Cuentos | Espectadores - Por Joaquín Yañez | Ilustración: Francisco Toledo

«Estoy harta de los mexicanos que hablan
  y se comportan como si todo fuera Pedro
Páramo, dije.  Es que tal vez lo sea, dijo Loya»
Roberto Bolaño, 2666


El día de la pelea con Cristian, Daniel Ojeda se levantó más tarde que otros lunes. Eran las nueve y media de la mañana, sabía que ya no podría dormir más, y que esa madrugada temblaría de sueño frente a la máquina envasadora.

Lo primero que hizo fue arrastrarse hasta el lado de Marisa. Buscaba cigarrillos en la mesita de luz. Encontró medio pucho con restos de rouge en el cenicero,  lo fumó de dos o tres pitadas y se volvió a tapar. Se levantó cinco minutos más tarde.

Puso la pava a calentar y entró al baño, cuando salió, humedeció la yerba para hincharla y clavó la bombilla. Alimentó a los pájaros, fumó nuevamente, y escuchó la radio hasta la hora del noticiero.

Prendió la tele y se puso a cocinar. El ruido de las costeletas chamuscándose en la plancha, o su olor, hicieron levantar a Oscar, el mayor. Daniel le dio los buenos días y le preguntó por el hermano, el otro se encogió de hombros, como si no supiera o no tuviera interés en responder.

«Dejalo así, nomás», rezongó el padre, y dio vuelta la carne.

La alarma del celular de Marisa sonó en su horario habitual: las cinco y media de la mañana. A pesar del frío, saltó de la cama sin posponer el reloj ni una sola vez. Se bañó, desayunó un yogur light y salió para la oficina. La cuadra estaba oscura, hacía tiempo que faltaban dos bombitas del alumbrado público y no habían ido a reponerlas.  Ningún vecino informó al municipio, terminaron acostumbrándose. La oscuridad se perdió en el paisaje, como esos zumbidos cotidianos que se integran al silencio.

Marisa avanzó temerosa, tratando de no pensar en Cristian, en que su moto faltaba del garage, de no pensar en el frío, no pensar en la oscuridad. Si lo hacía se largaba a llorar, y con el maquillaje todo corrido no es forma de llegar un lunes a la oficina.

Daniel, sentado a la cabecera de la mesa, masticaba las noticias. La noche anterior habían asesinado a cinco chicos en distintos barrios de la ciudad. Tres en Tablada, muy cerca de su casa, otro (de doce años) en un bunker de Gorriti y Magallanes, y el quinto, muerto a puñaladas en barrio Triángulo y Moderno. Salvo el nene del bunker, que recibió un tiro en la cabeza, todos los muertos tenían antecedentes penales, aclaraban los conductores del informativo, para tranquilidad de los hogares.

Cada mediodía, el noticiero daba el parte de lo juntado por la morguera la noche anterior. Siempre asesinatos sicariales, siempre desde autos de alta gama o motos enduro. Hondas 250, o 125 como la de Cristian.

–Doce años. La puta madre que los re parió–, dijo Oscar, y fue todo el  comentario que hicieron sobre las noticias aquel mediodía.

Marisa estuvo en la oficina a las siete y media de la mañana. La atención al público no empieza hasta las ocho, pero si pierde ese colectivo llega tarde, así que se resigna a tomar un mate cocido, o a fumar un pucho en la cocina hasta la apertura. A los pocos minutos llega su compañera, apestando a crema enjuague y emulsiones para la cara. Por último, honran al resto con su presencia, los profesionales: abogados, escribanos, y estudiantes avanzados de derecho.

Esa mañana le tocó trabajar afuera. Pasó a buscar cheques por dos constructoras, tenía que llevarlos a un estudio jurídico del centro. Le sería entregado un sobre con plata para depositar en el banco de la Provincia de Santa Fe. Hacía unos años que habían empezado con lo de los cheques de las empresas constructoras y las concesionarias de autos. No era un tema de usura, como se hizo siempre, parecía más pesado, mucha guita.

No le gustaba salir de la oficina, prefería el trato con los clientes, la recepción, el «enseguida le aviso» o «aguarde un instante», más tranquilo que andar por el centro con miles de pesos ajenos, la cara colorada por el frío y muerta de miedo.

Después de hacer el depósito se sentó en un barcito, pidió un café chico. Era su venganza. Cuando la hacían salir de mandadera, en lugar de volver apenas terminado el recado, se quedaba haciendo tiempo por el centro: paseando si era verano, en un bar si hacía frío.

