La publicación de La potencia de los sueños, de Stephen Duncombe (Tinta Limón, Buenos Aires, 2018) -profesor y activista norteamericano-, traducido por el Grupo de Investigación en Futuridades, nos servía como excusa para desplegar un diálogo en torno al contexto que recibe al libro, cuando el neoliberalismo se muestra, tal vez como nunca antes, en su versión de máquina para producir sufrimiento. Pone a rendir los cuerpos financieramente y los rinde vitalmente. Con secuencias conocidas: hambre, endeudamiento feroz, saqueos, tiros policiales y vecinales, protestas y resquebrajamientos institucionales. Estamos al pie de la catástrofe: qué hacer con el manojo de posibles que segregan de esa sensibilidad social irritada, qué formas darle a los sueños políticos para salir de ésta.
La tarde que nos juntamos, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, anunciaba, sorpresivamente, que dejaba su cargo. El reemplazante es Carlos Rosenkrantz, uno de los dos jueces que, en los primeros días de gobierno, el presidente Mauricio Macri intentó colar por decreto, abogado de Clarín y promotor del 2 x 1 para los genocidas. En las horas que le siguieron al encuentro se produjo el secuestro y la tortura de una docente en Moreno, el dólar volvió a trepar por encima de los 40 pesos, y delegados de Estados Unidos y economistas hacen saber la importancia de dolarizar la economía. Además, faltaba una semana para que el juez Claudio Bonadío dictara un nuevo procesamiento y pidiera la prisión preventiva para Cristina Fernández de Kirchner. Cuanto estábamos por terminar esta publicación, Juan Grabois era detenido al acercarse a la comisaría 18 y, en su función de abogado, reclamar por dos compañeros del Movimiento de Trabajadores Excluidos que terminaron presos al intervenir contra los abusos policiales en un operativo contra trabajadores ambulantes senegaleses. Lo imprevisible desactualiza esta nota segunda a segundo y la campaña de intimidación social se refuerza. Con piezas alineadas, la ofensiva se lleva al límite.
LP: Acá hay dos generaciones del 2001. Yo formo parte de los que éramos pibitos, y el 2001 es un cúmulo de imágenes –que después fueron desplegando sus sentidos- vinculadas con el dramatismo. Me parece que esa es una curva entre una generación y otra: para los que éramos niños políticos, la crisis fue una circunstancia más ligada a lo doloroso, al hambre, a la imposibilidad de lo que rodeaba, que a un momento contestatario, de rebelión. Yo, que no padecí en carne propia la crisis, me acuerdo de juntar ropa, comida y útiles para llevarle a compañeros de fútbol o de la escuela, y de la enorme confusión con las imágenes de las fogatas en el Congreso, los saqueos o el Estado de Sitio, esa expresión que circulaba sin que entendiéramos qué era. Los más grandes nos contaron todo lo otro que pasó. La idea sería, entonces, tomar el 2001 como un punto de ruptura del consenso democrático y un momento donde se abren los imaginarios políticos. Trayendo eso al escenario actual, la pregunta sería: ¿qué tiene de 2001, y qué no tiene de 2001?
EG: Es una pregunta clave porque de ahí se derivan orientaciones, pronósticos y estrategias. Hago un par de entradas. La primera: me parece que algo que en su momento pensábamos desde la perspectiva de la izquierda autonomista del proceso que llamamos «2001» fue lo que definimos como el fin de la postdictadura. Dando a entender que desde el ’83 en adelante se fue estableciendo un acuerdo tácito, político pero también social, pocas veces cuestionado, que era que había que defender las instituciones de la democracia. El 2001 le pone un fin a la dicotomía dictadura-democracia que había ordenado un poco el mapa político argentino. Con esto me refiero a que se procesó política, colectiva y socialmente, el temor a un retorno dictatorial. Y se actualizó el mapa político ante la evidencia de esa imposibilidad. Todo esto, por entonces, lo elaboramos con Ignacio Lewkowicz, con quien tuve la suerte de intercambiar bastante en esos días. Y flashee mucho cuando el 24 de marzo del 2002 Rep saca el chiste de Página 12 con una lápida que decía «Miedo» y decía «1976-2001». Si bien el macrismo tiene gestos y ademanes de corte autoritario, de retorno del Ejército a las calles, y tiene una discursividad, especialmente en zonas periféricas, peligrosamente militaresca y represiva, yo creo que ese miedo políticamente sigue sepultado. Esto no quiere decir, por supuesto, que Cambiemos sea una derecha democrática. Sólo quiere decir que la política argentina no transcurre, como en otros tiempos, condicionada por una amenaza militar. En todo caso, son otros los factores que buscan reemplazar o desplazar a las instituciones democráticas. Ahí hay una diferencia con el «2001»: el fantasma dictatorial no está, porque el 2001 lo conjuró, pero hay otros actores que parecen tener una capacidad de relevo antidemocrático considerable.
