«Si alguno de los viejos Cavanagh revive y se entera que le pisotearon las canchas de golf, se vuelve a matar». Las palabras son de otro viejo, que con más de siete décadas en la espalda y un escarbadientes en la boca escucha con cierta sorpresa las noticias de la radio del domingo. El matutino habla de una fiesta multitudinaria, que se convirtió en un clásico de la ciudad en apenas un puñado de meses y que reúne cada vez a más personas. Decenas de miles, dice el periodista. Es una fiesta pagana, que santifica una de las expresiones musicales más genuinas de esta parte del continente: la cumbia. La sagrada musiquera, diría el coronel Hernán.
Ciento treinta y un años antes, en abril de 1888, apenas cuatro años después de que Venado Tuerto sea bautizado como tal, un grupo de deportistas, descendientes de ingleses e irlandeses, decidieron formar un club para sus prácticas de polo. La crónica cuenta que los primeros partidos se jugaron en el centro de la ciudad, donde hoy se encuentra la Plaza San Martín; pero el futuro venía con leyes urbanas, crecimiento poblacional y un ferrocarril: la plaza quedó chica y debieron buscar otro sitio. Apenas dos años más tarde, en 1890, los miembros del selecto club compraron un terreno alejado del centro, en el cual funciona desde entonces el Venado Tuerto Polo & Athletic Club. Las canchas de golf tardaron bastante más en aparecer: fueron inauguradas en 1920.
El ocho de agosto de 1936, en las Olimpíadas de Berlín, Argentina se trajo la medalla de Oro en Polo. La final fue contra Gran Bretaña y a partir de la victoria humillante sufrida por el gran Imperio, el deporte dejó de ser olímpico. Roberto Cavanagh, figura de aquel equipo y emblema del Venado Tuerto Polo & Athletic Club recibió la medalla de la mano de un tal Joseph Goebbels, mientras Adolf Hitler contemplaba la ceremonia. Contó alguna vez que desde el hotel miraba los desfiles militares y hacía el saludo nazi para no despertar suspicacias entre los trabajadores del establecimiento.
Fue también en abril, pero de 2018, cuando la cumbia se vistió de Santa y en el Salón de Usos Múltiples de CANEA, un grupo de amigos parió lo que pasaría a ser la fiesta más grande de Santa Fe. Al igual que a los polistas, el espacio empezó a ser una problemática a resolver. Debieron mudar sus sedes y negociar con la mirada sospechosa que le imprime un sector importante de la sociedad venadense a las movidas populares y juveniles, que buscan remover el polvo acumulado en la quietud de una ciudad que baila poco, o eso dicen. La primera explosión masiva fue en el Club Newbery, cuando más de cinco mil personas coparon el predio, moviendo el cuerpo hasta que el sol los iluminó y dejando en claro que acababa de nacer una marca en la movida tropical del sur santafesino. A la fiesta siguiente fueron diez mil.
Cuando Rafael Sevilla nos contó que para esta ocasión habían arreglado con el Polo, casi escupo el trago de cerveza que acababa de tomar. De verdad boludo, me dijo. Después empezó a explicarnos la idea y todo tenía sentido. Hablaba de una mega carpa, de calidad de sonido y soportes audiovisuales de primer nivel. Es una gran apuesta, nos explicó. Significaba salir de la zona urbana y alejar la joda para poder desplegar toda su magnitud. Hablaba en serio.
Estamos llegando
Hay un embotellamiento en una calle ancha de tierra a más de un kilómetro de la última avenida de la ciudad: acá pasa algo grande. Mientras el auto se acerca, muy despacio, asistimos a un microclima inconfundible. Con el país sangrando una crisis fenomenal, producto del peor gobierno democrático que se recuerde, acá se combate la angustia con la imaginación como materia prima. La fiesta es un pulmotor de consumo interno. Varias cuadras antes empiezan los servicios satélites de la cumbia. Clubes que abren sus puertas y ofician como estacionamiento para los miles de autos que vienen en caravana, puestos – unos al lado de otro – que lentamente acomodan el carbón en la parrilla esperando que ese mar de gente pegue la vuelta con hambre dentro de unas horas. Choripanes, hamburguesas y tortas asadas son el menú que nos espera de regreso. Falta mucho para volvernos a ver, pero no nos olvidamos de ustedes. «Comete un chori de estos y vas a ver cómo se te acercan las minas», grita uno que se recibió de publicista mientras ofrecía algunas delicias que ya tenía preparadas.
Hace frío. Caminamos los trescientos metros que faltan para la entrada con las manos en los bolsillos, celebrando haber traído doble campera. El guadal de la calle es una pista de obstáculos para las pibas que con tacos altos o plataformas van gambeteando pozos. Las luces rebotan en el cielo. La entrada tiene decenas de milicos que sonríen, varios pibes que te revisan los bolsillos — ¿es tabaco eso?, pregunta uno serio y formal, pero con una mueca de indisimulable picardía en los labios — y dos chicas arribas con zancos que bailan en la altura.
