Las calles de la ciudad son un inmenso escenario repleto de personajes que desarrollan, con mayor o menor precisión y cautela, sus papeles; a la par, hay otros que no interpretan la letra de ningún guión medido en las convenciones, que no experimentan las necesidades propias del orden de representación común, que respiran a un lado de ese universo de significados que caen sobre los hechos y los modelan. Esos otros son un síntoma, una renuncia y, al mismo tiempo, una forma de la resistencia.
El rumbo de la cuidad con sus calles laberínticas es un destino harto de incertidumbre. Las calles con sus epitafios (a veces con nombres de próceres exterminadores, otras con nombres de próceres libertadores) crean un universo peculiar y más aún cuando en las veredas moran seres que parecieran ser sociólogos eruditos, aunque con harapos y con una hediondez que marca suficiente distancia para que nadie se acerque a ellos. Estos sociólogos se inscriben en una categoría, por cierto informal, designados con el término vagabundos. Ahora bien, habría que realizar un breve revisionismo semántico de la palabra para ver que tiene una connotación histórica (o una construcción) negativa. La etimología del vocablo proviene del latín vagabundus y se refiere exactamente al hombre nómade. Esto es, al hombre que no posee una estructura fija, que va de aquí para allá, cuya única certeza es un espacio inédito a explorar, sin retrocesos al sedentarismo. La convención social, entonces, ha decidido modificar el sentido de la palabra consagrándola por otra, que es errabundo. Hete aquí que me viene a la mente el concepto de desterritorialización de Gilles Deleuze: abandonar el territorio común, con estructuras simbólicas profundas, para territorializarse en otro desemejante, resemantizando lo simbólico.
Volviendo, en una de esas calles laberínticas me topé un lunes, 6 o 7 de junio, con Ruchard Morbius. Era un seudónimo, que de algún modo era parte de la desterritorialización. Se encontraba sentado –encandilado por el sol invernal de la tres de la tarde – en la vereda de la calle Mendoza y desde una botella de agua mineral ingería cerveza que simulaba ser un jugo barato del color del pis. Es habitual, en las grandes urbes, la naturalización, o mejor aún, la complicidad de no prestarse a un encuentro con estos que los bienpensantes califican como vagabundos o inadaptados. No tuve la intención de pararme al verlo acurrucado en una de las puertas. Pero me detuve en el momento en que me dijo: « ¿¡Qué haces, Jim Morrison!?». No era el primero que me lo indicaba; antes, una decena me habían asimilado a Morrison. Me detuve, lo miré y le estreché la mano. «Vos sos de pueblo, ¿no?», me indagó luego, soslayándome con la mirada como consecuencia de que los rayos del sol le dificultaran la visión. Me ofreció unos sahumerios que guardaba en un portafolio negro (inmediatamente, pensé que eran robados de una tienda oriental o algo por el estilo). Comenzó la charla con un monólogo, cuya narración se veía desfavorecida porque permanentemente miraba hacia otro lugar. Me contó –babeando al hablar – que había trabajado de panadero en zona sur y que a la empresa le robaba Cien años de soledad, de García Márquez, como decía él, para venderlos a veinte pesos en algún puesto de la calle San Juan y Corrientes. «Cuatro libros a veinte pesos son ochenta», decía mientras rompía la etiqueta de la botella. Para robarse los libros, no sé cómo, utilizaba un cinturón por debajo de la remera y colocaba dos libros por delante y otros dos por atrás. Este mecanismo de plus salarial le permitía comprarse diferentes bebidas alcohólicas con las cuales entraba en un estado dionisíaco, para adentrarse así en la irracionalidad que le supeditaba una percepción más plena de lo real o que lo substraía a ella por completo.
Pasados quince minutos del encuentro, una sesentona que entraba apresurada a su casa lo amenazó: «Voy a ir a la Segunda». Pensé rápidamente que se trataba de la empresa de seguros La segunda (en la que Emanuel Ginóbili lucra con las campañas publicitarias); sin embargo, era la Comisaría Segunda, que estaba a la vuelta por calle Italia o España. La anciana dirigió unas palabras con tintes autoritarios al tiempo que entraba a su casa y Ruchard le exclamaba, desde el sitio en donde había permanecido: «Ocúpese de sus cosas, señora». Aquella entró a su residencia y se quedó muda en el zaguán sin quitar los ojos de la factura del cable (era su táctica para ver si Ruchard se marchaba). «Es una vieja conservadora», le dije. Y su semblante despedazado por múltiples experiencias se puso risueño. Ruchard había vivido dos años (seiscientos ochenta días para él) en el verdadero Hades de nuestra república: Buenos Aires. Allá se había fotografiado con las emblemáticas estatuas de Olmedo y Porcel, y había estado en una relación amorosa perturbadora.
Morbius había alcanzado a desenmascarar mi condición de pueblerino, según él, por la nobleza: «No todos se paran a conversar», dijo al interrogarle. Supongo que esto se debe a la naturalización de la indiferencia en los grandes suburbios en donde los otros no interesan. Los suburbios están compuestos de números, de «People are strange», de una matemática abstracta o de polinomios en los cuales no existen las resoluciones. «Bueno, ahora dame cinco pesos por los sahumerios», dijo con tono de empresario. En el bolsillo tenía un billete de diez pesos y otro de dos. Saqué el de dos –que lleva la cara del ex-liberal Bartolomé Mitre – y se lo di. Posiblemente, con ese dinero se compraría otra cerveza, que colocaría en la botella de agua mineral que llevaba consigo para que gendarmería no lo detuviese. Porque si hay algo que define a Rosario en este momento es su similitud con un estado de sitio. Helicópteros que recorren la ciudad cerca de la medianoche, la represión en las villas y sobre todo el desplazamiento a otra localidad de los que no toleran la disciplina, el panóptico. Hay una frase que me queda de Ruchard Morbius, algo que comentó en medio de la conversación. Hubo dos libros que no vendió posteriormente a haberlos robado: Borges y Shakespeare. Para él, dos magnánimos escritores que le daban el pasaporte a la literatura, como decía, a escribir pequeñas frases para luego reagruparlas en un poema o en fragmentos. Y en cierta medida, la escritura a veces es un rompecabezas, vómitos de enunciados, de anécdotas, que pueden cobrar vida a través del verso o la prosa. «Bueno, me voy», le dije. Se levantó y reiteradamente me estrechó la mano. « ¡Da la mano más fuerte!», dijo.
A lo lejos, perdiéndome entre la gente, escuché: «Seguí así, no cambies».