LP: El peronismo en el 2001 tuvo la característica de ser una víctima, un promotor y un reelaborador de la crisis. Ocupó los tres lugares, y lo que derivó de eso, en cierta medida, ayudó a recuperar lo que era el viejo antagonismo entre nación-colonia que la postdictadura ocultó detrás del de democracia-dictadura. Y que hoy, con el cipayismo y la entrega macrista, cobra una vigencia espeluznante. De algún modo es lo que articuló la etapa más confrontativa del kirchnerismo. Y eso tensó las contradicciones internas que aparecen a veces hasta como caricaturas. Creo que ese reavivamiento tuvo su efecto con el perdón desde el Estado a las víctimas del Terrorismo de Estado, el relanzamiento de los juicios y la bajada de los cuadros. Y eso hace a la forma en que se presenta este nuevo escenario que, mirando los aspectos macroeconómicos y discursivos, puede ser parecido al 2001, pero que en términos políticos parece ser completamente distinto. Y creo que el lugar del peronismo determina esa diferencia. Entonces, ante esta crisis, ¿hay que disparar para algún lado, hay que escaparse? ¿O la pregunta es cómo habitar ésta crisis y recoger de ella la materia de un sueño político?
EG: En cómo funcionó el peronismo en el marco del 2001 y cómo está funcionando ahora hay, como decís, diferencias. Por cómo quedó marcado en cierta memoria política el lugar de Duhalde y del peronismo en la resolución del 2001, creo que está tendiendo a quedarse más quieto en cuanto a un cuestionamiento a Macri que lo empuje a renunciar. Y creo que también tiene que ver con la legitimidad de origen. Tengo la sensación de que vamos a llegar a las elecciones, a pesar de todo. O, en todo caso, que el peronismo (o los peronismos) tomarán el camino electoral. Y otra diferencia que por ahí no se marca pero hace a que esta situación sea infinitamente peor que el 2001, es que estamos en un régimen de cambio flotante, con inflación y recesión. En el 2001 estábamos todos cagados de hambre pero los precios eran relativamente los mismos que en el ’97, mientras que ahora estamos metidos en una espiral inflacionaria que se acelera. Entonces, vos tenés un endeudamiento descomunal que lleva seguramente al default, pero además tenés un sistema de precios totalmente desbocado. La posibilidad de una hiperinflación agudiza todavía más la situación económica. Es peor el escenario al que estamos yendo.
LP: Lo de dejar que el fruto caiga creo que tiene que ver con una lectura de estas nuevas condiciones en la que evidentemente no va a servir hacer lo mismo para salir de la crisis. El peronismo lo único que nunca hace es inmolarse. Ahora, pensando en las consecuencias anímicas en la población, el escenario actual es de un despojo vital integral, un arrasamiento material y simbólico, eso hace que sea demasiado imprevisible cómo puede detonar. Es como un saber implícito compartido en la política. Aunque en el gobierno parecerían no ser conscientes del monstruo que alimentan; y si lo son, sencillamente son psicópatas. Es la sociedad la que hasta ahora se pacificó a sí misma ante las provocaciones y agresiones gubernamentales. Hay como un deseo de no volver a vivir las escenas más terribles. A su vez, el antecedente inmediato da una perspectiva más completa de hacia dónde ir, o qué se puede hacer y qué se puede recuperar, pero tiene algo de restrictivo porque instala una imagen e impide que se generen otras. Entonces, un interrogante que se me ocurre es: ¿cómo se rompe ese acto reflejo de tratar de buscar lo inmediato anterior como forma de un futuro que ya sabemos va a tener muy poco que ver con las otras condiciones?
