Rafael y Leonardo habían llegado a Ibarlucea a media mañana con sus padres, el primo Daniel y Andrés, un chico vecino que la madre había invitado a último momento. Ella había insistido con llevarlo, aunque los hermanos no lo querían porque siempre se metía en problemas. No le tenía miedo a nada y hasta se decía que había metido un gato en el lavarropas.
—No sean malos, Andresito es un poco travieso pero buen chico—, dijo la madre cuando les avisó que lo llevarían—.Y tiene la mamá tan enferma, pobrecito. Ustedes no saben. Ténganle paciencia.
Se sentaron en un banco, a la sombra. Hacía bastante calor. Un rato más tarde los llamaron para entrar a misa. Cerca del mediodía salieron de la iglesia de Santa Rita y caminaron dos cuadras hasta el club, donde se harían el almuerzo y la kermés. En el baño, Rafael y Leonardo se pusieron vaqueros, zapatillas y una remera. Doblaron con cuidado la ropa de misa y la metieron en una bolsa de plástico.
Las mujeres preparaban desde temprano la mayonesa de ave, las ensaladas y las paneras para más de trescientos comensales. Los hombres ya habían acomodado los tablones cubiertos con papel de estraza y habían repartido las sillas de madera. A un costado del salón principal, el viejo Aquiles cocinaba los pollos, solo, enfurruñado como siempre. Sólo aceptaba que le prendieran el carbón y, una vez que distribuía las brasas, cerraba una puertita de reja y no dejaba pasar a nadie. Ni siquiera a Laura, su esposa, con quien llevaban cincuenta años de casados. Rafael se asomó y observó por un momento que el viejo mojaba una rama de romero en un líquido amarillo que estaba en una palangana de metal. Con esa rama golpeaba los pollos dorados y las gotas se deslizaban y chirriaban sobre las brasas, lanzando pequeñas y olorosas humaredas. Cuando Aquiles lo vio le tiró con medio limón, pero él retrocedió y se mezcló con la gente que empezaba a entrar en el salón.
Mientras esperaban la comida, los cuatro se pusieron a mirar a los gringos que jugaban a las bochas en una cancha paralela al salón, del lado opuesto a las parrillas. Los jugadores usaban alpargatas blancas, se repartían lisas y rayadas, y medían con un fierrito las distancias para anotar con tiza, en un viejo pizarrón, los puntos de los equipos. Como habían tomado varios aperitivos, el volumen de las discusiones crecía a medida que el partido avanzaba.
El almuerzo comenzó con la mayonesa de ave y siguió con el pollo a la parrilla y la ensalada, repetidos hasta que los comensales empezaron a rechazar a los mozos, entre risas y comentarios acerca de las cinchas de los caballos. Como el año había sido bueno, sirvieron de postre una cassata pétrea: una cuña amarilla, rosada y marrón.
A la hora de la siesta empezó el baile. Sobre la tarima de madera el grupo Los Belmonte tocaba pasodobles y cumbias. Un chico raspaba un güiro mientras las hermanas y los padres tocaban y cantaban «Santa Marta Santa Marta tiene tren/ Santa Marta tiene tren/ pero no tiene tranvía».
Cuando Rafael vio que sus padres habían salido a la pista, llamó a los tres chicos y les propuso una expedición al campo. Sabían que se perderían la ruleta, el tumbalatas, el palo enjabonado y el juego que más les gustaba: la suelta de un cuis dentro de un círculo de casilleros numerados, en el piso de tierra, que bajo el griterío de los jugadores duda y amaga hasta que entra en uno y define al ganador.
—Vamos ahora, que están meta bailar.
Enfrente del club, cruzando la calle, había un zanjón, una especie de vereda de tierra y un alambrado. Detrás, dos palmeras altísimas con nidos de palomas. Allí se había despejado un rectángulo bastante grande y dos muchachos estaban instalando las ruedas de fuegos artificiales que se encenderían en el crepúsculo. Más atrás, el esqueleto oxidado de un tractor primitivo y el horizonte verde.
Caminaron una cuadra y cruzaron la vía. Siguieron hacia el oeste por la avenida de tierra, escuchando cómo se apagaba a sus espaldas la música del baile. Se alejaron, el campo estaba desierto. El canto de los pájaros reverberaba en la tarde y el viento traía cada tanto el chirrido intermitente de un molino. Media hora después llegaron frente a la casa de Vicentín. Tuvieron que colgarse del alambrado para distinguirla entre eucaliptos gigantes, en la oscuridad, como si la noche hubiera llegado antes allí adentro. Estaba cerrada y no se escuchaba ningún ruido. La madre les había prohibido acercarse porque decía que Vicentín le tiraba con la escopeta a todo el que se asomara. Andrés saltó el alambrado antes de que pudieran darse cuenta, y caminó diez metros hacia el interior de la propiedad. Un perro negro, enorme, salió ladrando desde atrás de la casa y Andrés se quedó quieto, como paralizado, hasta que el perro empezó a saltar y a mover la cola a su alrededor. Le tocó la cabeza y lo palmeó en el lomo. El perro se puso panza al suelo y cruzó las patas.
—Se cagaron todos, eh —, dijo Andrés al salir, sonriendo nervioso y tratando de disimular el miedo que todavía tenía.
