El estampido de una expresión cultural provocó sus tembladeras, incitó a algunos, espantó a otros, y fue siempre objetivo en los intentos de captura y subordinación. En el grito de una generación zambullida en la represión y las persecuciones puede distinguirse una experiencia que continuó lanzándose, cercada por las proscripciones, primero de las dictaduras, después de mercado. Otra historia más de las luchas.
Las calles como escenario ganado
12. Ese estar ajeno a toda estructura formalizada, hizo que los rockeros abrevaran en múltiples fuentes para la creación y soltó las agarraderas de la formación metódica. Amplió, asimismo, las posibilidades expresivas: el rock se cultivó en el sincretismo propio de la curiosidad rebelde, manifiesta en sus composiciones variantes y las innumerables avenidas que se desprendieron de ese núcleo sonoro básico, tan diversas unas de otras, aunque todas enraizadas en ese origen común; toda esa curiosidad resultante de la vida apreciada con la intensidad como premisa, experimentada a cada instante como si se tratara de absorberlo todo de una sola vez, en la incontenible existencia de esos jóvenes que entraban al mundo de las relaciones sociales formales educados en la desazón, en el descreimiento y la furia que le despertaba ese país persecutor y disciplinado. Un mundo de generales, capellanes y grandes terratenientes.
Esos jóvenes salían a las calles, que eran ocupadas cada vez con más número y violencia, circuladas por las movilizaciones obreras y las marchas estudiantiles, cubiertas del ambiente de alzamiento de masas, abierto con el bombardeo a la plaza y los fusilamientos del ’56. También querían tomarlas, conquistarlas, como apropiación soberana; el rock estaba ya entre las páginas de Operación masacre, en esas calles que Rodolfo Walsh, el cronista, caminaba y relataba, las calles del Tucumanazo, el Rosariazo y al Cordobazo, las calles de las primeras formaciones y comandos de resistencia que más tarde devendrían en organizaciones armadas, las calles de la rabia social, cuando los proscriptos comienzan a organizarse y golpear, desperezando a cachetazos una realidad que pretendía ser dormida con himnos, misas y ejecuciones.
13. Leían vorazmente los libros que los interventores pretendían desaparecer; consumían arte en busca de experiencias liberadoras coartadas por el clima de represión, que al mismo tiempo promovía. Eran cuerpos absorbentes de todo el conocimiento encontrado en las experiencias, multiplicado en lo sensible, cuerpos que desde la sombra bebían lo que había en las sombras, en una sublevación permanente contra lo establecido y lo limitante.
Fue, entonces, una expresión musical que nació en las reuniones, en las zapadas, en la comunión fraternal, en la unidad de sentido, en la necesidad de compartir un acto de liberación; nació en la confusa oscuridad colectiva que ganaba las calles, porque ella misma representaba las sombras de lo indeseable para las clases dominantes de aquella Argentina que recaía en dictaduras que cada vez intensificaban más la crudeza de sus soluciones.
El maravilloso mundo del rockstar
14. En 1982, con la dictadura en decadencia y la guerra de Malvinas como una sensación ambigua, pulsando en el centro mismo de una sociedad que se había movilizado y festejado por una gesta patriótica llevada al fracaso (y la masacre del combatiente desamparado) por los mismos militares, irrumpieron para reorganizar el nuevo orden liberal que abría las puertas del estado como si se tratara de un gigantesco shopping de negocios para los capitales privados, aliados en el oficio del capitalismo financiero y la prudente racionalidad occidental.
En los preludios de la democracia, el rock volvió a ser nido de esa intranquilidad social. A partir de las prohibiciones que el gobierno estableció para la difusión de música cantada en inglés y con la ampliación de su convocatoria y la proliferación de recitales y presentaciones, llegó un nuevo tiempo de luz para el rock, pero llegó de la mano de las reglas del mercado, que se encontraron con una nueva mercancía aún por exprimir.
La captura desde el mercado (cuando el rock pasó a convertirse en un producto comercial de excelencia, generador de altísimas ganancias y capaz de sostener una fructífera fábula publicitaria, como una máquina que no se cansa de fabricar billetes) produjo un quiebre insalvable dentro del rock mismo.
15. Esa fractura irreconciliable se ensancha cuando la lógica comercial impone sus leyes y comienza a organizar el modo de producción mismo del rock, mediatizando todas sus relaciones con sus criterios de intercambio rentístico. La industrialización del rock construyó una escena donde las mercaderías van rotando en la dinámica febril del consumo, celebrado como un ritual liberador por esa democracia liberal de buena gestualidad y corta iniciativa que se gestaba.
El mismo mundo comercial creado como una esfera de concordia social por fuera y custodiado por ese nuevo orden institucional que dejaba liberado ese juego. El naciente entramado de negocios democráticos recibió el desembarco de la gran industria discográfica y la invasión de sus cláusulas y contratos.
Los grandes capitales extranjeros, asociados a empresarios locales, ganaron la producción discográfica y concentraron sus agencias de promoción y sus productoras. Dieron forma a una élite hablada en revistas selectas, radios satelitales y especialistas instruidos en su pedagogía, que condicionó las reglas de funcionamiento de toda industria. Consagró, en definitiva, un orden de desigualdades materiales al interior del rock, donde algunas producciones tienen mayor acceso a la circulación que otras, donde unos artistas disponen de mayor cantidad de canales para dar a conocer sus obras, donde el mercado mismo –y su cohorte de voceros– santifican algunos productos, los cotizan y ofrecen, y segregan otros, estipulan jerarquías y valores por respetar.