No sé cuando pasó. De antes de Río de Janeiro no me acuerdo nada. Sospecho que fue mirando el cuadro ese de Mar del Plata que tenía María del Carmen cuando vivíamos en Grenoble. Miraba fijo las sombrillas verdes esas y lloraba. Y al toque arrancaba con las vacaciones pagas, el aguinaldo y la mar en coche. Nos enseñaba el himno María del Carmen, decía que cuando volviéramos lo teníamos que saber, que te lo hacían cantar antes de entrar a clases. La marchita la aprendí solo, si había vino y sobremesa seguro, pero seguro, la terminaban cantando. Y perjuraban que mañana mismo íbamos a volver. Que sé yo, capaz que fue después, cuando volvimos.
Cuando mi vieja me llevaba a la escuela por Paraguay hasta Mendoza. En la esquina con Rioja estaba el local de la Renovación. Ahí te daban unas calcos con la bandera argentina y las caras de Perón y Evita. Decían: Venesia Intendente. Me causaba gracia, para mi Venesia era una ciudad de Italia. Igual las pegaba, en la escuela. Me peleaba con todo el mundo, todos usandizaguistas eran en la Mariano Moreno, escuela número 60. Bah, o me parece a mí, capaz que por esa época ya me daba por la épica, y por creerme que estaba peleando contra molinos de viento. Seguro que fue ahí. O quizás después, cuando ya me pintaba por manotear los libros de la biblioteca de mi vieja. Había uno que me llamaba particularmente la atención. Era grueso, si mal no recuerdo de tapa azul, con una foto de la Plaza de Mayo llena de banderas. Zarpadas las banderas. Pero lo que me intrigaba no era la foto panorámica. El título era. De cuatro palabras, bien minimalista. De las cuatro. tres me sonaban como un cross a la mandíbula. Montoneros, soldados, Perón.
Lo sacaba del anaquel, medio a las escondidas. Qué pelotudo. Pensaba que mi vieja se iba a enojar, que no era una lectura para un pibe de nueve años. Lo sacaba, leía los encabezados de cada capítulo, y lo volvía a guardar. Cada capítulo arrancaba con un cantito. Cada cantito era una ventana a algo. A la historia supongo, a la personal, y a la de esos hombres y mujeres que cuando se mamaban cantaban la marcha y soñaban con volver. Y ahora que habían vuelto me regalaban calcomanías, o me llevaban a los actos. Como esa vez que me llevaron y estuve sentado cinco horas arriba de un semáforo, ahí al toque de la Circunvalación.
Cinco horas para verlo pasar y después nos re cagó. Digo bien, nos, porque tenía doce años, pero me acuerdo patente del tipejo este hablando en duplex con Neustad (¿¿se escribe así??), anunciando como tenía pensado cagarse en mis sueños de doceañero. Y pensar que mi abuelo, que era bien rojo, me quería llevar a otros actos, y me cantaba «Vicente, Zamora, la oligarquía llora». Yo me cagaba de risa, pobre Fidel. Fidel se llamaba mi abuelo. Pero bueno, todavía me duelen los huesos de esa espera de cinco horas. No me duelen por el semáforo clavado en las costillas, me duelen por la traición y la desesperanza que vinieron después. Pienso que puede haber sido ahí. O no, que sé yo. Por ahí fue cuando tomamos el colegio contra las leyes educativas paridas por aquella traición.
Viene uno de los pibes y me dice: «Hay un chabón afuera que insiste con que le abramos, ¿que hacemos?». Decidimos abrir corriendo algún que otro riesgo, porque el portón ese enorme del Poli no dejaba escuchar bien, ni espiar para ver que onda. Al final era el viejo del Gordo Tendela que nos arrimaba una caja enorme con kilos y kilos de garrapiñadas para que pasemos la noche. Ahí te juro que se me llenaron los ojos de lágrimas, y me dieron ganas de gritarlo. Pero viste como es, tenías que explicar un montón de cosas. Después en la facultad fue como más fácil, porque éramos más. Bah, un par más. Pero estábamos como más asentados, leíamos los libros de las bibliotecas de nuestros viejos, pero enteros, no sólo los títulos como antes. Y el libro del inglés ese… al final me desayuné que era una cagada, pero bueno, me sirvió para aprenderme los cantitos. El primer día que fui a la facultad me senté atrás de todo, empezaron a tomar lista, y cuando llegan al apellido «Aramburu», escucho a un gordo atrás mío que dice «¡Ausente!», y se empiezan a cagar de risa con un negro petiso que tenía sentado al lado. Ese día corrí el banco una hilera más atrás y no me moví más. Y es que somos como los perros, nos olemos enseguida.
