Estamos otra vez en la Escuela Provincial de Artes Visuales. Nuestro cronista desparramó algunas de las revistas que nos quedan sobre la mesita que le asignaron, encaró para la sala y se mezcló entre los presentes de la charla. Está en un mundo extraño, pero la música lo salvó. Los álbumes de rock en la pantalla le escribieron el texto. Sentado en el piso, libreta en mano –y rodeado de diseñadores– intentó aprender algo sobre la materia, pero sólo pudo hacer lo que más le gusta: recolectar anécdotas.
Es viernes, apenas mediodía y veo a varios entusiasmados con las promesas de dos días de descanso. Yo, a contramano de las expectativas que puede generar la previa a un fin de semana, creo que no voy a llegar a cumplir ni por asomo con la cantidad de cosas con las que me comprometí para antes del domingo. En este momento estoy arriba del bendito 106, que nunca respeta su horario, anotando en la agenda todo lo que quedó pendiente, rogando que ninguna persona mayor suba por los próximos veinte minutos, así puedo terminar de anotar sin ceder el asiento. Nunca creí demasiado en la esperanza. Tengo mis motivos. Dos cuadras duré sentado. La moral cristiana avasalladora con la que cargo y detesto, me tiene ahora de pie, garabateando palabras en una hoja que tiraré dentro de un rato.
Bolso, celular, billetera, llaves, revistas. Tengo todo. Timbre. Dos cuadras a pata y acá estamos. Rosario Design 2016. El día que exista el campeonato de la impuntualidad, ganaré la medalla por choreo… pero seguro llego tarde a la entrega de premios.
El año pasado vine y me tocó croniquear la movida encabezada por Rocambole, en lo que fue una charla espectacular sobre el mundo redondo y todo lo que hay detrás de aquellos discos que conozco de memoria. El Mono contó sus anécdotas mientras las mezclaba con conceptos de su trabajo, con una pedagogía fascinante que permitía a nerds y no nerds, seguirlo sin problemas.
Ahora, en cambio, desconfío bastante. No tengo la más puta idea de diseño, salvo algunas cuestiones básicas que me permiten saber que hay vida (¡y qué vida!) después del Paint. Estoy en la sala ambientada para la feria, con las revistas de El Corán y el Termotanque, preguntándome de qué carajo voy a hablar esta vez. Compartimos la mesa con Femme Fetal, en el fondo de la habitación. Somos las únicas revistas de literatura y de alguna manera, nos lo hacen saber. A la derecha hay mates de porcelana, adornos, señaladores y otras cosas con más color que forma. En otro de los puestos venden afiches con frases. Una dice: «Queda terminantemente prohibido ser tibio» y me acuerdo del voto en blanco. Más adelante hay libros y otras producciones que están mucho más en sintonía con lo que pasa en el evento.
Mientras completo la lista que arranqué en el bondi y que no sirve, porque la caligrafía es brutal, y aprovecho para postergar reuniones que ya había postergado, Guille, el responsable de que esté escribiendo esta crónica ahora y acá, es decir, nuestro programador, se acerca y me advierte que está la charla de Flavio Mammini. Que vaya, que nadie va a venir a comprar una revista porque para eso existen los breaks.
Está lleno y me toca otra vez el pasillo. Es casi como el 106, pero esta vez el que llegó fuera de horario fui yo. En la pantalla del escenario hay cientos de discos que conozco. Esto puede ponerse bueno. Quien habla y explica es el creador de Grafikar, la imprenta que más conocemos sin saberlo. Porque es cierto que no somos diseñadores o que no leemos –tal vez– la letra chiquitita de los discos, pero escuchamos Amapola del 66, Luzbelito, Para los Árboles, Último bondi a Finisterre y tantos otros. Bueno, el tipo que está frente a nosotros es uno de los culpables de que los discos sean así y no de otra manera.
Mammini plantea una línea histórica en la forma, el estilo y las libertades creativas que tuvieron los álbumes, en materia de diseño, desde el vinilo hasta hoy. Hace hincapié, por ejemplo, en el tamaño de las tapas y de todo el campo de trabajo que tenían a la hora de pensar una estética. La revolución de la forma en Artaud, es un ejemplo claro de vanguardismo a la hora de pensar esas libertades. Eso fue en 1973 y hoy, cuarenta y pico de años más tarde, sigue siendo ejemplo de creatividad. No hay con que darle, Spinetta fue un adelantado. Sin embargo, el futuro llegó. Y en esos avances tecnológicos apareció algo que modificó ferozmente las estructuras. Llegó el CD y con él algo que ahora suena viejísimo, pero por el que nos turnábamos en los viajes de estudio, viendo cómo otro disfrutaba de la música en el colectivo. «El discman fue increíble», asegura Flavio. Caminar y escuchar música. Se combinaron dos materias que hasta entonces eran impensadas. La calidad de audio del CD con la posibilidad no estar atado a un dispositivo fijo.
