A comienzos de este año, Espacio Santafesino Ediciones, la editorial del Ministerio de Innovaciones Culturales de la provincia de Santa Fe, editó La literatura de Santa Fe. Un análisis histórico, un ensayo del que soy autor, bajo la forma de libro digital, que puede bajarse gratuitamente en PDF concurriendo al sitio espaciosantafesino.gov.ar. En la investigación participaron también Agustín Alzari y Ernesto Inouye.
Ahora, El Corán y el Termotanque me da la posibilidad de escribir sobre ello, y quisiera aprovechar para extenderme acerca del marco teórico de esta obra.
La literatura de Santa Fe concreta ciertas diferencias con las conclusiones a las que yo había arribado en mis investigaciones sobre la literatura de Rosario. Éstas venían desarrollándose desde 1991, publiqué un tomo sobre la literatura de nuestra ciudad en el siglo XIX. En los años siguientes vieron la luz dos tomos más, que abarcaban los períodos 1900-1940 y 1941-1970. Se complementaban con una antología de textos prácticamente desconocidos, recopilados por mí tras la lectura de periódicos y libros de la época.
Realizados sin contar con antecedentes, esos trabajos, además de contener errores materiales, estaban basados en un contexto teórico confuso. Esto me llevó a perfilar lo que teóricamente se deducía de la investigación práctica, y sobre esa base, publiqué un ensayo, Nadie cerca o lejos (2005), en el que por primera vez, pude proporcionar un encuadre entonces a mi entender satisfactorio a lo que era la cultura nacional en general, y la de Rosario en particular. Dado ello, publiqué en 2007 una nueva versión de los estudios anteriores, bajo el título de Capital de nada, eliminando errores y la antología de textos, y llevando el análisis hasta el año 2000.
Podrían resumirse mis conclusiones de la siguiente manera: Hacia el final del siglo XIX, ya organizado el país, integrado a la división internacional del trabajo y orientado hacia la modernidad, se hizo necesario crear un canon para la literatura argentina, con el evidente propósito de ponerla en condiciones de seguir el ritmo de la evolución cultural europea, lo que para los ideólogos de esa organización era la única posibilidad de existir como nación civilizada.
Esta tarea debió realizarse en Buenos Aires, único sitio que contaba con los recursos humanos necesarios para ello. En efecto, en las capitales provinciales, los esfuerzos intelectuales, cuantitativamente menores y siempre drenados por el éxodo a la capital nacional, estaban absorbidos por la necesidad de crear instituciones, con sus escalafones, procedimientos, catastros, etc.
Aunque en un primer momento todas las manifestaciones revistaron la misma jerarquía, pronto se advirtió que los residentes en Buenos Aires estaban en mejores condiciones para cumplir los propósitos canónicos: no sólo las novedades europeas llegaban eficazmente, cosa que no siempre ocurría en el Interior, sino que la representación de la realidad podía conformar la imagen del país que se pretendía proporcionar a Europa: la de una cultura enteramente europea en América, como lo eran ya los Estados Unidos.
Las representaciones de la realidad surgidas en el Interior desmentían bastante esa posibilidad y, por ende, resultaban problemáticas. Además, la resistencia a adoptar las nuevas formas venidas de Europa era mayor. Debido a ello, el canon incorporó cada vez menos a los autores provinciales, salvo que estos se trasladaran a Buenos Aires y evitaran con ello dar una visión contrastante con la «oficial». Posteriormente, aparecieron en las provincias escuelas y tendencias que, asumiendo el hecho, buscaron incorporarse al canon central dentro de un papel de segundo orden.
Correlativamente, cuando –bastante más tarde– surgieron críticos, ellos se acomodaron a esta situación: las literaturas elaboradas en sus provincias fueron consideradas como menores o regionales, es decir, como literatura cuyo valor no estribaba en lo propiamente literario, sino en su capacidad de reproducir una realidad local exclusivamente.
Estos cánones secundarios o complementarios eran elaborados en las capitales provinciales, que necesitaban desde luego buscarse una cierta identidad propia. Es manifiesto, por ejemplo, que las figuras de los caudillos, execradas por Mitre y la historia oficial, debían ser reivindicadas, y así surgieron no sólo libros de historia, sino también piezas literarias al respecto. Este discurso no sólo era menor en su objetivo, también lo era en su alcance: se usaba en los actos públicos provinciales, escuelas provinciales, o permitía nominar ciertas calles, paseos, etc.
