Es distinta. La sangre es distinta. Caliente sí, pero de sabor dulce. Trago con los ojos cerrados y aparece la Nelly de Biología cuarto año, tomándome examen oral. Eso fue cuando la rubeola me encerró dos semanas en diciembre y tuve que rendir mirando a cada una de las profesoras a la cara, sin alternativas más que estudiar de verdad. Ahora parece que vuelvo a dar el examen, pienso en la sangre y es distinta. Más que nada la composición. Tejido que sabe algo ferroso al gusto y también un poco salado por sus altos contenidos de hierro. Según el libro y yo repetía, por supuesto. Un recoveco snob de la memoria archivó esto y quizás como resultado del golpe se me viene al neocórtex en una especie de mantra inverso, la confirmación de lo inexacto de las teorías de los manuales escolares. Porque aunque le pese a la Nelly, mi sangre es amargamente dulce.
A ciegas busco el camino a la cocina, impedida de hacer algo más que sostenerme la cara con ambas manos. Lo que sí se cumple es aquello de que una ceguera resulta en la habilidad elevada del resto de los sentidos: sólo tengo que seguir la ruta de las milanesas y andar despacio, tranquila, encomendada a un Dios en el que hace rato ya no creo pero que en esas instancias bien podría darme una mano para desviar artefactos inoportunos. El camino es inequívoco porque mis milanesas no son las del vecino o las de otro, son tan únicas e irrepetibles como chamuscadas, propias de alguien que no sabe cocinar y lo hace. Que nunca supo, que nunca quiso, pero lo hace. Mirá y vas a aprender decía mamá. No siempre.
Con la punta del pie tanteo algo que promete ser la heladera y me reconozco en la meta. Como si fuese a desatar una catástrofe, suelto una de las manos. Seca y de textura repugnante. Al tacto con la mesada se congela y busca el rollo de cocina. Ruego que esté. Mi mano también lo ruega. Está. Me toco la cara con un papel, rozo los ojos, voy corriendo la otra mano. Toco todo menos la nariz. Me aterroriza la idea de tener el hueso colgando o alguna otra deformidad parecida. Abro el ojo izquierdo. La visión es impecable y me devuelve al departamento. Un rosario de estampas nace entre el blanco percudido del sofá cama, se estrella de manera furiosa (casi artística) entre las rajaduras del parqué, se mezcla con la mugre del piso. Me sigue hasta la posición actual. La luz de tubo parpadea como siempre, en los estertores de su muerte lenta. Sin la cadencia de esa vibración ésta no sería mi casa. Abro el otro ojo y respiro por la nariz y es la primera vez en largo rato. Vuelan varios coágulos, se estrellan entre los imanes de la pescadería que son los únicos que me dieron con almanaque. Ahora hay varios días de mayo que son rojos y podría decir que van a ser intensos; pero en cuestión de nada van sufriendo inexorable metamorfosis al marrón. Pegar la nariz contra ellos es sentir lo que aquella vez cuando olí mi primera menstruación en los festejos del carnaval y frente a mi primer amor. Las bombuchas, ese febrero agobiante y el miedo a cualquier ataque imprevisto me habían distraído de mi naturaleza interna. Mi enamorado se reía, decía en voz alta que me había cagado y señalaba la aureola entre las rayas de mi short. En un estado de mudez absoluto había arqueado mi cuerpo hacia adelante y con la cabeza entre las piernas quería contradecirlo, conservar su amor o quizás mi dignidad pero el olor allí abajo era aún peor que la misma mierda y pensé que me estaba pudriendo. Aquel día, que justamente era el día de los enamorados, perdí a mi primer Valentín y quizá a todos los que vendrían. Ese mismo año, dos días después, también perdí a mi abuela.
Un río chorrea sobre mi boca y sobre mis memorias. Me enfrento al espejo del baño. Toda la zona izquierda está surcada y se perdieron las comisuras, soy el homenaje al guasón de Heath Ledger. Dudo de ir a una guardia pero no creo que pueda dormir tranquila y entonces finalmente salgo, toalla en una mano, credencial de la prepaga y llaves en la otra. El viaje es corto, el taxista no habla ni me mira, como si él fuese un Dios piadoso que sí existe y atiende mis ruegos de silencio. Me quedó mi abuela entre las sienes y no sé bien como ahuyentarla o que hace siquiera en esta historia. Permanece acá, desolada ante el espectáculo de verme casi con la nariz en la mano. No te pongas así, vieja. Me cuidabas demasiado. Me tocó hacer la primaria de tarde, hecho culpable hasta el día de hoy de lo difícil que resultan mis mañanas. En ese entonces vivía con ella que, nunca supe si a modo de espantar o alimentar más aun la fiaca, me ponía dormida en sus brazos y me llevaba hasta el patio. Abría apenas el toldo del lavadero y se sentaba en un banco de madera. La luz que se colaba entre las hendijas y una canción de su autoría que ahora no recuerdo me daban la bienvenida. Todavía la siento, mi abuela está en esas mañanas y en muchas de éstas. ¿Qué hace entonces en noches como ésta?
En la guardia miento. La médica desconfía pero continúa con la explicación: voy a tener que ir hasta Radiología en el segundo piso y después bajar de nuevo pero ella se encarga de buscar el estudio y de volver a llamarme. La radióloga es cálida y me sonríe después de cada indicación. Dice que intuye una fisura pero que cree que voy a respirar con normalidad. Lo mismo dice la médica, pero pide que vuelva en seis meses para repetir la radiografía. Si el hueso no se soldó solo para entonces me recomienda una cirugía. Le agradezco y me voy. Mi abuela no se fue, sigue conmigo y cuando atravieso el jardín del sanatorio me recuerda una vez más la historia de las hortensias y su pronta rectificación en pos de mi futuro. En el jardín delantero de la casa donde vivíamos había cultivado hortensias. Las más preciadas eran las azules y de esas había logrado un montón pero entonces llegó la novedad de que yo sería una nena y tuvo que correr a desplantar de manera urgente. Las regaló. Con hortensias en la casa las solteras no se casan.
Se detuvo el sangrado pero no sé cuándo. Voy a la parada de taxis y busco uno que me devuelva al departamento y a mi miseria. En el volquete de basura más cercano tiro la toalla y es como si allí tirase la noche entera. Esos seis meses van a pasar y yo no voy a repetir el estudio. Mucho tiempo va a pasar y voy a seguir en la ciénaga, tragando mi sangre que es dulce y pidiendo asilo a las memorias en donde hubo belleza. Perdida en fantasías donde un día mato, otro día muero, o de una vez por todas grito porque así soy yo, nunca tengo suficiente y no entiendo que mi abuela lleva muerta más de veinte años hasta que un día sí y entonces me salgo, en algún momento me salgo (víctima o asesina) y allí sí soy feliz si tengo un jardín repleto de hortensias y si puedo escribir el cuento.
Taxi.
A casa.
¿O a la comisaría?