EG: Hay un elemento concreto de eso: la devaluación que hizo Duhalde, ya la hicieron. Hay herramientas económicas que ya están utilizadas y que no están funcionando. Porque no hay kirchnerismo sin devaluación de 2002; y por otro lado, esa herramienta ya está agotada. Desde cierto punto de vista el descalabro es tal que puede pasar cualquier cosa. Ahí es donde el fantasma de la pérdida de la soberanía monetaria a manos de la dolarización se vuelve técnicamente viable y políticamente planteable. Por otro lado, pueden aparecer formas de articulación económica popular a pequeña y mediana escala muy novedosas que no tuvieron tanto lugar en el 2001 quizás por efecto de la primera devaluación y la colocación de los agronegocios como protagonistas de la producción de divisas. Y las retenciones, por supuesto. Yo veo que hay como un juego entre una desazón total y el hecho que estamos en un país que produce dos movilizaciones de 200 mil pesos por semana, algo que no sucede en ningún otro lugar del mundo. En eso sí hay un cierto paralelo con el 2001, porque fue un momento de mucha movilización y mucha creatividad política.
Por otro lado, vivimos en una época que provoca una aceleración tal de las imágenes que las desfigura, y la política forma parte de eso también. Hay como dos posiciones que yo escucho con más frecuencia respecto a qué hacemos con esto y hacia dónde vamos. Una es «no tenemos la más puta idea a dónde vamos», como una especie de ausencia total de figuración. La otra es lo que yo llamo la «épica del retorno», que es constitutivo de cierto peronismo, la figura del retorno como porvenir, que a veces puede ser muy potente, y a veces muy despotenciadora. Creo que el desafío está en evitar la desorientación absoluta, pero también en asumir la tarea no sólo de construir «nuevas figuras» sino de construir las formas políticas que hagan posibles nuevas maneras de proyectar colectivamente. Es decir, no sólo un nuevo proyecto sino una nueva manera de hacerlo.
LP: Vuelvo a la épica del retorno porque es una experiencia que salió trágicamente mal. Cuando uno trae algo del pasado, eso que se encaja en el nuevo contexto deja de ser lo que era y pasa a ser otra cosa. Y eso que es se vuelve totalmente inmanejable. Ya pasó y fue tristísimo. Y el peronismo, en este caso, siempre fue un movimiento creativo políticamente. Y pensando en ese «¿qué hacer?», Duncombe plantea una diferencia entre soñar los sueños y hacer los sueños. En ese sentido, me parece que en este momento hay una tensión fuerte entre el registro de la utopía y la necesidad de una pragmática productiva. La pregunta por la producción no está muy presente. Pero se trata de una cuestión fundamental si se imagina una salida que tienda a la radicalización de la democracia y al protagonismo popular en los procesos económicos, con otra matriz de acumulación y formas justas de distribución de la riqueza. Ahí inmediatamente aparece la economía popular, donde efectivamente se está pensando en el futuro a través de la creación de respuestas en el día a día, que no son tanto programáticas sino, más bien, de resolución práctica. Y ahí creo que hay un punto central en cómo tratar la cuestión entre lo urgente, lo necesario y lo posible. Y es algo que no tienen que resolver las dirigencias, a pesar de que toda la organización política viene dada como para que lo resuelvan los dirigentes. Hay una especie de desconexión en el tiempo como si la política estuviera fuera de ritmo respecto a lo que viene.
EG: Agrego a eso, dicho bestial y solemnemente: toda política que se articula prioritariamente sobre el enemigo, tiene un problema. Y ese problema es que en un momento no sabe qué hacer. Toda política que se construye especularmente en la diferenciación del enemigo, no tiene proyecto propio, salvo el de la destitución del enemigo. Y creo que es un riesgo, porque siempre hay que pensar el día después. Y lo más probable es que, corrido el enemigo, aparezcan otros enemigos. Y me parece que el punto de cuáles son las alternativas económicas es fundamental y no está siendo tematizado y problematizado. No es lo que circula como propuesta política, salvo en sectores muy chiquitos. Hay que pensar cómo salirnos de la economía de la deuda, no como enfrentarla. Si quedamos entrampados va a ser difícil tener un margen de autonomía mínimo que te permita vivir.
LP: Ya que mencionaste a Lewkowicz, es como que se pasó de «pensar sin Estado» a «pensar desde el Estado», y que hoy el desafío estaría dado por «pensar más allá del Estado». Y en eso hay algo que se reprodujo, y que hace al repertorio militante pero también a la convivencia y a la formación de ese poder ciudadano, que es la mediación del Estado para hablarle al par. Y tomando lo que dice Duncombe, las políticas progresistas terminan hablándole a un otro abstracto. Porque lo que se está haciendo es abstraer la realidad del otro.