Había, así, en el siglo XX, una cultura central, administrada desde la Capital Federal, y otras, existentes en cada provincia, para uso exclusivamente interno, ya que sus conclusiones no se extendían –no podían hacerlo– ni siquiera a la provincia de al lado.
Quedaba claro, entonces, que estas literaturas «menores» se conocían y ponderaban en su lugar de producción, aunque se las valorara menos. Pero éste no era el caso de Rosario. En Rosario todas las manifestaciones literarias habían sido olvidadas. No se las estudiaba en las escuelas, ni eran mencionadas por el periodismo, ni integraban el discurso local en función de necesidades geográficamente restringidas; no, simplemente se las ignoraba. Los escritores contemporáneos, en el momento de publicar sus libros gozaban de notoriedad limitada a sus amigos y el ambiente literario, pero una vez desaparecidos, no se los reeditaba, ni se los estudiaba, ni siquiera se los denostaba. Aunque la ciudad tenía una prensa veterana y una facultad de Letras, los especialistas que surgían de allí se dedicaban a publicar artículos sobre cualquier tema, siempre que no fuera de la literatura de Rosario.
Sin embargo, el redescubrimiento de esa literatura no era tan difícil. Muchos de los libros habían quedado en las bibliotecas públicas y podían conseguirse a veces en las librerías de viejo. Podían consultarse periódicos de otras épocas. Algunos protagonistas de las bohemias antiguas podían ser estimulados a hablar. Los historiadores, en particular, habían elaborado ciertas listas que mencionaban a los escritores. No era pertinente en este tipo de discurso la ponderación artística de las obras, pero las referencias estaban, desde la Historia de Rosario de Juan Álvarez en adelante. ¿Por qué nadie –me preguntaba– había abordado un trabajo de este tipo?
A medida que fueron apareciendo las obras –como los edificios de una Pompeya espiritual sepultada por un volcán ideológico–, se pudo ver que la literatura rosarina no tenía nada de extraño: se encuadraba siempre en las corrientes vigentes en cada época, con alguna particularidad, claro está, pero respetando los parámetros de la historia literaria ya conocida del país. Había algunos textos realmente valiosos, y hasta geniales en algún caso, y también textos mediocres, como cabía esperar. El olvido no se debía a ninguna dificultad gnoseológica.
La respuesta tenía que estar en la forma en que estaba organizada nuestra cultura, con su canon central, y sus cánones subsidiarios. Administrado el primero desde Buenos Aires, y los segundos desde las capitales de provincia, era evidente que Rosario, por no estar en ninguno de los dos casos, no podía elaborar ningún canon propio (por eso llamé a la última versión de mi trabajo, Capital de nada). La consecuencia era que sobre los textos rosarinos no había nada qué decir, porque no había cómo decirlo.
Por cierto, ahí estaba la explicación: una literatura carente de crítica que la constituya, que la relate, que la relacione, y que la juzgue, tiene, por fuerza, que ser olvidada en un plazo más menos breve.
Solucionado el misterio, pareció sencillo reconstituir el discurso literario rosarino, inventariando autores y obras, clasificándolos en corrientes, y estableciendo así la posibilidad de fijar pautas comparativas. Eso fue lo que hice definitivamente con la edición de 2007. El resultado fue auspicioso, pues al tiempo empezaron a aparecer reediciones (los poderes públicos se habían hecho más sensibles a la cuestión, y también aparecieron iniciativas privadas), y trabajos críticos. De hecho, estas manifestaciones se sumaron a un interés general por la ciudad, que no se dio en Rosario exclusivamente, por cierto, y al que no era enteramente ajeno la intención turística. Por lo demás, desde los años 70 se habían hecho algunos intentos críticos, aunque enmarcados de manera tal que no alcanzaban a develar el problema de manera exhaustiva.
Hoy día, puede decirse que la literatura de Rosario es un tema instalado en la cultura de la ciudad. Ya hay un importante número de críticos que toman por objeto alguno de sus aspectos, y hasta se han realizado algunos seminarios y congresos sobre la cuestión, algo impensable treinta años antes. Sin embargo, algunos aspectos no cierran bien.
