Cuentos | Vestite y bajate, me dijo. Y conocí el miedo. - Por Josum Panca | Ilustra: Nahuel Pérez

Texto e ilustraciones publicados en nuestra sexta revista

Era una noche de verano y yo, un nuevo mayor de edad que exploraba los beneficios del carnet de conducir, el tanque lleno y la ausencia de responsabilidades. Era martes y habíamos terminado de cenar. A los dieciocho años, febrero tiene varios elementos del paraíso: la mañana arranca después del mediodía y no exige demasiadas explicaciones. En esa clave de egoísmo y estupidez me movía, descreyendo de la existencia del futuro, convencido de vivir en un eterno presente en el que no había tantas preguntas, pero que por sobre todas las cosas, no necesitaba consejos de padres.

El celular sonó dos veces. Mientras leía el mensaje pensaba la excusa para llevarme el auto y salir lo antes posible de ahí. La mentira debía ser lo suficientemente verosímil para poder escapar sin aclaraciones, pero no demasiado certera, porque traería preguntas que no sabría contestar. Inventé el cumpleaños de un conocido y me fui. Teníamos un Corsa chiquito, de esos que hay que correrles el asiento hacia adelante para que se suban los que van atrás. Habíamos tenido nuestros encontronazos en el momento de la preparatoria –él no quería salir, yo no lo podía arrancar– pero luego de varios meses de entrenamiento, podíamos circular sin problemas.

Habían pasado un par de semanas del examen en la oficina de tránsito. Un pibe de clase media y con carnet de conducir cree que puede comerse el mundo, hasta que viene el mundo y lo merienda de un saque. No eran más de las doce de la noche. Martes, que se convertía en miércoles y la billetera, que redujo sus activos después de comprar una caja de profilácticos en la YPF, guardaba solamente siete pesos, el dni y una entrada vieja a un recital de Divididos.

Ella se llamaba Camila, la había conocido un fin de semana en un boliche de la ciudad. Veinticuatro años, trabajo estable y el pelo rubio, casi blanco, de tinturas que desarman colores. «Ahora se usa así», me explicó y con las yemas de los dedos se tocaba las puntas como si fuese arena. Vivía en una pensión para estudiantes, pero no estudiaba. Redactaba los clasificados de un diario de la región y fumaba Parliament. La primera vez compartimos una cerveza, algunas mentiras y los números de teléfono. En realidad tuve que pasarle el mío y confiar en que tal vez me escribiría. Nos saludamos con un beso y me quedé mirando sus piernas. Quince días más tarde apareció.

Ilustración: Nahuel Pérez

Manejaba rápido, preso de una excitación parida entre supuestos e imaginarios. En esa rebelión celular, las manos nunca se quedaban quietas. Temblaba con el nerviosismo que antecede a lo inexplorado, que se parece al mismo que ocasiona el frío, pero que no se ahuyenta con calor. Ella vivía a unas treinta y pico cuadras. Dejé atrás la estación de servicio y elegí evitar algunos puntos clave del centro. «Calle Alvear, 1596. No toques bocina, haceme una perdida». Cumplí y avisó que venía. Tardó entre cinco minutos y catorce horas. Yo no dejaba de temblar. Si mantenía la boca abierta, los dientes se chocaban entre sí. Busqué alguna radio que pudiera mejorar el clima, porque el Corsa 2000 básico no trae lector de cd y el pasacassette estaba roto. Recorría las estaciones hasta que sonó Diego Torres y lo dejé cantar. Nunca supe por qué.

Bajó vestida de blanco, con una pollera que le llegaba a la mitad de los muslos. No recuerdo bien la remera, pero sí elescote y la cara de orto por haber estacionado justo delante de la puerta de la pensión. Encendí el auto y corcoveó dos veces. Temí por mi vida, recé en silencio y salimos despacio. Me preguntó por qué Diego Torres y le dije que pusiera lo que quisiera, que elijiera alguna radio mejor. Me dijo que tenía un disco de rock, pero que como había dejado su cartera en la oficina juntoa la billetera, lo tendríamos que escuchar la próxima vez. Tocó los botones del estéreo un par de veces pero se resignó rápido y quedó una cumbia con el volumen bajito.