Como el día que me acerqué a la mal llamada «Casa de los Cieguitos», ahí donde se juntaban los pibes de HIJOS. Era sábado creo, 23 de marzo del ’96. Del día de la semana no me acuerdo, de la fecha exacta sí. Me acerqué a dar una mano para dar la marcha del día siguiente, y no me fui más, entre otras cosas porque es como te digo, nos olemos. El primero que me atajó fue Carucha. Estaba medio trosqueado Carucha, pero era entendible, no sabíamos para donde agarrar. Igual lo escuché hablar dos segundos y dije, este es compañero. Había una bocha de compañeros ahí, del palo. Algunos no se habían dado cuenta todavía. No sabés que loco encontrártelos y que te pidan una ficha de afiliación, algo. Te dan ganas de decirles como Maradona a Bochini la vez esa que entró en el mundial de México: «Pase maestro, lo estábamos esperando». Posta que no sé cuando fue. Andá a saber, capaz que algo tuvieron que ver el colorado Quagliaro, el flaco Zanella, el chancho Lucero, el pelado Milberg, el viejo Spilimbergo, y las charlas que teníamos con los pibes de la cátedra Jauretche. Norberto también, cuando venía con el bolsito para Rosario, y nos daba charlas a veinte pendejos, con la misma pasión que ahora las da para quinientos o mil. De Norberto Galasso hablo. Capaz que fue por esa época. Leíamos como caballos, escuchábamos, de vez en cuándo prendíamos fuego alguna cubierta, la calle era nuestra, para putear o para escrachar (que cosa, después de más de 15 años el Word todavía no me reconoce la expresión «escrachar»). No sólo a los que metieron picana, no sólo. Como el día que fuimos a tirarles bombitas con pintura roja a la Fundación Libertad también. Pero claro, mirá si íbamos a ser tan giles de olvidarnos de para qué metieron tanta bala y tanta picana. Ese día te digo que daba, re daba para terminar gritándolo.
El día que lo cagamos a trompada a Costanzo en los tribunales también. Le cabió por verdugo de los compañeros, y porque romperle la cara era como una descarga —pequeña, muy pequeña— frente a tanta impunidad. No sé, la verdad no sé, puede haber sido cualquiera de esos días. Capaz que el 19 de diciembre a la noche, o el 20 a la mañana después de gritar y saltar toda la noche. Pintó un trapo, un aerosol, y lo único que les salió a los pìbes fue un «Patria Sí, Colonia No». Con eso alcanzaba. Pero te vuelvo a repetir, no tengo la menor idea. No puedo agarrar y decirte: «Tal día me hice peronista». Andá a saber, capaz que se nace así. Pero sí me acuerdo del día que sentí por primera vez orgullo de serlo. Pero no un orgullo cualquiera, no. Me refiero a ese que te llena el pecho, y te humedece los ojos. El 25 de mayo del 2003 me pasó eso. Posta. Y no lo había votado. Veníamos para atrás, para atrás, siempre para atrás. Ese día sentí que podíamos soñar con ir para adelante, y ya poder soñar era un montón. No lo sentí yo sólo. Diez meses después nació el Emi. Eso se llama pulsión de vida. Y ahora se murió el tipo que reconcilió mi peronismo — anarquizante, primario, visceral, puteador, vital, entre individual y sectario — con el de millones de hombres y mujeres que estaban solos y esperaban. Lo reconcilió para convertirlo en algo igual de anarquizante, de primario, de visceral, de puteador, de vital, pero mucho más orgánico, con esa conciencia del que empieza a entender que para conmover los cimientos de una Nación, además de ser profundos, hay que ser anchos. Ahora me pregunto qué vamos a hacer sin este tipo. Le inyectó el veneno a un montón de pibitos y pibitas, y se le ocurre irse así, sin despedirse.
Ayer los miraba en Plaza de Mayo, haciendo cola, cantando, llorando. Antes de ayer en el Monumento. Faltaba Nelson nomás, un hermano que me regaló este tipo al que se le ocurrió morirse. Hoy debe andar organizándole el acto de bienvenida, donde sea que quede eso. Estudiantes, universitarios, secundarios, laburantes, desocupados, flexibilizados, chetos, villeros, ricoteros, cumbieros, rolingas. Despidiendo a su jefe político. Celebrando la vida. Recuerdo la apatía por la política, y no puedo más que celebrar este río humano que cree, se esperanza, se retuerce y late. Gracias por siempre Néstor Kirchner. Gracias por haberle devuelto a ese pibe que se emocionaba a once mil kilómetros de distancia mirando un cuadro lleno de sombrillas verdes, el orgullo de ser peronista.
29 de octubre de 2010