El caos devino, se reconoce, se vuelve imagen viva, presente y actuante. La ciudad se volvió definitivamente un campo de batalla. Hay un Fuerte con refugiados, los últimos por resistir. Después, hay clanes asesinos y turbas linchadoras. El futuro se parece demasiado al pasado. Ni futuro ni pasado son tiempos definidos: hay una temporalidad revuelta. El presente es una amplificación.
Que Al oeste de Jericó haya sido escrita entre 2014 y 2015, en plena ebullición de la guerra narco disputándose las barriadas de la zona sur de la ciudad, no es una casualidad ni un dato que carezca de relevancia. Es una novela del presente, a pesar de su apariencia futurista. Que esté situada –o narrada desde– el 2022, en los territorios insulares de Entre Ríos, no es más que una advertencia sobre lo próximo. La certeza es que estamos en ella, no hay nada que deba llegar. En todo caso ya estuvo, por eso la lectura despierta conmoción.
Más que una distopía, lo que se pone a funcionar es una amplificación del presente. Los rasgos distópicos de la actualidad, que subsisten como intensidades constantes pero no asumidas, surgen a la superficie. La crudeza de la realidad ficcional adquiere una dimensión de fatalidad: la guerra civil encubierta es declarada. La ciudad es un racimo de clanes en armas, guetos, escombros, desolación. En el Fuerte, los amurallados se organizan y preparan para resistir. En la ciudad, los otros, encerrados, siguen los acontecimientos por televisión.
El realismo que Britos sabe ligar a los acontecimientos históricos para dar espesor y vitalidad, ahora adquiere una inflexión más, un trastorno que toma los componentes desfasados de la actualidad, los flujos latentes que son ya realidad, aunque todavía no hayan sido reconocidos y capturados como acontecimiento. Mientras se ignoran, la historia sucede. De ese modo, cuando los notamos y tenemos registro, el cataclismo devino. El comienzo, con los entramados de conspiraciones internacionales, parece separado respecto a la conclusión de destrucción terminal, aunque funciona como un precedente inevitable de la gobernanza post-guerra fría que deja sólo un montón de cascotes donde va desarrollando sus guerras ahora difusas. La ironía es ese paso fugaz de las intrigas en descomposición propias del mundo bipolar hasta la unilateralidad, sin solución de continuidad, una transición que irrumpe de repente con toda la violencia de las imágenes: en ese lapso, el futuro se aproximó tanto que todo colapsó. El nuevo orden es el mantenimiento del desorden, hasta que nada quede, es lo que las imágenes parecen decir.
No hay posibilidad de pensar en posibles, hacer proyecciones, el futuro es la inminencia misma, un resto de pasado todavía palpitando en la concreción de los hechos. No hay tiempo por-venir. Las escenas que se desarrollan parecen llegar desde un momento ido, que ya ocurrió y cuyas resonancias son las que distorsionan todo el paisaje que consideramos real o actual. Por eso, tampoco es hacia adelante cómo transcurren. Más bien, se encuentran en un momento de suspensión, abismadas en la indeterminación de un ciclo que llega a su fin sin dar certezas sobre sus continuidades. El acierto de la prosa es contarlas, darles palabras y hacerlas suceder en un plano distinto, pasible de ser verbalizadas.
Ante las apuestas por un mundo de puro intercambio fluido, de inserción pacifica en las cadenas de valor y disolución de lo político, el desancle del factor histórico, con soberanía de baja intensidad y reproducción global en abstracto, frente a ese mundo de irrealidad que se acrecienta, Al oeste de Jericó se entrama con los elementos conflictivos del realismo, detecta y amplifica las opacidades, remueve el barro de la historia en los sueños de idealizaciones.
