, lo revisó, lo duchó y se fueron a la casilla de la madre, donde lloraron juntos y se quedaron dormidos, abrazados.
Abrazadas, algunas chicas bailaban cumbia en el pabellón y se inventaban un jolgorio de libertad tras las rejas. Faltaba menos de una hora para las doce y estaban entonadas. Y aunque sabían que la tristeza sería inevitable después del brindis, por ahora resistían a cualquier referencia bajoneante. La andaluza servía pajarito y comida todo el tiempo porque los vasos no debían quedar vacíos ni los platos desnudos.
María y la Vane ya estaban desnudas y la energía ardiendo desmentía la física, porque en esa celda no había dos, sino un solo cuerpo envuelto en sudor, humo y fragancias de claro origen. Las tangas, vaya a saber Dios adónde habían ido a parar cuando las dos se refregaban como lo hacen –incansables– las arenas de apariencia recatada con las busconas aguas del mar. Vanesa ya le bajaba y no le bajaba. Amagó que sí y jugó a que no, varias veces, hasta que María la tomó de los pelos y le suplicó a los ojos, con esa mirada de María que desarmaba a la Vane. Después de un sobrevuelo rasante y limítrofe, Vane arribó en descenso completo. Allí dibujó, embebió, estremeció, serpenteó y hurgó aquí y también mucho, mucho más allá. Sólo paró un toque para tomar pajarito, convidó a María y ambas pitaron del porro antes de devorarse en ese calabozo de Villa Sañamás.
En Villa Sañamás, pero en la ciudad, los perros se escondían por los estruendos de los cohetes y los balazos que los penitenciarios, en día de franco, lanzaban hacía un universo de colores de artificio y cañas voladoras. Los cobanis en servicio competían por una botella de whisky importado, a ver quién mataba más gatos desde las torres de control del penal. Aunque, para alegría felina, la mayoría ya no conservaba ni la puntería ni la vertical.
Ahora sí, la Vane abordó el trazo vertical con un rumbo que se deslizaba de sur a norte y de regreso. Ahora sí el pincel delineó, lentamente, en la dirección exacta. Ahora sí, la respiró justo ahí. Y ahora sí la Vane capturó el capullo erguido de María para dedicarle su arte de succiones sostenidas, humedades a todo vértigo y maravillas de ángulos cambiantes hasta ascender por el sendero hacia la cumbre. Y Vane no sólo hacía, sino que hablaba, jadeante y preciso. «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!», invocó María anegada, al sentir los primeros temblores. Luego, los gemidos, ayes y regocijos sucesivos retumbaron hasta el espacio común.
«¡¡Eeeeeesssaaaaa!!», gritaron algunas chicas, pero la andaluza mandó a callar y subió el volumen del aparato que anunció las doce en punto.
La Vane extenuó su rostro en la entrepierna de María y ambas dormitaron, así, tomándose las manos con tibieza.
De uno y otro lado de las rejas la gente brindó, rió, lloró por las ausencias y hasta se ofreció en abrazos embusteros.
María despertó de su entresueño y escuchó, nítida, la voz del Nazareno: «¡Feliz Navidad, mamá!»
Con un sacudón, le dijo a Vane:
–¡Lo hizo! ¡Lo hizo! ¡Es él! ¡Mi hijo!
–¿Qué decís? –, preguntó Vanesa.
–Vení, vamos a mirar por la ventanita.–, indicó María mientras le explicaba. Cuando tenía cuatro años el Nazareno inventó un juego. Madre o hijo tenían que cerrar los ojos y contar hasta tres sin decirlo: «¡Un, dos, tres!». Luego, mirando al cielo debían expresar lo que quisieran en voz alta. Entonces, estando a cualquier distancia, María o el Nazareno podrían escuchar lo que había dicho el otro. Ésta era la primera vez que lo practicaban.
María, parada en la cama, sostenida por Vanesa, miró al cielo por la ventanuca.
En un barrio de González Catán, el Nazareno, quien hoy cumplía doce años, esperaba respuesta con una botella de sidra en las manos y una gran sonrisa de certeza.
–¿Qué hacés, decime, qué hacés?–, inquirió Vanesa.
–Ahora te digo, esperá.–, respondió María. Cerró los ojos y se dijo ¡Un, dos, tres! Luego, miró ese cacho de cielo que dejaba ver el tragaluz sin vidrio. Y en voz alta y quebrada le habló al Nazareno:
–¡Feliz Navidad, hijito de mi alma, hijo de mi vientre, te amo. Te amo como nunca amé a nadie ni a nada. ¡Te amo!
Entonces sí, el Nazareno rió con un par de lágrimas, asintió y, después de beber un trago, pasó la botella a los compañeros.
María y Vanesa, cubiertas con las sábanas, aparecieron en el espacio común. Las chicas escucharon en ronda estremecida el relato del milagro del Nazareno. Luego se persignaron y, de rodillas, besaron las manos de María mientras ella no cesaba de llorar y reír a un tiempo.
Texto e ilustración publicadas en el primer número de nuestra revista.