Esa libertad de caminar con música, explica, traía en sus manos algo que parecía un cerrojo creativo. El tamaño de esos discos no tenía nada que ver con lo que eran los vinilos de años anteriores. Ahora todo entraba en una cajita plástica de pocos centímetros. El desafío cambió y los diseñadores debieron aggionarse.
Ahora la charla es más técnica. Aparecen los pasos a seguir. El lugar del músico, del representante, del diseñador y de la imprenta. ¡Basta de CMYK y RGB por favor, vamos a las anécdotas!
Si algo se expandió en la década del noventa, además de la mugre que nos fulminó en 2001, fue la piratería. Con internet como aliado, las copias no originales y su multiplicación fueron parte de la marca de una época. Para enfrentarse a eso, no con intenciones de detener la circulación musical, sino para destacar el trabajo detrás de cada álbum, Luzbelito –séptimo álbum de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota– quiebra con los formatos de diseño clásicos. Y, nobleza obliga, hay que decirlo, el principal responsable de la nueva estética, con formato de libro, ilustraciones, letras e historias, es Rocambole. Según Mammini, Los Redondos manejaban un promedio inicial de ventas de 300 mil copias y después del Luzbelito el número fue de un millón más.
Envalentonados con los resultados del álbum, el Mono y los Ricoteros fueron por más. La anécdota cuenta que en una reunión, las palabras fueron más o menos las siguientes «Mirá Flavio, quiero un disco de metal. Que no valga más de un dólar y medio la unidad y que esté listo en 45 días».
Casi como en todos los grandes problemas de la vida, las soluciones aparecieron después del asado, en plena sobremesa de trasnoche. Había que brindar por lo que iba a venir, aunque nadie supiese qué carajo era lo que los estaba esperando. Mammini ofreció whisky a los invitados y entre ellos estaba Rocambole. La botella de Chivas Regal estaba dentro de una caja de colección, que alguna vez le habían regalado y esperaba ser abierta para alguna ocasión especial. Esa caja, pintada con un material del que no anoté el nombre, simulaba el metal que buscaban para último bondi. Eureka.
Hace dieciocho años de aquel disco y todavía hoy –y seguro mañana– sigue siendo una obra de arte fabulosa. Cuando mi primo lo compró me prohibió tocarlo. Estaba arriba en la vitrina de su casa, como un trofeo invaluable. Una cajita plateada con un círculo en el centro y una cabeza pelada asomándose. Sólo él lo abría y nos mostraba cómo se giraban las partes en lo que era una metamorfosis increíble. Fue, en palabras de Flavio, quizá el mejor trabajo que realizó; y adentro, «La pequeña novia del carioca», se lleva el premio musical, y le discuto a cualquiera.
Queda lugar para un recuerdo más. Seguimos por la discografía redonda y llegamos al último, que tiene todo el peso de haber sido el de despedida, porque no, no van a volver (y menos mal que no lo hacen). El trabajo tenía que tener una suerte de chapita en el medio pero había que pensarlo muy bien. En el primer boceto, la insignia de Momo Sampler pesaba 55 gramos, «se van matar a medallazos», dijo Solari. Había que seguir buscando.
Encontraron entonces, cuenta Mammini, un metal más liviano que podía servir, pero que fundía a quinientos grados y ellos, en su improvisada sala de fundición, llegaban como mucho a los cuatrocientos. Cuenta también que intentó desechar la idea y la que se plantó fue Poli. «Si no sos valiente no te metás», dijo y lo conquistó. El resultado estaba más cerca de lo que parecía. En un mueble viejo, abandonado en el fondo de la imprenta, todavía quedaban los moldes de las letras que eran de un material similar al necesario y fundían a los trescientos grados. Esta vez sólo faltaba conseguir cantidad para hacer casi medio millón de copias. Recorrieron la provincia en busca de esos objetos que ya nadie usaba y en los viejos depósitos imprenteros de boletas eleccionarias encontraron el tesoro. Así vio la luz Momo Sampler y se apagaron Los Redondos.
Aplaudimos. Nos cuenta de su libro, que viene en una caja y con aplicaciones para escuchar canciones. Yo no puedo leer con música, no sé ustedes. Comienza el break. Tengo que volver al puesto de revistas, seguro alguna vendemos pero ojalá no me pregunten de diseño, no tengo la más puta idea.
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