La violencia de la ciudad se encumbra como única noción que remite a una regla: los perros hambrientos quedaron sueltos. Los disparos, enfrentamientos, linchamientos, depredaciones mutuas, no son nada alejado de lo que va-pasando. En esa instancia de lo que va-pasando es contada la historia. Todos andan sueltos y al acecho, en plena guerra abierta. Los perros son los únicos libres. Lo demás, es un territorio de enfrentamiento. Despojos que ya se hicieron. Está lo que viene después.
En la novela, Britos explora las posibilidades del espionaje, encuentra los hilos narrativos de las intrigas alrededor del tráfico de armas, la venta de drogas y la trata de personas en redes internacionales. Pero no hay un afán develador, un misterio por resolver. No queda espacio para el misterio: algo se derrumbó y se hizo polvo. La temporalidad queda eximida de sus recortes tradicionales. Es el presente el que se desarticula y acentúa sus matices de trágica comedia post-apocalíptica.
El tono es de literatura de post-guerra, pero la frialdad de esa conflagración no está dada por infiltraciones, mensajes cifrados y espías paradigmáticos. La guerra fría es la que acaba de estallar, la que se volvió una modalidad de rutinas. La exclusión, la segregación, el abandono absoluto de una parte de la humanidad, nada más adquieren un plano confesional. Se reconocen y se afirman. No hay Estado, cualquier esbozo de soberanía quedó disuelto en los fragmentos de autodefensa que se extendieron por toda la ciudad. Es una lucha de todos contra todos, no hay fuerzas oficiales, mandos, jerarquizaciones, principios de trascendencia por fuera de esa batalla a cielo abierto y de punta a punta de los días.
El Fuerte, una comunidad organizada dentro de las murallas, integrada por paraguayos, bolivianos, peruanos, chilenos, gente de los literales, mestizos, originarios, y los tobas «que habían dado nombre a ese bastión», es un último refugio urbano donde subsisten algunas esperanzas. Afuera, los clanes herederos de las bandas narcocriminales asedian. Lo otro son lúmpenes, mendigos, salvajes que se parecen a los perros rabiosos y hambreados. ¿Cuáles son los alcances del realismo ante una realidad desmadrada? ¿Hasta dónde puede llegar la invención cuando es la propia realidad la que se empecina con asemejarse al absurdo, a la fantasía y al ridículo criminal? Britos instala una pregunta sobre lo que quedará, ahora que la guerra fue declarada, que las bandas se oficializan, que las fuerzas se ponen en directa contradicción.
De algún modo, con esta novela, Britos introduce un nuevo interrogante sobre el compromiso político del escritor en el momento presente. Sólo queda escribir esa historia, es la única forma de tomar el pasado reciente, inmediato, activo, y hacerlo una presencia vivible. Hay otras preguntas por formular en torno a la disyuntiva que comprende como factores lo político y la escritura. ¿Cuáles son las representaciones de la ciudad y de qué manera se retuercen y redibujan sus propios límites? ¿Qué lugar le cabe, en todo ese barullo, a quien escribe? ¿Cómo se vuelven bombas los textos en un suelo minado, en la explanada repleta de explosivos?
El énfasis poético en los paisajes narrados abona a la tensión de los acontecimientos, le da carnadura, visceralidad. Es el modo de contar esa historia que es una de sus víctimas, que insiste con encontrar detalles de belleza en la debacle, una última espiración poética en la frase catastrófica. Todavía hay restos humanos que sobreviven sobre los remanentes. Es una marca de autor, un tipo de entonación que inscribe a la novela en el universo de los anteriores trabajos de Britos. Que la novela, a diferencia de A dónde van los caballos cuando mueren, haya sido publicada en Rosario, en la colección Ciudad y Orilla de Homo Sapiens, tampoco es un dato anecdótico. También es, en ese sentido, una novela histórica. La historia de un futuro actual, insoportable e indeciblemente vigente. Nada parece real, porque nada es extraño.
Britos, Marcelo: Al oeste de Jericó. Colección Ciudad y orilla. Marcelo Scalona (dir). Homo Sapiens Ediciones, Rosario: 2016.