Dimos vueltas sin rumbo, charlando de las cosas que hablan los que recién se conocen. Me contó del trabajo, que su jefe era un idiota y que quería renunciar pero no encontraba nada. Que iba a ser actriz o psicóloga, que leía a Cortázar –aunque se había aburrido con Rayuela– y que odiaba los jueves porque era el día en que llegaban todos los avisos. Me contó también cómo camuflaban los anuncios sexuales en el diario bajo el título de masajista o acompañante, porque por ley nacional habían prohibido el Rubro 59 y era uno de los ingresos fijos de cada edición. Así que ahora debían buscar sinónimos que mantuvieran la oferta para que la clientela entendiera el mensaje. Las metáforas eran paupérrimas pero sostenían el negocio, sólo cambiaban el nombre de los oficios.

Giramos por la ciudad hasta que no hubo mucho más de qué conversar. Tenía que controlar mis pulsiones emergentes, pero a la vez dejar en claro que no quería ser su primo. Tampoco podía alardear porque contaba con siete pesos y muchas más intenciones que realidades. Debía encontrar el punto exacto entre la acción y la posibilidad de contar con el auto como escenario. Doblé a la izquierda y escapamos por una avenida que después de la ruta se hizo de tierra, por los mismos caminos en los que había aprendido a manejar. Dejamos atrás el último poste de luz y frené. Era una zona oscura de casaquintas, en donde no había movimiento. Apagué el motor sin dejar de hablar y soltó una risa cómplice que alivianó la situación.

Nos besamos mejor que la primera vez. Mi mano izquierda apuró su camino por debajo de la pollera y sentí el calor de la tela pegada a la piel. Mis dedos todavía estaban fríos y suspiró por eso. El auto no cobraba alquiler, pero tampoco prometía comodidad. Entre la palanca de cambios y el freno de mano dos cuerpos se retorcían intentando encontrarse. Sus manos se juntaban sobre mi nuca y yo me creía el tipo más afortunado del universo. Podría exagerar sobre el tamaño de la luna, la cantidad de estrellas o el canto de los grillos, pero lo único que recuerdo en detalle era mi desesperación por concretar el asunto.

De pronto un bocinazo interrumpió la noche. Un auto nos saludó y nos cantó las cuarenta. Elegimos no mirar y seguir. Ella desprendió el cinto y mientras me desabrochaba la bragueta quedamos iluminados como en una película de bajo presupuesto. Esta vez fue un camión, que también tocó bocina. Reímos y continuamos, como si fuese un juego que tenía que terminar mal.

Los vidrios empañados tenían los dibujos que los dedos escriben en esos arrebatos de efervescencia corporal. Ya estábamos desnudos, con el asiento reclinado a punto de vencerse. Ella sobre mí diciendo un montón de barbaridades que prefiero obviar, cuando otra luz volvió a apuntarnos. Esta vez no se iba. Estaba quieta frente a nosotros dejando a la vista la blancura de nuestros cuerpos y la desesperación por taparlos.

Ilustración: Nahuel Pérez

Vestite y bajate, me dijo. Y conocí el miedo. Del otro lado del vidrio un hombre me hablaba detrás de un arma. En un segundo repasé el mito urbano de la pareja que fue sorprendida por ladrones arriba del auto, mito según el cual los delincuentes violaron a la chica para dejarlos a pata después. Los dedos que alguna vez se movieron del nerviosismo ahora apenas podían agarrar la llave. De frente al auto, la luz que primero fue blanca empezó a volverse azul y les vi los uniformes. El pulso bajó la intensidad, un poco. Eran tres policías, dos hombres y una mujer.