Vació dos sobres de edulcorante en la tacita, con los envoltorios hizo unos bollitos muy apretados que colocó cuidadosamente en el plato. Por la vereda pasó un grupo de adolescentes vestidos con saco verde, camisa y corbata. El saco tenía bordado el escudo de un colegio privado, pero no llegó a distinguir de cuál. De haber terminado la facultad hubiera podido mandar a sus chicos al Inglés o al Goethe, y manejar uno de los Mercedes de sus patrones, y salir en la televisión como ellos, pero no, nunca sería abogada. Ni ella ni sus hijos, ni nadie en su barrio. Todo el futuro que pueden imaginar es hasta el fin de semana, a veces ni eso. A veces el futuro sólo es una premonición funesta.

Recordó la cara que puso Daniel al ver a Cristian con Kilo. Llegaban en el auto y los descubrió charlando en la esquina, rajó una puteada. Marisa preguntó quién era ese tal Kilo, para entender. Él dijo que era un pibe del barrio, que hasta hace unos años no comía todos los días, pero que ahora está en la barra de Central y maneja un Peugeot 307. Lo dijo como si Cristian estuviera muerto.

Oscar levantó la mesa y lavó los platos. Daniel miró la tele distraído, Crónica estaba repitiendo una carrera de caballos. Después puso a calentar el termotanque y preparó ropa limpia sobre la cama.

Cuando salió de bañarse, echándose desodorante y con una toalla enroscada en la cintura, le comentó a Oscar que saldría, que si quería lo arrimaba a la Esso de Ayacucho y Segui, donde trabaja de playero. Oscar le dijo que no, ya había arreglado con el Maxi. Iban a tomar una gaseosa dando vueltas con el auto, y después lo dejaba directo en la estación.

La vecina, por Francisco Toledo

A la salida, Marisa se quedó un rato fumando con el encargado de la cochera que está pegada al estudio. Hablaron de todo un poco y de la inseguridad, ella tenía miedo de que pasara algo en la oficina, por el movimiento de guita que veía. Él le dijo que los doctores no eran tontos, que estaban armados. Es más, dijo, todos los abogados y jueces del país andan armados, y puso de ejemplo a un juez de Buenos Aires que asesinó a dos asaltantes. Marisa aprobaba esa visión de la justicia. La posibilidad de un Sheriff le parecía más que razonable.

Se subió al 146 de las dos y veinte, encontró un asiento de pasillo libre. Pegada sobre su cabeza divisó una calcomanía de NarAnon: ¿la droga es un problema en su familia?

Ella daba por hecho que Cristian se drogaba, ni uno de los pibes de la cuadra zafa de esa, el tema era otro. Le preocupaba el asunto de la moto, cómo se había comprado un vehículo si no trabaja, si ni siquiera tiene edad legal para sacarse el carnet, eso y la cancha, el bendito Central, y que saliera todas las noches. Además la droga. Se tapó la cara con una mano, presionando suavemente los ojos, como si acabara de sacarse unos lentes. Llorar en el colectivo le parecía un papelón. Se bajó a las tres y diez de la tarde. Caminó hasta su casa fumando, al llegar vio la Honda XR 125 de su hijo en el garage.

Daniel estacionó a 45 de frente, en Primero de mayo al 900. Bajó por Rioja, al cruzar la avenida, se encontró con un cartel de la municipalidad que aseguraba que Rosario es la mejor ciudad para vivir. Pensó en las criaturas asesinadas a tiros en los kioscos de droga. Desde que Cristian anda con Kilo, el mundo se le aparece distorsionado, todo se cubrió de un pesimismo amarillo, viscoso. Como si Rosario fuese una sala de espera, donde al que llaman se muere, y de la cual nadie quiere escapar: apenas si rezan para no ser los próximos.

Siguió caminando, quería ver si alguno de los pescadores sacaba algo, para variar. Al rato se aburrió. Buscó un banquito, estuvo viendo hamacarse al Paraná hasta que se hicieron las cinco y media de la tarde. El sol empezaba a bajar.

