Con una mariposa en su nombre, la obra – que es una danza – recibe al público en una oscuridad confusa, teñida de rojo y con música tibia. Dos mujeres, que cuentan historias a través de sus cuerpos, se comunican sólo mediante el tacto escapando a un desencuentro que nunca termina de concretarse. Nuestro cronista apostó por su memoria esta vez y no llevó cuaderno, por lo que todas las notas fueron mentales. Dice, sin embargo, que hay que ir a verla para enfrentar después, mano a mano, a los todos miedos que la ciudad sacude.
«Yo iba cuando a mis pies se enredan florecidas del pudor de amar, sobre este lecho casual,dos durmientes gozando el placer de ser dos» Stéphane Mallarmé
Pocas cosas me rompen más las pelotas que un sábado de lluvia. Porque, sumido en los círculos de producción capitalista que el almanaque impone, trabajo toda la semana (y en el turno noche) con el horizonte puesto en el sábado y el fulbito de la tarde. Pero claro, hoy llueve. Hoy, que no es lunes, ni martes, sino sábado, y miro al mundo de este lado del vidrio, con el mate en la mano y puteando en voz alta.
Mi compañera se ríe y me invita, con toda razón, a una jornada de películas, música y lecturas. Se ríe dos veces, porque sabe que apostaba al partido de hoy para quemar los excesos de la semana y estoy, con la culpa lamiéndome la oreja, masticando lo que se me cruza sin señales de detenerme.
A la tarde se la comió el tiempo. El invierno es fulero con el sol y en un par de horas ya está encendida la ciudad con su alumbrado público y los carteles de neón. Caminamos y es temprano. Tenemos que llegar antes de las diez al teatro El Rayo Misterioso o algo así. No lo conozco, pero confío a ciegas en Marianela, que es la que reparte las obras a los cronistas. Esta vez nos tocó una de danza con un nombre que no puedo pronunciar si no leo el folleto: Ida / Acherontia: material para la duda.
Llegamos con buen tiempo. Adentro, nos recibe un bar y con él una chica que confundió mi nombre con Juan Carlos. No escuchó la corrección o no le importó, pero nos hizo pasar igual. Sentados en una de las mesas vemos cómo todo está armado para ser visto. Aquí dentro hay que mirar las paredes, también las mesas y las sillas, y detenerse un largo rato en la biblioteca. Enorme y muy alta. No sé cómo o quién llegará hasta allá. Está custodiada por un muñeco parecido a Einstein –pero no es Albert– que apoya su brazo derecho sobre los libros, mientras descansa el izquierdo sobre su rodilla falsa.
En medio de la inspección, otra chica se acerca. Nos pregunta cómo llegamos hasta ahí al mismo tiempo que nos deja una encuesta para responder en papel. Contesté las preguntas, no sin detestar mi caligrafía femenina, y dieron sala.
Entramos en fila india. Muchos se saludan, parecen conocerse desde hace tiempo. Vuelvo, entonces, a escribir mentalmente un ensayo olvidable sobre los círculos reducidos de las movidas culturales rosarinas. Una voz interior, creo que es el «superyó», o al menos así lo definiría Levrero, me dice que me calle y que deje de pensar pelotudeces porque tengo que escribir una crónica.
La sala es hermosa. No la conocía y ya me prometí volver. Las sillas escalonadas, como las gradas de los colegios, hacen que mi altura no moleste al de atrás. Un tímido cosquilleo detrás de los ojos, muy parecido al sueño, empieza a molestarme y temo que arruine la obra. Sin embargo, nada de eso pasó. Por el contrario, algo que todavía desconozco me mantuvo atento durante todo el espectáculo. Empezó cuando la oscuridad y el silencio ganaron lugar y las voces a nuestro alrededor callaron y dejaron de saludarse y preguntar acerca de cómo estaban los hijos de no sé quién.
***
Dos cuerpos de mujer, que dentro de un rato van a perder la ropa, se arrastran por una alfombra de la que, aparentemente, no deben salirse. Ninguna pisa el suelo si no es a través de ese lienzo rojizo que tapa gran parte de las baldosas. Se abrazan y se sueltan tomándose de los pelos en una coreografía que por momentos las vuelve una. A medida que pasan los minutos, los gritos cobran intensidad hasta volverse insoportables. Una de ellas llora miseria. Lo hace desde un lugar mucho más profundo que la garganta y sus gemidos nos ahorcan. La otra la envuelve y se envuelven hasta perderse.
Comparten las manos. Hablan un idioma que no entendemos desde las butacas. Están sumidas en un mundo brutalmente sensible, con el tacto como único canal permitido. La respiración agitada suena como un pulso inagotable que lejos de descansar, aumenta su frecuencia. Están ahí, revolcándose y no, sobre sus piernas y brazos, sosteniéndose mutuamente.
Es el primer quiebre de la obra y todavía estoy intentando decodificar lo que vimos. Tengo la misma sensación que la noche en que Jean-Luc Godard nos dejó de cara con Adiós al lenguaje. No existe un mensaje evidente, por el contrario, descubrimos una alteración de los canales de comunicación clásicos y nos enfrentamos, con la belleza que eso sugiere, al desencuentro y la sorpresa de dos cuerpos que deshacen hasta su propio contorno.
***
Reaparecieron con menos ropa y más curvas. Incluso más de las que el propio cuerpo puede anunciar. Ahora es una persecución. Una detrás de la otra y al revés. Los límites son confusos. El temblor las une y cuando cesa, quedan lejos, para reencontrarse en alguna otra parte de la alfombra. Las sombras juegan su propio partido. Ellas hacen una obra aparte. Hay que elegir si posar los ojos en el telón, en las paredes o sobre las pieles que se confunden en el escenario.
No aparecen sustantivos que logren contar lo que vinimos a ver. Es más bien una experiencia borgeana. De laberintos inconclusos, con el idealismo tajeando todo. «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» al palo. Las cosas son por su apariencia y se nombran a través de adjetivos (aunque después nuestra correctora me los tache del texto por abusar de ellos).
Apenas pasó un rato. Estoy boquiabierto por la cantidad de cosas que nunca podré hacer con mis piernas. No sé ustedes, pero yo ya no alcanzo el piso con las manos sin flexionar las rodillas. Los años no vienen solos, la puta madre.
Ya estamos en plena oscuridad otra vez. Sólo la música, que nos acompañó durante toda la obra, sigue encendida. Es una composición con sonidos arrancados de la naturaleza, o eso parece. Algunos empiezan a aplaudir otros dudamos antes de juntar las palmas, no sea cosa que esto siga y quedemos en ridículo. No. Terminó. El tiempo justo. Concluyó antes de agotar el frenesí y pasar al bodrio que nunca acaba. Aplaudimos todos. Vengan a ver esta obra. Te salva de la ciudad, aunque llueva y sea sábado.
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