Cien metros más adelante, por el mismo camino de tierra, llegaron a la casa de Aquiles. Entraron por un pasillito del costado y desembocaron en el primer patio, donde había una parra enorme y un galpón de ladrillos y chapa donde se guardaban las herramientas y el forraje para los animales. Pasando una puerta de tejido, se veía el terreno enorme de tierra pelada, las higueras, la morera, el cañaveral. Más allá, la huerta y un tinglado abierto donde se acumulaban todas las cosas que Aquiles iba juntando y de las cuales no podía desprenderse: esqueletos de sillas, mesas, ménsulas, ruedas de bicicleta, cuadros de motos, rollos de alambrado y de metal desplegado. Una especie de museo del óxido.
Al fondo del terreno, lindando con el campo, había un gallinero enorme, cerrado con tejido romboidal y con un paraíso en el medio. Las gallinas ya se habían acomodado para pasar la noche pero Leonardo propuso juntar huevos. Entraron con dos canastas que estaban colgadas del techo y empezaron a sacar las gallinas de sus nidos. Muchas se resistían y tuvieron que moverlas con un palo. Rafael notó que esos huevos estaban muy calientes. No entendía por qué. Una gallina gigante, rojiza, los enfrentó a picotazos. Andrés quiso pegarle una patada pero lo agarraron entre dos. Se asustaron un poco y salieron del gallinero con los pocos huevos que habían logrado juntar.
Fueron hasta el alambrado del fondo y entraron en el campo. A lo lejos se veía una hilera de árboles, un molino de agua y un chalet.
—Dice mi papá que allá se escondía el ingeniero que hacía llover—, dijo Rafael.
—¿Por qué se escondía?—, preguntó Daniel.
—Porque lo había mandado Perón y los gorilas lo querían cagar a tiros—, contestó Leonardo, que se sabía de memoria la historia repetida en las sobremesas familiares.
Se dieron cuenta de que faltaba Andrés. Lo llamaron. Nada. Volvieron a entrar al patio. Cuando buscaban las canastas, lo vieron salir del galpón con una escopeta abierta. Mientras caminaba puso un cartucho rojo y la cerró con un golpe seco. Levantó la cabeza y los miró a los ojos.
—Arrodíllense, putos.
—Andrés, dejate de joder—, dijo Leonardo.
Rafael no dijo nada. Temblaba.
—Guardá esa escopeta que el tío Aquiles nos va a matar—, dijo Daniel.
—Yo los voy a matar si no se arrodillan—, siguió Andrés—. Y cierren los ojos.
Se arrodillaron. Dos horneros cantaron su contrapunto cortando el aire anaranjado del atardecer.
—Cierren los ojos—, repitió Andrés, mientras amartillaba con los dientes apretados.
Obedecieron y se quedaron escuchando el silencio. El disparo doble, apenas desfasado, cortó el aire y un aleteo de palomas y gallinas llenó todo el patio. Rafael sintió que un río caliente le bajaba por la pierna izquierda, mojándole el vaquero y haciendo un charco amarillo junto a su zapatilla.
—Vengan, boludos, que anda el loco Vicentín—, dijo Andrés en voz baja y con cara de asustado.
Se escondieron en el cañaveral y vieron que el hombre caminaba por la tierra arada, bajo una luz incierta. Se detuvo un momento, giró la cabeza en dirección a ellos e hizo una visera con su mano para ver mejor. Rafael creyó ver una calavera en el lugar de la cara, pero no dijo nada. Veinte metros más adelante Vicentín se agachó, alzó la liebre que había cazado y la guardó en una bolsa. Después se alejó en dirección al monte.
Guardaron la escopeta en el galpón tratando de no hacer ruido y salieron por el pasillo hasta la calle. Anochecía. Empezaron a correr por la avenida, para llegar al club lo antes posible. Cuando estaban a mitad de camino, sin decir una palabra, Daniel le pegó una trompada en la espalda a Andrés, que trastabilló unos metros y se plantó, desafiante.
—¿Por qué nos apuntaste, pelotudo?—, dijo Daniel, cerrando los puños.
—Estaba aburrido—, respondió Andrés, mientras con los ojos llorosos le sostenía la mirada.
Antes de que se trenzaran, Rafael y Leonardo los separaron y empezaron todos a caminar rápido. En diez minutos vieron las primeras casas del pueblo. Bajo los faroles de las esquinas se habían juntado cientos de sapos verdosos. Andrés pateó uno que voló sobre un alambrado y cayó entre los yuyos. Cuando estaban llegando vieron que toda la gente estaba en la vereda del club, mirando al cielo. Sólo la madre miraba angustiada para todos lados. Los vio y corrió hacia ellos.
—¿Dónde se habían metido? ¡Me van a matar de un susto!— les gritó, antes de preguntar si estaban bien.
Esquivó a sus hijos y a su sobrino y fue directo hacia Andrés, que venía apenas rezagado.
—Andresito, querido—, dijo, y se inclinó para abrazarlo.
Un Andrés diminuto, desamparado, frágil, empezó a llorar sobre su hombro, en silencio.
Las últimas bengalas se elevaban veloces, con un chasquido, curvándose y silbando en el aire, hasta estallar en penachos verdes, rojos y azules, con insólito esplendor, para poco después disolverse en el aire húmedo de la noche.
Texto e ilustraciones publicados en nuestra sexta revista