Con un pie en el borde y el otro de lleno, con la mano en el pecho y la vista hacia atrás. Con las fotos, con las canciones, con los clásicos y con los nuevos. Borrachos o sobrios, pero recordando. Con la poesía, las ciudades, los brazos, los libros. Con algo parecido a todo eso, se arma el mapa de una memoria.
Atontémonos con Cage the Elephants,
tomemos cerveza;
hagamos covers de Beatles,
gritemos tangos borrachos de amor,
miremos fotos de Perú razonando en dólares,
tomemos mates debatiendo la supremacía de los sueños,
la noche de la que no sabemos cómo llegamos al bar,
de la que sólo tenemos dos plazas en el recuerdo
o recordando Valparaíso;
y unas cuantas calles y luces
–sin contar la anécdota–
del cana gritándole virgo al yanqui,
o la tarde que fuimos a la costa y vimos entre las rocas
ese armazón de algas que parecía una criatura espectral y verde,
siempre
tengo el mapa de nuestra geografía
impreso en el pecho,
amnistiado de lo cursi,
en tinta de calamar
o en lápiz de tela,
con cada rincón refulgiendo
La noche que bailamos música disco en un bar de Rosario,
y casi nos animamos a emular a Michael Jackson;
los días que nos animamos a todo todo el tiempo,
cuando estamos felizmente presos en la cama
o cuando caminamos la ciudad en púrpuras,
siempre
tengo el mapa de nuestro geografía
impreso en el pecho
amnistiado de lo cursi,
en tinta de calamar
o lápiz de tela
con cada rincón refulgiendo.