Bajé con la remera puesta al revés, una sola zapatilla y el pantalón desprendido. Le pregunté al oficial qué pasaba, con una voz de distraído que nadie creyó. Me explicó que era un delito exhibirse y le dije que habíamos ido hasta ahí para que no nos viera nadie. Me dijo que si me seguía haciendo el vivo me iba a salir más caro. Yo no entendí. Se arrimó más y nos explicó que este tipo de inconvenientes no necesitan resolverse en la comisaría, que con un buen gesto –«buen gesto», dijo– podíamos olvidarnos de todo. Yo asentía mirando el arma y pensando en la sequía de mi billetera. Volví al auto y busqué las monedas del cenicero, que no sumaban tres pesos. Le pedí plata a ella, aniquilando la hombría que nunca había existido, y me puteó al tiempo de reiterarme que había dejado su cartera en el trabajo.

Aposté, entonces, por la humanidad del agente. Lo miré a los ojos y le pedí clemencia. Que éramos jóvenes y nos habíamos equivocado. Que pensaríamos en lo que habíamos hecho y que no volvería a ocurrir. Me preguntó si pensaba que era cura y ambos reímos, pero él rió más y a la carcajada se sumó la de los otros dos canas. Habló con ellos y volvió. Me dijo que esta vez nos dejaban ir, pero que no quería vernos nunca más por la zona. Le juré como cuatro veces que no y volví al auto. Parecía que se retiraban, pero volvió a golpear otra vez la ventanilla. «Mostrame los documentos, así veo que son mayores de edad». Le alcancé el mío. 18 años. Un niño confundido que deseaba tener cerca a sus padres o al menos la billetera de ellos para zafar del problema. Comentó algo que no escuché y pidió el de la señorita. Estaba en la cartera, en su oficina. Le dije que la mirara, que viera que naturalmente era mayor de edad, que se notaba. Respondió que si no podíamos comprobarlo lo íbamos a tener que acompañar. De pronto, el coimero recordaba las esquirlas de la legalidad. Tomó nota de la patente, sacó un par de fotos al preservativo usado que había tirado por la ventana –la evidencia– y nos ordenó que lo siguiéramos.

Llegamos a la comisaría. Era un edificio viejo, de paredes amarillas que combinaban el óxido de la humedad con una promesa de remodelación que nunca había arrancado. Un cartel en la entrada anunciaba una obra que, según la fecha de finalización, debía haber terminado hacía más de seis meses. En el anuncio, una imagen mentía sobre el resultado de la restauración, en la que milicos contentos exhibían supertrajes, apoyados sobre batimóviles policiales con una comisaría aeroespacial de fondo. También se leían palabras sobre la seguridad y la convivencia. El cartel estaba atado con alambres a un ventanal de persianas vencidas, por las que alguna vez había entrado luz.

Del otro lado de esas ventanas muertas, había cuatro o cinco policías más. Compartían un mate y una computadora, que era el eslabón siguiente a una máquina de escribir. Eran las tres de la mañana y cuando se enteraron del caso empezaron a reír al unísono. Había un pasillo largo que anunciaba oscuridad y tres o cuatro puertas cerradas de oficinas administrativas. Por ese pasillo, del que se escuchaban conversaciones, se iba a los baños y a los calabozos. Me estaba meando, pero preferí aguantar. Me tocó una silla despintada, que hacía juego con el piso manchado y las esquinas del techo donde sobraban telarañas. Los canas murmuraban, escondiendo sus comentarios detrás del sistema de radio de los patrulleros y de una cumbia moribunda que salía por un minicomponente.

A ella la llevaron con una mujer que la revisó y le pidió los datos. Yo escuchaba la entrevista y descubrí que no tenía veinticuatro, sino un año menos. Dio el nombre completo de los padres y le dijeron que esperara. Yo respondí un interrogatorio que empieza con: nombre, apellido y edad. Y sigue con un cana que escribe, se equivoca, borra y vuelve a empezar.

