Crónicas | El zoom del horror - Por Marcelo Britos

La memoria de la niñez es vaga y se fragmenta aún más a medida que vamos retrocediendo en el tiempo con el esfuerzo del recuerdo. En la fabulosa novela W o el recuerdo de la infancia (1975), Georges Perec intenta reconstruir una infancia de la que tiene apenas algunos recuerdos descolgados, instantes o fotografías que se han desprendido de un álbum, sin saber exactamente a qué etapa ni situación pertenecen. Su padre murió en la guerra y su madre fue deportada a un campo de concentración desde París; antes de eso lo enviaron a la campiña, en donde unas tías lo criaron escondiéndolo en conventos y cabañas prendidas en las montañas. En esa reposición, ejecutada con inferencias, sospechas y relatos ajenos, refiere un hecho que rememora con firmeza: está subiendo una colina nevada y un trineo baja a velocidad y lo atropella, fracturándole la clavícula. Esa parte del cuerpo no se puede enyesar –reflexiona Perec–, por lo tanto le inmovilizaron el brazo en la espalda con una extraña forma de cabestrillo. Sus tías lo cuidaron y atendieron con deferencia, algo que el autor también recuerda con ternura. Sin embargo ya adulto, cuando volvió a aquellos lugares en donde atravesó su niñez, les habló a sus tías de aquel asunto y ellas no lo recordaron. Ni el accidente ni el hecho de haberlo mimado durante su convalecencia. Eso no es todo. Perplejo por la falta de memoria de sus tías, atribuyéndolo quizá al paso del tiempo o a la vejez, le hizo el comentario a un amigo con el que había compartido la habitación de uno de los conventos. Su amigo no sólo no lo recordaba, sino que le contó que algo exactamente igual le había ocurrido a él: mismo trineo, misma colina, y el sistema curioso de inmovilidad. Perec había robado un recuerdo para rellenar un espacio de deseo, de protección, que necesitaba ocupar. Lo había hecho desde su niñez, sin quererlo, y su inconsciente lo había afirmado con el correr de los años. En mi caso, por ejemplo, de los tres a los cinco años, igual que al francés, sólo me quedan fotografías sin sentido, sin ningún contexto, como esas que encontramos sin álbum, perdidas en las cajas. Una reja blanca que supongo pertenece a la casa quinta que tenía mi abuelo en las afueras de Rosario. Un árbol de quinotos, un caballo de madera, una pileta de lona que solía estar en la terraza de mi casa de calle Córdoba y Castellanos. ¿Cuánto de eso puede ser algún recuerdo robado o construido?

Egger LienzDespués de los seis años la memoria ya es más firme. El olor a milanesas fritas me recuerda a Villa General Belgrano, a mi viejo comprando la comida para llevarla a la habitación de la colonia de vacaciones. El de la pizza, de los restos de queso y especias que quedan en el horno, a los sábados en la cocina de la vieja casa de calle Córdoba. El perfume de cierto desodorante me recuerda a mi viejo, y otro más floral a mi abuelo. El de los jazmines al barrio de mi adolescencia, porque pareciera que no puedo recordar esas calles sino esen la frescura de las noches de verano, los ventiladores marcando el paso tras las ventanas, las familias sentadas en las veredas y con los espirales en el umbral. Y si bien ese barrio de adolescente que sólo puedo recordar en verano, es el mismo de cuando era más chico, a mi infancia no puedo llegar sino es en mayo o en agosto. Por eso, el olor a humo, al humo celeste y denso, me recuerda a mi barrio, pero en otoño. Las montañas de hojas secas encendidas en los cordones, todos los montículos humeantes, alineados en la calle como un bosque en llamas o un ritual pagano.

Esa nitidez con la que suelen revelarse las cosas no sólo activa una sensación profunda de añoranza y nostalgia, sino que a veces me obliga –supongo que de forma inconsciente– a racionalizar y reflexionar sobre cómo pensaba entonces y los hechos y las costumbres moldeadas por ese pensamiento. Así dicho resulta una sobreexigencia inútil, pero a veces sirve, sirve para entender –explicarme, en todo caso– cómo la historia colectiva que hoy leo y aprendo se encarnó en mí –es decir, en un individuo– en el presente de su devenir. Algo así como un dato empírico en el proceso abstracto de interpelar la historia. Recuerdo por ejemplo mi obsesión por la guerra. Los juegos consistían siempre en armar maquetas, representar los campos de batalla como si fueran la fotografía de un momento determinado y lo demás, es decir, el movimiento de la escena, proseguía en la cabeza. Entrecerraba los ojos e imaginaba a los soldaditos y los vehículos moverse. Las escenas incluían a veces incendios y cerca de las fiestas explosiones que podía simular con pirotecnia. Eran tomas aéreas de los combates que solía ver en las películas, y la mirada sobre la guerra –que persistió lamentablemente hasta mi primer adolescencia– estaba contaminada de esa espectacularidad y banalidad que proyecta el cine.