EG: Duncombe en este libro no piensa el hambre, y es algo que uno puede incorporar desde la condición argentina. Me parece que en Argentina hay un vínculo estrictísimo entre la política y el hambre. Y el modo en que se elabora políticamente el hambre te da una clave de imaginación política. Porque este país se gobierna a través del hambre. Cambiemos, perversamente, como buena lógica empresarial, mientras amplía el hambre, se ha dirigido a producir deseos que vayan más allá de esa satisfacción inmediata. Y nosotros, en general, el campo no neoliberal, incorpora la cuestión del hambre de una manera que a veces nos termina jugando en contra. Lewkowicz una vez me decía: no es que pensar es un lujo de los que no tienen hambre, es porque hay hambre que hay que pensar. En esa dinámica que Duncombe marca de «vamos a pensar cómo intervenir y aprovechar esos deseos populares en términos postcapitalistas», yo creo que lo que tenemos que pensar es la erótica social del dinero. Hay que construir algo que sea más seductor que el dinero. Y ahí hay otra diferencia con el 2001. En ese momento estábamos en una sociedad parcialmente bancarizada y muy poco endeudada, porque era imposible endeudarse. En quiebra pero no endeudada. En el escenario actual, además del endeudamiento estatal, tenés una sociedad endeudada hasta las pelotas y tenés un postnet hasta en el kiosco de una villa. Entonces, no solo es qué vamos a hacer con esa infraestructura, sino qué vamos a hacer con los deseos sociales que soportan esa infraestructura.
LP: Y cómo hacerlo antes de que se produzca una especie de deriva tanática de ese deseo negado. Estamos en un país en el que la bonanza del sector agroindustrial te permite paliar ciertos efectos negativos y enmascarar de estabilidad una coyuntura, o a la inversa, una sequía hace desbarrancar al proyecto político que parece más sólido. Y nosotros tenemos muy poca participación, no jugamos ese juego que pone la comida en nuestras manos. Es una intervención muy mínima y condicionada en la forma en que satisfacemos nuestra hambre. Y, en el caso del hambre más literal, a veces ni siquiera se puede acceder a esos alimentos porque no hay abastecimiento y se racionan. O directamente se excluye vía remarcación de precios. Entonces surge el tema de la «jugabilidad» popular en un proyecto de soberanía alimentaria, que es algo que ninguno de los procesos latinoamericanos logró.
EG: No solo que los progresismos latinoamericanos no tuvieron una política de soberanía alimentaria, sino que tuvieron una política exactamente contraria. Las grandes cadenas de supermercados crecieron descomunalmente. Se favorecieron modelos de consumo y de producción de alimentos contrarios a la posibilidad de un mínimo de autonomía. Ahí hay un gran problema, y es el efecto de la alianza entre progresismo y extractivismo. Y la gran falencia es que muy pocas veces fue problematizado como algo que había que modificar, y eso es algo que hay que retomar en este nuevo ciclo de quilombo. Trato de no decirle crisis, porque me parece que más bien es una catástrofe. No estamos en una crisis del capitalismo, eso no está en crisis.
LP: Si hay algún lugar dónde está la crisis es al interior del bloque dominante, esto tiene más el aspecto de una guerra de empresarios para ver quién se queda con el control. Respecto a la idea de la catástrofe, me trae otra parte del libro de Duncombe, algo que quedó en evidencia en el 2015: la insuficiencia política del argumento racional a la hora de convencer y agitar deseos y energías sociales. Pero además una especie de déficit anticipatorio, pensando en la «campaña del miedo», que fue muy limitada respecto a lo que terminó pasando. Como si la racionalidad política, incluso en su pesimismo máximo, se quedara corta al imaginar. Y ahí está la otra pregunta que hace Duncombe: ¿cómo hacemos política? ¿Cómo se puede pensar una combinación de racionalidad para la comprensión del desquicio junto al tacto de deseos y emociones y la creación imaginaria? Algo que es un problema también para Cambiemos, a pesar que se hayan entrenado con especialistas en el management de las vidas. Porque así como miden para ver qué pasa y ofrecen en función de encuestas y resultados, haciendo contacto con lo peor de los odios y los terrores, también pueden encontrarse midiendo los ánimos que los saquen del poder.
