El calor amaga a irse. Las noches de Rosario traen el olor otoñal que precede al frío. Nuestra cronista fue a despedir al verano a un recital en donde (casi) todos compartían la misma sensación: uno de los últimos sin fresco. Se mezcló en el público, terminó sus cervezas y hasta quiso negociar su texto, pero el pacto no funcionó y tuvo que sentarse a escribir.
Estuve todo el día de pie, todo el día parada. Tuve que comprar curitas en un kiosco para poder caminar hasta el sindicato de canillitas. Hay gente en la puerta, en las escaleras de ingreso, enfrente, en la vereda. Tuve que llegar y tragarme el pudor de decir prensa, para constatar otra vez la espectacularidad del prejuicio. Nos dejan pasar incluso con la entrada inhabilitada al público. Bueno, paso. Aprovecho para ir al baño, para constatar, también, que todavía no hubo tránsito y ya está mugriento. Salimos del baño hacia la calle. Vamos hasta el kiosco a comprar unas latitas de cerveza.
Adelante hay un grupo de veinteañeros con cajitas de vino. Del otro lado de la reja se oye: Y vos te pensás que yo no te quiero vender. No puedo, no te puedo vender. Bueno, no nos venden. Nos vamos. Me quedo pensando que quizás a ellos no les pueden vender, porque son pibitos y son punks, pero a mí, que soy prensa y señorita, quizás sí. Así es la vida. Me voy igual, no quiero abusar de mi cara de buena. Ya estoy cansada de abusar de mi cara de buena.
Nos sentamos en el bar de la esquina. Suena un jazz «de bar», dice Agos, y yo entiendo «de barrio», aunque estamos en el centro y no sabría especificar qué sería el jazz de barrio.
Pasan algunos chicos que parecen zombis caminando por dunas. Todos inclinados. No me ven. A otros que pasan los saludo. Algunos no me conocen pero yo sí a ellos. Los he visto por ahí. Los he escuchado tocar cumbia. Agos se asoma y me dice que cada vez hay más gente. Una cerveza después, muchas bicis después, muchas caras de yo sé lo que quiero después, pagamos y volvemos. Hay cola. Hasta la vereda.
Alguien me aviva: ya tengo el sellito puesto de cuando fui al baño. Cierto, soy prensa. Entramos. Me encuentro con mi hermano y sus amigos. Algunos me miran, me sonríen. Soy la hermana. Ahí me entero: me perdí la primera banda. Disculpen, pero hace veinte minutos no había nadie y me tuve que ir a hacer tiempo a la esquina. No sé en qué momento pasó todo tan rápido. Mi hermano comenta al respecto que tomo la cerveza muy despacio. Le ofrezco pagarle la entrada y que él escriba esta crónica. Acepta.
Acepta.
Las luces rojas de los reflectores me hacen mal y me obligan a mí a darle la espalda al escenario y a Agos la ponen a hablar sobre paletas RGB. Rezamos, yo rezo, al menos, para que las bajen o las apaguen. Cambian a azul. El azul nos tranquiliza y si nos dieran un ratito más así, con este swing tan leve que intercalaron con los ritmos del caribe que habían estado sonando, incluso nos entristecería.
Aparecen Los Espíritus. Son un puñado de enanitos con camisas estampadas, pienso yo. Mal sonido, dice Agos. Ya estoy pensando la crónica, dice mi hermano. Encuentro a los chicos entre un montón de hombros y cabezas. Bailo, me deslizo para acá y para allá, porque si me quedo quieta suceden dos cosas: me cae el cansancio por las horas de pie o me pongo a hablar. El pantalón hace muchas horas me ajusta. Y no sé por qué creí que estaría bien ponerme esta remera que me deja el ombligo al aire si levanto los brazos. Quizás por ahí, por el ombligo, fue que me entró el recital. Igual no me quejo, estoy así, los brazos pegados al cuerpo, un poco para acá, un poco para allá. Hablo con Lucas, con Agos, con Agus, con mi hermano, que ya tiene la crónica terminada en la cabeza.
Los Espíritus hacen varios temas instrumentales, mientras voy y vengo. Reconozco algunos. Con los otros apenas me deslizo. Blues, afro. Negro chico, Perro viejo. «Para hacer el bien hay que hacer el mal». Y sí, el mundo me da miedo. Y otras místicas, espirituales o espirituosas, como prefieran. ¿Son las canciones más conocidas? No sé, los conozco por Youtube y sus sugerencias, que no son la radio ni la tele, pero algo así.
El recital es una larga canción continuada, interrumpida apenas por los aplausos, la parada para encender algo, para buscar algo, la cartera, el cuerpo, el hombro del amigo, el comentario, la charla que teníamos ahí atragantada. En un segundo, todo el salón se balanceaba, un poco para allá, un poco para acá, las manos en alto, todos menos yo, que no quería mostrar el pupo.
Lo que nos sacó de ahí fue la fiesta que no fue después del recital. Nos quedamos los cuatro charlando un ratito en la puerta. No sé cuánto tiempo pasó, pero sé que llegué a relatar completo un capítulo de una serie. Y que lo comentamos y que se debatió hasta que se tensó el cuadro, hasta que ya no sabía qué más pensar, hasta que Agustín no dio más de sostenerse la pera con la mano y de abrir los ojos y levantar una ceja, hasta que ensayamos un acuerdo y nos fuimos mi pie lastimado, mi pantalón ajustado, mis brazos pegados al cuerpo, un taxi al sur y yo, que escribí la crónica, pensando qué pensaba mi hermano cuando la escribía en su cabeza durante el recital. Y qué pensaban Agos, Agus y Lucas. Y los amigos de los amigos de los zombis y de los punks y de los de las bicis. Y el que toca cumbia. Todos los que nos movíamos ahí adentro un poco para acá, un poco para allá. Todos tranquilos bajo el espiral azul de las luces, ¿todos un poquito hipnotizados?
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Los Espíritus