Me obligaron a dejar todas las pertenencias en una caja y me sacaron el cinto, pero esta vez sin amor. También los cordones de las zapatillas, mientras me advertían que era para que no intentara suicidarme y terminé en un calabozo con otros cinco detenidos. Ninguno parecía estar allí por lo mismo. Uno me recibió con un abrazo y lo devolví, entregado al destino, sin renegar de esa amistad espontánea. El lugar era peor que en las películas. Hacía un calor nauseabundo y la humedad había conquistado cada metro cuadrado. El piso era gris, como las paredes y el techo. Estaba alumbrado por una pobre lámpara bajo consumo que temblaba, amagando a dejarnos a oscuras. Había un ventilador que por supuesto no andaba y el hueco de un fluorescente conquistado por arañas y algún que otro bicho.

Les conté por qué los acompañaba y empezaron a cagarse de risa. «Te estás comiendo el descanso de tu vida pibito», me dijo uno. Charlamos y el más grandote empezó a putear a los milicos. «¿Por qué le hacen esto al pibe, manga de giles? ¡No te dejan ni coger tranquilo!», les gritó. No era el mejor abogado, pero acompañé sus denuncias. Ahora toda la comisaría sabía que había un boludo que se la había dado de romántico y terminó preso.

Ilustración: Nahuel Pérez

Éramos seis jóvenes, enfrentados de a tres en cada banco de la celda mirándonos las caras. Yo era el único que llevaba zapatillas y uno de los pibes me lo hizo saber. «Cuidado con eso que los canas son medio giles», me advirtió y siguieron las risas. Me preguntaron si me acordaba exactamente lo que había dejado en la caja. Les dije que más o menos y volvieron a reír. En media hora tuve una clase magistral de cómo son las negociaciones ahí adentro, quiénes son los buenos y quiénes los malos, pero sobre todo quiénes son los perejiles. Uno tiró algunas claves para no comerse el verdugueo y hablaba de que no hay que darles de comer, porque siempre te la quieren dar. Otro acompañó el seminario con una historia de vida que los demás conocían, y terminó la exposición con una verdad incontrastable: «Igual a vos te largan al toque porque sos rubio».

Como si estuviese guionado, a los pocos segundos un oficial se acercó a las rejas. Dijo un nombre  acompañado de «Te vas y no vuelvas a romper las pelotas, porque la próxima vez dormís acá». El aludido celebró, repartió un abrazo fraterno a los que estábamos ahí y se fue. Diez minutos más tarde dijeron el mío. Saludé, respetando el ritual, y comencé a cambiarme. Recuperé mis cosas y les pregunté si me podía ir. «Estamos esperando la confirmación de la Seccional de Melincué para ver si el automóvil tiene pedido de captura. Si está todo en orden se puede retirar», contestó de mala manera un oficial que no tenía más de treinta años. Pregunté cuánto tardaban en comprobar eso y dijo que dejara de hacer preguntas. Selló un par de papeles en los que vi mi nombre, algo relacionado a la vía pública y el exhibicionismo y fui a buscar a Camila.

Estaba seria mirando el piso en la oficina del responsable del turno de madrugada. Nos dijo que nos podíamos ir y que no hiciéramos más pelotudeces porque tenían demasiados quilombos como para soportar a una vecina indignada que denuncia a dos pendejos por coger arriba de un auto. Pensé en esa vieja y sentí un odio que no conocía hasta el momento. Yo sólo quería llegar a casa y despertarme anteayer. Tenía que estar antes de las seis porque mi viejo necesitaba el auto. También dejarla a ella en la pensión y apostar a un reencuentro o desaparecer de la vía láctea. El cana seguía hablando y nos pidió que firmáramos donde él ponía el dedo. Garabateé mis iniciales y sentenció: «O pagan un telo o le pagan al policía, pero esto no lo hacen más, ¿estamos?». Los pibes tenían razón, estaba claro quiénes eran los buenos, los malos, pero sobre todo quiénes los perejiles


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