Entramos
Dos veces fui a una cancha de golf en mi vida. Era un pibito y me pareció un embole. No se podía correr, no se podía hablar, había que quedarse quieto mirando una pelotita que desaparecía en el aire mientras un montón de señores aplaudían y murmuraban. Jamás imaginé volver a una cancha de golf y mucho menos a bailar cumbia.
El predio está delimitado por un cerco de vallas blancas. La carpa principal se roba el paisaje. Hay otras, pero el frío las despuebla. Mi celular marca siete grados y sin embargo algunos andan en remera como si nada. También hay piernas desnudas. La carne nuestra templada por la vibración de la cumbia, la temperatura de los cuerpos en estado de festival. No hay frío ni neoliberalismo que pueda con eso. La baja sensación térmica no muerde a los cuerpos estimulados.
En la barra sacamos dos fernets. Los precios son populares. La fiesta funciona en esa clave: para todos, todo. No se trata de privatizar la joda con números imposibles, sino de democratizar la alegría. Más de doce mil almas lo confirman, acá pasa algo groso: esto no es coca papi.
Gerardo Felchen camina sin vernos. Le cuelga un cable enrulado desde la oreja. Tiene la camisa desprendida en los primeros botones y cuando nos acercamos se ríe. Saluda con el nerviosismo de quién está a cargo de que todo salga bien. Él es uno de los cráneos de todo esto. Confiesa que la fecha lo tenía preocupado. Estamos a fin de mes y el país es un quilombo, nos dice. Después agrega que la preventa estuvo bien: salieron más de ocho mil anticipadas y todavía falta otra gran cantidad de gente que compra directamente en la puerta. Pero el secreto está en otra parte. Se acerca para contarlo porque quiere que lo escuchemos en detalle: anoche no podía dormir, estaba nervioso y cuando por fin pude pegar un ojo soñé… ¡y soñé con Perón! ¿podés creer? Largó una carcajada y se fue. Creer o reventar.
Bajo el techo de la carpa principal una multitud se amontona al calor de la cumbia. Las pantallas gigantes llevan el título de la fiesta y las barras que circundan el escenario están patentadas con nombres icónicos de la movida tropical. Primer nivel de calidad, como lo exige el énfasis aspiracional de la ciudad donde ganó Macri. Desde donde estamos leo los carteles de Pablo Lescano, Antonio Ríos, Gilda y Los Palmeras.
Una cámara sobrevuela los cuerpos y extiende el paisaje. La mixtura se deja ver y la fiesta se apropia de esa diversidad para hacer de ella un gen identitario. El público es un cóctel donde se mezclan edades, sectores sociales y orígenes: un frente policlasista y bailador. Todo funciona en una sintonía que cambia de forma con cada canción, pero nunca pierde el ritmo. Si la cancha de fútbol es el lugar donde un empleado de cincuenta años puede gritarle fracasado a un millonario de treinta, la Santa Cumbia es un ritual pagano en donde espacios distintos y distantes buscan confundirse mientras la música suena. Hay una complicidad tácita que funciona como lenguaje común.
Fin de fiesta
Las bandas ya son historia y ahora bailamos lo que queda hasta que alguien levante la palanca y volvamos a ser mortales. Todavía no amanece, pero sabemos que dentro de poco esto se termina. Esta vez estuvieron «Claro que sí», «La Pegada», «La Kuppé» y «Amar Azul», pero la Santa Cumbia ya es un nombre propio que excede a los que estén en el escenario. Los pibes apostaron fuerte. No se sumaron al sintagma que repetía «en Venado no pasa nada» y en vez de ir a buscar movimiento a otros lares, se quedaron para remover la ciudad.
La música terminó. El reloj marca las seis menos diez de la mañana. El primer éxodo es hacia los baños, que ya no se limitan solamente a los cubículos químicos, sino que se extienden al territorio vallado en el que los varones hacemos uso del privilegio anatómico de poder mear de pie. Las conversaciones se transforman en apuestas de distancia y más de uno busca dejar su recuerdo en ese territorio aristocrático desconocido para la mayoría de los que están ahí.
Vamos por un chori. Hay que completar el ritual. Rafael nos encuentra sobre una lomada mientras el grueso de la gente empieza a irse. Estamos en el corazón de una cancha de golf. Está contento, junto a su compañera. Más vale que escribas algo bueno, bromea. Le digo que no puedo creer que hayan armado semejante fiesta popular en el Polo. Se ríe mientras dice que el noventa por ciento de los que están en la fiesta jamás habían pisado ese lugar. Un abrazo nos despide.
Empieza el camino de regreso. Los carritos son los dueños de la madrugada. Los olores más ricos del mundo, en un espectáculo de humo y ofertas al grito, comandan la salida. Vamos a pata por la tierra, masticando ese tan denostado y preciado símbolo de la cultura popular. Quién iba a pensar que vendríamos al Polo por el chori y la birra. Quizá, si alguno de los viejos Cavanagh nos viera, envidiarían esa simpleza: la felicidad a veces puede ser una cumbia un sábado por la noche.