Marisa entró como un torbellino. Abrió la puerta de la pieza de Cristian, comprobó que su hijo dormía y que la pieza rezumaba olor a alcohol. Pensó en gritar, despertarlo como una madre que todavía no se dio por vencida, pero no hizo nada. Prendió la tele y se comió un yogur con muesli. Después se bañó por segunda vez en el día y se tiró un ratito a la cama. A las seis de la tarde escuchó que Cristian deambulaba por la cocina y se levantó. Lo encontró tomando Coca Cola del pico, parado frente a la puerta de la heladera. Eran las seis de la tarde. Cedió a un impulso y empezó a hacer preguntas; preguntó por la moto, por la droga, por el olor a alcohol de la pieza, por qué había llegado tan tarde. Cristian no respondía, la miraba y tomaba otro trago. Contestame, dijo Marisa y lo agarró del pelo, Cristian se la sacó de encima con un manotazo y reventó la botella contra el piso, desparramando gaseosa por todos lados.

Cuando Daniel llegó a su casa, desde la ventana vio que Cristian sostenía de los pelos a Marisa y le daba cachetazos, su mujer no gritaba ni lloraba, pero tenía la cara colorada, como si fuera a explotar de vergüenza o de odio. Por un microsegundo evaluó alternativas. No las había. Entró, el pibe, como un reflejo, se puso en guardia. Lo tumbó de un piñón en el ojo. Fue como inaugurar una maratón de exiliados en las fronteras de Europa. Perdió la cuenta de la cantidad de trompadas que le dio.

Apuntaba a las costillas,  hombros, y muslos, sólo la primera fue a la cara. Cuando se cansó, lo levantó de los pelos y lo tiró en la pieza. Marisa le dijo que era una bestia. Él se limitó a preguntar «¿La bestia soy yo?» y salió, cuatro horas antes de lo necesario, a cumplir el turno noche de la fábrica. «Sí, andate, mejor. Bestia». Gritó ella.

Parada frente al espejo del baño, estudiaba las marcas coloradas que le había dejado su hijo. Se lavaba con agua fría y se volvía a mirar. No lloraba, sólo pensaba en borrar esos dedos rojos de sus mejillas. El agua hacía que sintiera más el calor de los sopapos. Prendió un pucho y se sentó en el inodoro. Se quedó ahí hasta que el frío que entraba por el ventiluz le pareció insoportable. Fue a la pieza, se puso un salto de cama, prendió la tele en mudo, y se acostó. A los pocos minutos, escuchó que Cristian abría la puerta de la cochera. Salió corriendo para frenarlo. El chico la empujó y se fue en la moto, haciendo un ruido que partía la tierra.

Cuando llegó Oscar, a eso de las once de la noche, Marisa estaba mirando el programa de Tinelli en la cocina, tenía los ojos hinchados y rojos, como si hubiera estado soldando sin máscara. Él traía un paquete de ensalada rusa. Se sentó a comer sin preguntarle los motivos del llanto. Dio por sentado que tenía que ver con su hermanito, y prefería no enterarse, si hubiese sido algo grave ya se lo hubieran dicho. Lo único que comentó, fue que habían matado a Kilo.

Marcos Javier Quintana, alias Kilo, alias Burro, alias Tres Piernas, se encontraba en la intersección de Colón y Biedma, apoyado en el capot de su Peugeot 307, con los pulgares hundidos en el cinturón y charlando con dos amigos, cuando aparecieron un Chevrolet Astra gris y un Volkswagen Bora blanco, desde los que abrieron fuego contra la comitiva. No les robaron nada. Las víctimas tenían antecedentes penales.

Un vecino se asomó luego de la balacera, se encontró con Kilo intentando levantarse. «Ayudame, boludo», le dijo estirando una mano, mientras con la otra se tapaba la panza, pero antes de lograr incorporarse perdió el sentido. Después llegó un móvil de la policía de Santa Fe. El agente determinó que estaban todos muertos. No era necesaria la ambulancia.

El turno noche fue como siempre pero peor, porque había comido una milanesa napolitana que le cayó pesada, porque había fumado una animalada durante las cuatro horas que debió llenar antes entrar, porque había tomado cerveza, porque sentía culpa.

Para colmo, la envasadora se trababa a cada rato, por lo que se la pasó con el ingeniero encima. Si bien a los viejos los respetan, tener al buchón de la patronal en su puesto lo ponía nervioso. Antes no había ingenieros en el turno noche, hasta que un pendejo, resentido porque lo tenían negreado, se dedicó toda la madrugada a hacerle forma de pija a los jabones, cuando un cliente se quejó, detectaron por número de lote quién era el responsable y quisieron echarlo, pero ya lo habían echado sin causa, así que lo único que quedó como resultado de la broma (o el remate de la broma) fue que mandaron un ingeniero a vigilantear el turno noche.

