«Fue así. Ese viernes fue uno de los peores días de mi vida. Eran casi las once de la mañana cuando un amigo viene y me dice: se murió Pufio».
Podía pasar; y pasó.
Sabía que al proponerles como ejercicio escribir una crónica sobre un hecho cercano, algo que les hubiera pasado hace poco tiempo, corría el riesgo de que la partida temprana de «Pufio» emergiera entre las historias. La corregí con un nudo en la garganta. El escrito tenía un peso emocional tal que las faltas de ortografía quedaban en un segundo plano.
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Trabajar como docente en los barrios donde las alegrías hay que saber buscarlas porque abundan las necesidades tiene escrito, en la letra chica, enfrentar este tipo de situaciones. «¿Es la primera vez que te toca, no?» me dice otro profe como dando a entender que ya tenía experiencia en esto de perder alumnos y no precisamente porque dejaran la escuela. Es increíble, pero la muerte los encuentra. Los busca, los busca y los busca. En una esquina, por los pasillos, en la noche, hasta que finalmente los encuentra.
No está claro qué le pasó a «Pufio», pero qué importa. Tenía 15 años.
Una vez me dijo una alumna: «Usted porque no vive acá, pero nosotros estamos acostumbrados a perder amigos». Y no supe que responder. En esos casos, toda la teoría se va a la mierda.
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A «Pufio» lo velaron en un salón comunitario donde habitualmente se reúnen los vecinos del barrio, enfrente de la canchita de fútbol que lo vio gambetear hasta donde pudo su destino. Hubo que esperarlo unos días porque este tipo de muertes requieren de una autopsia. Contrariamente a lo que pueda decir cualquier papel firmado por un juez, muchos coincidimos en que a «Pufio» lo mató la desidia y la mala distribución, o mejor dicho, la concentración.
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Ya hace tiempo que este modelo castiga a las capas medias con reducciones de «gustitos» porque los valores de las boletas apremian. Es ese mismo modelo, el que en los barrios populares está generando: hambre -dejando la puerta abierta para que proliferen otras economías informales y bla, bla, bla- no me interesa irme del punto: en los barrios está generando Hambre. Podemos discutir las formas y los modos de construcción de alternativas. Puede ser. Pero hoy, para muchos, el día es demasiado largo porque lo que su olla les ofrece es poco.
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El salón quedó chico. Éramos bastantes enfrente de esta especie de altar improvisado, por eso algunos entraban y salían. Para fumar un pucho. Para tomar un poco de aire. Para tratar de encontrar explicaciones. Adentro estaban sus compañeros de curso abrazados como haciendo de barrera antes de la partida, también estaban sus amigos del club, los profesores y directivos de la escuela, la familia y todos los que querían saludar por última vez al «pecoso tirapiedras».
El mate dulce circulaba en ronda y un sacerdote se animó a tocar unos punteos de guitarra que rompieron el bloque de silencio que se había instalado junto al cajón. En la mayoría de las miradas había una profunda tristeza, pero en algunas encontré resignación. Otra vez. La idea de la muerte como un músculo que se desarrolla. Que se puede trabajar. Y pensar que si tantas necesidades se hermanaran serían muchas las resignaciones. Tantas, que colmarían la desidia del resto. Pero en la práctica esa amalgama, por el momento, no se avizora. Y se quedan, nos quedamos, masticando resignación.
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Los barrios de Rosario hace varios años que tienen una galería de rostros a cielo abierto. Pinturas hechas en aerosol, sobre las ochavas o en los muros abandonados. Siempre son caras sonrientes, con una pequeña leyenda y el nombre o el sobrenombre del recordado. Siempre son pibes. Difícilmente superen los veinticinco años. Tablada, Barrio Municipal, La Sexta, Ludueña, Rucci, La Cerámica, La Granada y muchos más; en todos quedaron inmortalizados estos rostros en las paredes. Rupturas abruptas en las trayectorias de estos pibes que el barrio les mostró temprano su peor cara. En momentos así, asusta ver cómo crecen los índices de selomereceporandarencosasraras, aunque también el tienepintadechorro rankea bastante bien. Son pibes, señor. Son pibes, señora. Cálmese un poco.
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Una mezcla de bronca y vacío es compartida en el auto donde regresamos varios de los profesores después de haber estado en el velorio. Las hipótesis de lo que puede haber pasado nos llevan siempre en el mismo punto. A «Pufio» lo mató la pobreza. Se lo comió este modelo que tiene la forma de un embudo con cuello angosto y aprieta y aprieta hasta que unos pocos zafan ¿Y el resto? Ni idea. Que se la arreglen. Que se la rebusquen. Darwinismo social.
Es en estos momentos donde se prenden las luces de la meritocracia, desde los sectores concentrados, para encandilar al resto. Si es el faro meritócrata el que ilumina no se muere nadie por desidia. Todo es culpa tuya ¿Mía? Se preguntarán Sí, claro, porque no te esforzase lo suficiente.
Hay que reconocerlo, como método es perfecto. Generar las peores condiciones macro/socio económicas y después concientizar que la responsabilidad de mi pobreza se debe a que no me esforcé lo suficiente, de tan perverso sorprende que tenga efectividad.