Ayer fui al correo, a una sucursal de zona sur del correo, a una sucursal en plena curva ascendente de tristeza, clavada en una esquina, enfrente de una florería, las florerías, en general, son feas y son horribles aunque vendan flores, o en todo caso son feas y son horribles porque venden flores, a mí me da la impresión de que las flores son la muerte, para la muerte y no contra la muerte, aunque es cierto que hay gente que compra flores para otra cosa, para regalarle a la novia, a la madre viva, a la prima que se recibe, hay gente que se casa y compra flores, que compra flores para festejos, para adornar la alegría, pero igual casi siempre son lugares como arrugados, como marchitos, como si vendieran algo podrido, algo que viene podrido de origen, a mí me debe parecer que las florerías, en vez de ser el principio de un ciclo próspero, hacia adelante, son el comienzo de la caída del color, de la declinación, que son el lugar en el que empieza a pincharse algo hecho para crecer, no para postrarse en la mesada de la cocina de cualquiera de las dos mujeres que atienden en el correo, en esa sucursal del correo frente a la florería, Entre Ríos y Saavedra, desde afuera el local parece amplio, parece efectivo en el uso de la arquitectura, pero lo que hay adentro es espacio vacío en el mal sentido, espacio mal aprovechado, encima está en una esquina, justo en la ochava, la vidriera quedó en diagonal, la sucursal ya nació con esa maldición, con ese espacio mal resuelto, con ese corte incómodo, como si el cuerpo de un bebé viniera abollado para alojar a un siamés, yo fui con un sobre azul, que hace juego con el libro y sin saber si podía usar ese sobre azul, si estaba permitido un sobre azul, si era posible, quiero decir, un sobre azul, fui sin conocer la mecánica del trámite, hace años que no mando algo por correo, que no voy yo, quiero decir, a mandar algo por correo, el correo es un gesto analógico, es como un link en serio, apretás acá, de este lado del país, una combinación de comandos y tu sobre, tu libro, tu carta, tu anthrax aparece, después de un proceso invisible, que se te escapa, en una ciudad bastante lejos, en una geografía con otro nombre, yo sé hacer eso por acá, por facebook, por mail, sé copiar una ruta y pegarla y apretar enter, pero no sé, no me acordaba, no sé si alguna vez supe, cómo hacer lo del correo, si yo tenía que poner las estampillas, si las iba a poder elegir, si yo tenía que hacer algo más que pagar y dar ciertas órdenes, cierta información, así que fui a Entre Ríos y Saavedra, enfrente de la florería, en la esquina, con el corte en diagonal, esperé, hice la cola, le pregunté a una de las empleadas si podía usar ese sobre azul, me dijo que sí, me dijo poné la dirección de destino en el dorso y tus datos en el frente, me dio una birome, me fui a un costado, fuera de la fila, a un punto muerto de esa sucursal perdida, llena de espacio blanco sin querer, me apoyé el libro en la falda porque la mesa que había era muy alta, me puse de espaldas a la empleada, a la cola de clientes, como siguiendo la recta diagonal de la vidriera, de la esquina, de espaldas también a la florería, como una protesta, como un reflejo defensivo, como si esa acción mínima, solitaria, mandar un libro por correo a un amigo, a una pareja de amigos, fuera un gesto contra la muerte, una manera de expandirse, de extenderse, de multiplicarse, de meterse en los relatos de otros, en las voces de otros, copié tu dirección, tu código postal, que sería como tu mail, digamos, puse mis datos, le entregué el sobre a la empleada, lo cerró con boligoma, me dijo ahora mi compañera te cobra, la compañera era un clon a una computadora de distancia, una empleada igual, podría haberme dicho, esta otra, la segunda, ahora mi compañera te cobra y mandarme con la primera y la primera volver a decirme ahora tu compañera y me podrían haber loopeado y yo no me habría dado cuenta porque las dos eran la misma, una forma sin distinciones, como dos pedazos de aire, fui con la otra, le dije bueno, un impreso simple a La Plata, me dijo, con la cara como en un buche de arena, que no podía ser impreso simple porque el impreso simple tiene que ir en un sobre transparente cerrado al vacío para que nosotros podamos saber que es un libro, una revista o un folleto, dijo nosotros para decir yo, el correo, la empresa que me paga, todo esto, esta esquina, ese corte, la vidriera en diagonal como cubriéndose del sol, la birome, la boligoma, mi compañera, que no dijo nada del sobre, que cerró el sobre, como el sobre está cerrado esto es carta simple, dijo, igual sale lo mismo, bueno, está bien, cuánto tarda, le dije, y me contestó que más o menos una semana, así que en más o menos una semana un sobre azul debería estar en tu casa si es que el servicio analógico de internet no encuentra desvíos ni errores, no te digo que te sientes a esperar, que suspendas tu vida una semana, pero por ahí tu hija, que está en la Fase 1 de la existencia, puede ocuparse de estar pendiente del cartero, puede dedicarse a esperarlo mientras mantiene su relación confusa con el mundo, que quizás sea, en el fondo, más clara que la nuestra, menos abrumadora, nosotros, en medio de la lucidez, andamos fijándonos en estas cosas, defendiéndonos como nos sale de las empleadas del correo, de la vidriera en diagonal, de la ignorancia, del miedo, de la timidez, mandando libros a los amigos, intentando multiplicarnos en papel, en letras impresas, como si esos gestos, que se evaporan con mayor lentitud, fueran una manera, torpe, de combatir las florerías.
Texto e ilustraciones publicadas en el segundo número de nuestra revista.