Cuentos | Cosquillas - Por Vanesa Gómez | Ilustra: Nacho Marx 

Costaba hacer pasar el coche por las veredas rotas. Embarradas. Ir por la calle tampoco era seguro. Empujaba el coche, con mi gusanito de seda dentro. Las ruedas se doblaban hacia los costados. Odiaba ese coche. No era el que hubiera querido comprar. Pero como decía papá, a caballo regalado, no se le miran los dientes.

En la calle: los borrachos y los peligros. En las veredas: las ruedas que se doblan hacia los costados. El frío. Y mi gusanito de seda dormido, zarandeado por el movimiento de mis brazos.

Me saludan los pibes, encapuchados, tomando cerveza del pico de una botella que da vueltas en círculos, de mano en mano, de boca en boca, de soledad en soledad. ¿Qué haces acá?, preguntan. Me ofrecen un trago. Miro a mi gusanito de seda. No, voy de mi vieja, digo. Ofrecen acompañarme. Dicen que es peligroso. Preguntan por él.

No, gracias, digo y avanzo impulsando el coche. Siento que yo misma camino sobre ruedas, que yo misma continúo siendo, quizás, un gusanito de seda. Respiro el aire frío. Ese gesto me ayuda a no llorar. Me ayuda a sentir que soy yo misma, es decir, verdaderamente yo. El frío… vuelvo a aspirarlo. Evita que piense recuerde odie.

Llego hasta la puerta de la casa de mi vieja. Golpeo. Él no va a venir. Él está demasiado borracho, demasiado drogado, con la música volándole la cabeza, aplastándole el cuerpo, anulándole los sentidos. El amor.

Siento que me duele algo, dentro. Adentro. Aunque no sé bien qué. Sacudo la cabeza, para quitarme el peso de esa idea.

Mamá abre la puerta. No dice ninguna palabra. No emite ningún sonido. Deja espacio para que podamos pasar. Veo la puerta blanca, inmensa. Me parece todavía más grande de como la recordaba. Empujo el coche, que entra con dificultad. Entro. Mamá cierra con llave. Acomoda unos sillones contra la puerta. Lo hace desde siempre. Dejo el coche a un costado y la ayudo.

Siento, nuevamente, que me duele algo, dentro del cuerpo. Me esfuerzo. Quiero llorar, pero no puedo. Aún no puedo. Ni siquiera la curiosidad de saber si llegamos bien, si estamos vivos.

Mamá está despeinada. Los rulos, las canas, ondulan en su cabeza. La miro. Tiene grabado un gesto, como de cansancio, desde hace unos años ya. Cada vez se acentúa más. El camisón blanco hace que la vea (que la sienta), casi irreal.

¿Otra vez?, pregunta como si fuese ella la ofendida.

Me ayuda con el coche. Andá al baño si querés, yo lo acuesto.

No, digo. Que duerma en el coche. Va a estar más cómodo.

Ella va hasta el baño. La oigo toser unas cuantas veces. El ruido del papel, la cadena. Dejo el coche junto a la cama de dos plazas, procurando no despertarlo. Me tiro sobre la cama.

Mamá apaga la luz. Continúa haciendo ruidos extraños, quejándose. Se acuesta. Me tapa los pies. Los envuelve una y otra vez. Los acaricia. La dejo hacer, como cuando era chica. Tengo calor, digo. No importa, dice, te van a dar calambres. Me destapo. Me vuelve a tapar. Me enojo. Siento ganas de llorar. Ella se abraza a mis pies. Llora, en silencio.

Nos vamos quedando dormidas.

Mi gusanito de seda se queja. Muevo, suavemente el coche y tarareo una canción de cuna. Se duerme.

Me adormezco. Sueño que me hacen cosquillas. Río. Sueño que mamá me hace cosquillas en las piernas, con sus uñas largas, filosas, pintadas de rojo, como cuando era chica. Basta mamá, digo. Pero ya no son cosquillas, ya no son dos dedos. Son patitas que recorren veloces mis piernas. Siento escalofríos. Me levanto de un salto y enciendo la luz.

Doy palmadas contra mis piernas. Me quito el pantalón y veo arañitas patachudas. Voy dando golpes secos a las arañitas que caen al suelo. Mamá contiene la risa. La veo acostada, tapándose la boca con una mano. En la otra mano tiene un frasquito de vidrio, lleno de arañas patachudas. Me enternece verla así. Jugando, traviesa, divertida. Me acerco a ella y le acaricio la cabeza, con una mano. Sonrío. Le quito el frasco con las arañas. Voy al comedor. Abro la ventana y dejo que las arañitas salgan de la casa.

Me acuesto junto a mamá con la luz encendida. Desprendo los botones de las mangas de su camisón y voy atrapando pequeñas arañitas que aplasto con dos dedos. Vuelvo a abotonarle las mangas del camisón. Mamá suspira, extática. Acomodo su cabeza sobre mi pecho y la acaricio, muy suavemente. Le canto una canción de cuna y  ella se va adormeciendo, cada vez más liviana, más feliz.


[Texto e ilustración publicados en nuestra quinta revista]

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