En primer lugar, Rosario no era la única ciudad que, no siendo capital de provincia, poseía una literatura lo suficientemente desarrollada como para justificar el nacimiento de un movimiento crítico. Ciudades como Mar del Plata, Bahía Blanca, Río Cuarto o Villa María eran análogas a Rosario en este aspecto, y sin embargo no habían sufrido ese silencio lapidario sobre sus manifestaciones. Ciertas ciudades del interior provincial incluso, como Rafaela, habían dado a conocer trabajos críticos sobre autores del lugar, sin esperar a que la ciudad de Santa Fe los produjera. Si el esquema desarrollado en Nadie cerca o lejos o en Capital de nada fuera enteramente exacto, todo esto no debería haber tenido lugar. Por otra parte, ¿por qué habían renunciado los críticos de Santa Fe a dar una visión literaria de Rosario, si ello formaba parte de sus atribuciones?
Otra cuestión irritante era la ensayística. La narrativa y la poesía habían dado una imagen de la ciudad, de acuerdo a las posibilidades de cada género. Si esto había ocurrido a pesar de los límites del modelo, cabía esperar que, a través del ensayo, los elementos identitarios rosarinos hubieran tenido algún tipo de caracterización. Sin embargo, las pocas obras que asumían el tema no hacían sino reproducir la idea de que Rosario era una ciudad nueva, liberada del lastre de lo colonial y de lo indio. Pero ¿cuántos cientos de ciudades existen en la Argentina en esas condiciones? ¿Qué tiene esa característica de diferencial?
Otros intentos procuraban ubicar a Rosario en un ámbito cultural más amplio que la provincia, por ejemplo, el de la «región Litoral». Esta caracterización, en la que predominaba lo geográfico, tampoco proporcionaba los elementos identitarios reclamados, como lo reflejaban las letras de folklore, que daban una visión del ámbito litoral, pero eran incapaces de expresar la realidad rosarina.
La sospecha de que el modelo diseñado no describía suficientemente bien el fenómeno, me condujo pensar que la respuesta debía encontrarse en el estudio de la literatura santafesina en general, es decir, la de toda la provincia. He ahí el origen del trabajo del que nos ocupamos ahora.
¿Qué resultó de ello? Podía comprobarse que había una cierta insistencia en olvidar la literatura rosarina, un soslayamiento exagerado, imposible de atribuir al descuido o una mera postergación. La crítica de la ciudad de Santa Fe, si hacía falta, se refería a veces a las manifestaciones del interior de la provincia. Incluso las tomaba para la elaboración de una identidad provincial, como lo demuestra el caso notorio de Pedroni. Pero no hacía lo mismo con la literatura de Rosario; a lo sumo, en ciertos inventarios aparecían nombres y autores, pero privados de toda consideración crítica. ¿Por qué esos críticos se privaban de manejar el ingreso al canon de las obras producidas en Rosario? Ningún «castigo» hubiera sido tan unánime, tan ausente de fisuras. Tenía que haber una causa más profunda, una imposibilidad.
La respuesta estaba, como siempre ocurre con los problemas culturales, oculta en la historia. No en la historia literaria, en la historia civil: hacia 1912 Santa Fe y Rosario se habían enfrentado gravemente cuando Lisandro de la Torre y su partido, la Liga del Sur, postularon que la capitalidad de la provincia debía pasar a Rosario.
Esta formulación, aunque relativamente lógica desde el punto de vista de la teoría del Progreso Indefinido (la ciudad capital tenía que ser la que más progresara, es decir, la que más progresara materialmente), chocaba con la realidad, más compleja, por supuesto, que las teorías. La propuesta, en realidad disparatada, fue abandonada unos años después, tras haber suscitado enconadísimas críticas. Sin embargo, dejó su veneno. De hecho, ya antes se la había venido venir, y escritores como el rosarino David Peña y el santafesino Ramón Lassaga habían, yo creo, tratado de prevenirla. Pero el conflicto estaba ínsito en la forma histórica con la que la provincia había entrado a la modernidad.