A las cinco y media de la mañana puso la máquina a máxima velocidad y empezó a adelantar laburo. Seis menos diez ya estaba en el vestuario, sólo los de su antigüedad pueden rajarse así, sin esperar el relevo. Respiró el aire helado de la madrugada hasta que llegó al auto y prendió la calefacción.

Marisa estaba despierta y levantada cuando entró a su casa, en realidad no había pegado un ojo en toda la noche, tenía decidido faltar al trabajo, y lloraba porque Cristian no volvía.

–Quedate tranquila. Lo hace a propósito–, dijo él.

Ella le contó lo de Kilo, Daniel mostro cierta preocupación, pero pensó que si hubiera pasado algo grave lo sabrían. Le pidió que esperaran y se acostó a dormir.

A las ocho y media de la mañana lo llamó su mujer.

–Daniel, no volvió– le dijo–, llamé a sus amigos pero no me dan ni bola. Daniel, despertate.
–Bueno. Bueno.
–Por favor. Agarra el auto. Nadie sabe una mierda.
–Ya va –dijo Daniel, y se sacó el cubrecama de encima.

Lo despertaron a Oscar, por las dudas, pero tampoco sabía un carajo. Visitaron a algunos de los pibes, y dieron un par de vueltas por los lugares que les fueron indicando, no lograron nada. El barrio estaba revolucionado por lo de Kilo. Volvieron, decididos a hacer la denuncia si no aparecía en un par de horas.

Almorzaron, lo llevaron al mayor a la estación de servicio y fueron a la comisaría.

El sumariante les preguntó si su hijo, Cristian Ojeda, no era El Nene Ojeda. Sí, dijo Daniel, algunos le dicen así.

«Así que ustedes son los padres del Nene». Fue el único comentario del milico. Les tomó la denuncia y les pidió un teléfono por si se enteraban de algo.

Pegaron la vuelta por Anchorena, después agarraron Castrobarros, Lamadrid, y encaminaron por Grandoli. Daniel sintió un caño de escape parecido al de su hijo y miró por el retrovisor, dos pibes con casco se acercaban en una Honda XR 125. Ninguno era el Nene.

Hacia una hora que Oscar estaba en la estación cuando vio el Fiat del Maxi entrando. No era raro que le cayera. Cargaba gas y se quedaba tomando una coca, o charlando un rato. Normalmente se hubiera puesto contento de verlo, pero le pareció que venía muy rápido, tuvo miedo de que estuviera en pedo. Lo esperó con cara de orto, mentalizado para cortarle enseguida cualquier mambo raro.

–Loco, subí que lo mataron a tu viejo– le dijo el Maxi, desconsolado, mientras abría la puerta del acompañante. Oscar obedeció.
–¿Cómo que lo mataron? –, preguntó una vez arriba.
–Guacho, yo vi todo, perdoname.
–¿Cómo? –, repitió Oscar.
–No pude hacer nada, amigo.
–¿Cómo que lo mataron loco?
–Dos en una moto, le pegaron una banda de tiros.
–¿Te acercaste?
–No, hasta que pegué la vuelta ya estaba la cana. No me quise acercar, me vine para acá.
–¿Y entonces cómo sabés que está muerto?–, dijo Oscar. Maxi no tuvo respuesta.

Marisa estaba tirada sobre el cuerpo de Daniel. Oscar se acercó en seguida. Maxi se quedó mirando desde una respetuosa distancia. Vio a su amigo tratando de levantar a la madre, esa mujer hecha pedazos, y se tapó la cara para llorar. Se le acercó un milico, le preguntó si aquel  era su amigo, señalaba a Oscar.  Sí, dijo, desde chiquitos.

–¿Es hermano del Nene?–, repuso el agente, Maxi asintió. Bueno, decile que se vaya, al menos hasta que aparezca el hermano. Por las dudas, un consejo, de onda te lo digo, viste cómo es esto.
–Les voy a decir–, dijo Maxi.
–Al pibe solo. A la madre no. No hace falta. A la madre la respetan.

El lugar estaba lleno de gente. Algunos eran amigos, el resto, la mayoría, curiosos. Como si dijéramos, espectadores.

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