Los domingos en el Echesortu solía ver esas películas: ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! (1970), La batalla de Midway (1976). La industria norteamericana se erigió siempre como la cuarta pata del complejo industrial militar denunciado por Eisenhower. Y el plano de esa mirada es siempre lejano. No se puede ver la guerra de cerca. Lo perfeccionó la CNN en Tormenta del desierto. Allí no sólo era una vista aérea, sino que sólo se veía la pantalla de la computadora, las líneas que encerraban el blanco y la explosión en el color verdoso sepia de la cámara infrarroja. Nada de sangre, nada de víctimas. La guerra aséptica vista desde el puesto de mando.

Es increíble que casi un siglo antes Cándido López, el pintor de la Guerra de la Triple Alianza, haya decidido también representar esa mirada. Sus pinturas son aquellos juegos. Las formaciones de los ejércitos prolijamente dispuestas, la totalidad del campo, como si el cuadro estuviera siendo pintado en una colina, justamente la colina en dónde se encontraban los generales del ejército tripartito: el puesto de mando. Sus obras más famosas fueron terminadas mucho tiempo después del conflicto, pagadas por Mitre cuando López, empobrecido, le pidió ayuda. Es indudable, como dice Bordieu, que los agentes que se relacionan y a su vez tensan los vínculos en el campo cultural, terminan por influenciar el proceso creador.

Aquí López completó su obra con la ayuda de un mecenas que pretendía una determinada mirada sobre la guerra; de hecho, Mitre había sido durante mucho tiempo quien miraba desde ese puesto de mando. Pero ni siquiera haber presenciado una de las guerras más sangrientas de América de Sur, ni siquiera haber perdido un brazo en una de las batallas, pudo cambiar esa mirada o al menos contaminarla.

Cándido López

Hubo artistas que sí aplicaron el zoom en la guerra. Acercar los ojos al primer plano de la guerra es de alguna manera mirar los detalles que constituyen las verdades de un campo de batalla. El sufrimiento. La deshumanización. La fragmentación, ya sea de los cuerpos como de las viejas visiones que lleva el hombre antes de luchar, el mundo aprehendido antes de su destrucción.

Egger Lienz nació en Austria, en el año 1868. Como a tantos jóvenes del principio del siglo XX le tocó el dudoso privilegio de vivir la Primera Guerra Mundial. Hacia ella fue como pintor para retratar el primer conflicto bélico que llevaría a sus campos la maquinaria mortal de la modernidad. Sus cuadros expresionistas, además de mostrar la huella de la guerra en el hombre, marcan una mirada que está dentro del campo. Nada indica, ningún testimonio ni registro, que hubiera estado allí con su paleta en medio de las trincheras, pero el punto de vista está situado en donde los hombres eran masacrados. Hay, por lo tanto, una elección. Aún siendo el “pintor oficial” del ejército austrohúngaro, Lienz prefiere advertir el horror a seguir la línea nacionalista que reclamaba de sus habitantes la inmolación heroica. En el palacio Belvedere, en Viena, pueden verse sus pinturas y esculturas más importantes. Expuestas a la interpretación malintencionada del nacional socialismo austríaco de entre guerras, parecieran no tener muchas lecturas. Belleza y claridad. Una de ellas retrata el avance de su propio ejército, primates encorvados recorriendo el campo. Otra, a la que tituló Final, los cuerpos apilados sin color ni insignias junto a las trincheras. Recordé al verla los versos de la canción de un autor rosarino, en los tiempos en los que sus canciones solían preocuparse más por temas trascendentales que por su propia trascendencia: «…una guerra no es un negocio ni una ilusión, una guerra es sangre».

Viena, enero de 2014.

«El zoom del horror», crónica incluida en el libro Mickey en Branderburgo. Editorial Aurelia Rivera, Buenos Aires: 2017.

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