En virtud de esta rivalidad, la ciudad de Santa Fe se abroqueló tras una imagen excesivamente tradicional. Aunque dinámica y moderna en realidad, trató de dar una impresión de ciudad blasonada y de arraigo, frente a una Rosario adventicia y sólo rica materialmente. Rosario aceptó, aunque cueste hoy creerlo, esa imagen que le proporcionaba la capital provincial: la adoptó, sin darse cuenta de que, en virtud de la misma, toda referencia a una cultura propia y a su evolución, sería tomada como un elemento disociador, destructivo del statu quo pacificador.
Cada parte del conflicto, entonces, convino en respetar esa partición artificial, en la que una ciudad se condenaba a una eterna «provincialidad» (en el sentido que le dan los porteños, es decir, a un eterno atraso), mientras que la otra, a su vez, se eternizaba en un presente sin historia, pero preñado de posibilidades «no provinciales», en virtud de su dinamismo moderno.
Sin historia no significa, desde luego, que Rosario no pudiera tener historiadores. Los tuvo, pero esa actividad, basada fundamentalmente en la investigación de los hechos y en su interpretación, no proporcionaría jamás la identidad buscada, que debía radicar en una visión cultural más amplia, por ejemplo, en la valoración propiamente artística.
Esa visión integral le estaba vedada a Rosario en virtud de ese tácito, secreto pacto, y también a Santa Fe, desde luego, por los mismos motivos. He ahí la razón por la que la crítica de la ciudad capital no se atrevió a poner mano en las manifestaciones culturales de la otra urbe, limitándose a ignorarlas.
Debía hacerlo, pues escarbar en ello, mostrar a Rosario como un asiento de fenómenos de cultura (como cualquier otra ciudad, por otra parte), evidenciaba la falsedad de la imagen «fenicia», que Santa Fe necesitaba enarbolar, para conjurar el peligro de ser superada.
Quizás a los rosarinos les hubiera gustado contrarrestar esa tendencia. En verdad, es curioso que no lo intentaran seriamente. Pero debe recordarse que, en la forma en que estaba articulada la cultura argentina, dicha tarea exigía una teorización que pusiera al desnudo que el canon provincial era de segundo orden. Entrar en este tipo de canon no debe haberle resultado atractivo a los críticos de Rosario, una ciudad que, por lo dicho antes, se resistía a verse como provincial.
Como no era posible examinar con provecho la cultura de una ciudad sin hacerlo al mismo tiempo con la otra, el resultado es que, en verdad, tanto una como la otra carecieron y hasta ahora carecen de una verdadera visión identitaria. Al examinar la ensayística de la ciudad de Santa Fe, puede advertirse esto tan bien como en la ensayística rosarina. Obviamente, si uno quiere saber cómo es algo, no puede prescindir de una parte de ese algo. Sin embargo, eso es lo que se intentó hacer con la provincia de Santa Fe: dividirla en dos compartimientos estancos, sin comunicación entre sí, a los que se pudiera considerar por separado.
Como vimos, en Rosario esa consideración demoró mucho en producirse. Pero ahora se percibe que de nada valía historiar la literatura de Rosario en estas condiciones, porque es como describir un objeto sólo en parte, pretendiendo que se describe el todo.
El camino a seguir consiste, pues, en desarmar esa dicotomía, y en volver a estudiar la literatura de la provincia como un todo. En La literatura de Santa Fe hemos procurado hacerlo. Esto no significa que no puedan examinarse las manifestaciones rosarinas de manera aislada (yo lo hice). Pero para realizar la tarea ahora resulta necesaria una visión de la literatura de toda la provincia (y no sólo de la de la ciudad de Santa Fe), para darle a esas manifestaciones su verdadera significación.
Sería en exceso prolijo enumerar los problemas que se pueden resolver de esta última manera. Para ello es necesario leer la obra. Ojalá que esas lecturas confirmen estos planteos. Si fuera así, aunque con errores y omisiones, nos estaríamos acercando a realizar aquella tarea que Ramón Lassaga definió en 1895: «La historia argentina no será nunca debidamente escrita mientras todas y cada una de las provincias que componen la república no tengan la propia historia de su origen y de su desarrollo, de la tendencia de sus sociedades, de las ideas políticas de los ciudadanos que las habitan, de sus relaciones con los pueblos hermanos, y de la influencia, más o menos decisiva, que hayan podido tener, como componentes del cuerpo nacional, en la vida de la república». Quizás debió agregar que tampoco lo será mientras no tengan la historia de su literatura.