EG: Ese es el corazón del libro de Duncombe, que a mi entender aporta a un manualcito de estrategias necesarias. Está probado que la acumulación infinita de denuncias no produce una política mejor. No sé que tendría que pasar, tendrían que encontrarlo a Macri haciendo algo horroroso, una especie de demostración absoluta del mal. La acumulación de razones que explican por qué esto es una mierda no parece alcanzar para salir de la catástrofe. Todo lo que dijimos que iba a pasar, pasó, y peor. Pero con eso no alcanza. Y a veces agota. Hay una militancia denuncialista que no va muy lejos, y Duncombe la diagnostica. La otra cuestión, que es una suerte de hipótesis, es que habría que dejar de pensar monolíticamente al votante de Cambiemos, o al sujeto neoliberal silvestre. Para mí hay átomos de esos deseos que son potables políticamente, solo que hay que hacer un esfuerzo muy grande para desmontar la identidad general y dirigirlo en otro sentido. Como decía Ítalo Calvino: tratar de encontrar en medio del infierno lo que no es infierno. Parafraséandolo: hay que encontrar, en medio del votante de Cambiemos, lo que no es infierno.
LP: Rosario fue un epicentro de todos los momentos de crisis, en el ’89, en el 2001 y hoy, al tope de los índices negativos y con una importante movilización social con los sindicatos, los movimientos sociales, el feminismo, la Multisectorial contra la violencia institucional, las luchas de los docentes, hasta los conflictos sucesivos en el cordón industrial. La pregunta que se me viene es ¿cómo pensar el escenario de crisis sin caer en una subordinación a la cuestión nacional?, ¿de qué manera plegar la acción en lo local sobre la disputa nacional pero con un margen de autonomía que permita pensar las condiciones específicas de Rosario? Casi como si el fin del Fondo Sojero obligara a repensar creativamente cómo vivir en cada territorio.
EG: La escala local es interesante para poner en juego formas de la economía social y colaborativa, para discutir alternativas económicas. Y creo que va por ahí, y que esa discusión local atraería a distintos actores, pero no debe quedarse en un localismo sino construir otras redes de cooperación global, redes alternativas a las gramáticas dominantes.
LP: Lo cual implica recolocar a Rosario en el contexto de la región. La centralidad de Buenos Aires hace que haya casi una desterritorialización y se pierden los vínculos con la región, que tienen que ver con el trazado de horizontes productivos. Es como si los otros lazos de intercambio con la región fueran demasiado débiles para lo que podrían ser.
EG: El único vínculo fuerte es el del agronegocio. La integración regional está absolutamente monopolizada por el agronegocio. Es imperioso romper eso.
LP: Una integración de rutas devastadas por los camiones con granos y los ríos apestados. Podría pensarse Un Paso del Bosque de productos regionales. ¿Por qué no permitirse sueños colosales e, incluso, utilizar los sueños capitalistas para darles otro sentido?
EG: Cuando llegué a Italia en el 2003 recién había asumido Berlusconi, y yo pensé que estaba en el pasado. Que Italia 2003 era Argentina 1998. Pero después, con el tiempo, me di cuenta que era al revés, eso era el futuro. Para mí Berlusconi es el inicio de una nueva fase del capitalismo donde se vinculan el empresariado y las estrellas. Yo creo que Italia desde Maquiavelo en adelante, anticipa al mundo. Y hay algo del berlusconismo que es anticipatorio. En ese mismo 2003, los italianos de Chainworkers decían que la política estaba pasando de la plaza del ágora a la plaza del mercado, y para mí era insoportable esa idea. Pero algo de razón tenían. Leyendo y releyendo a Duncombe me lleva a pensar que habría que pensar la plaza del mercado como un lugar para hacer política también. Ya sea producir los propios mercados, como tratar de intervenir en esas relaciones desde una dinámica que no sea negar el mercado. Es increíble como no hay almacenes o mercados en circunvalación que conecten la producción aledaña con la ciudad. Es una ciudad totalmente circunvalada, conectada, pero solo está Carrefour, Coto o el MicroPack. La pregunta es: ¿cuáles son las condiciones de estrategia y percepción política que impiden esto?
LP: Y yendo un poco más atrás: es el Mani Pulite. El saneamiento. Un punto de ruptura con el sistema político mediante la intervención judicial de la que surge un nuevo poder empresarial. Y es volver al tema de la postdictadura: ahora se trata de intervenciones sutiles que hacen a un control incluso del cotidiano interior. La alianza de poder judicial y mediático se te mete a la casa. Por eso la cuestión del aborto, el efecto social que produjo, me parece, abrió una cuña para discutir la relación entre deseo y cuerpo, y politizarlo desde otro lugar.
EG: Sin dudas, el feminismo también aporta en eso para pensar cómo está compuesto mi deseo y por qué quiero lo que quiero. Eso puede pensarse desde la ciudad. A mí me cambió la vida entender que mercado y capitalismo no son lo mismo. Eso también es el 2001.