Cuentos | Una imposible vuelta a casa - Por Jeremías Walter | Ilustración: Ramiro Pasch

Se despertó un momento antes de que el reloj despertador chillara con ese ruido tan apacible que los fabricantes habían decidido ponerle. Cada mañana era igual, el sueño acababa segundos antes de la hora marcada. Tenía el cuerpo perfectamente adiestrado. Todas las mañanas se preguntaba lo mismo: ¿para qué poner el despertador? La noche había sido especialmente mala. No se caracterizaba por tener un buen sueño, el descanso nunca era del todo reparador, pero esa noche se despertó cada media hora. Siempre con la sensación de que era la hora de levantarse. Siempre con ese sentimiento inefable, esa especie de culpa de estar durmiendo. Culpa por el tiempo mal gastado en el improductivo sueño. Pero el reloj siempre marcaba que aún faltaba mucho para la hora fijada, aunque ese mucho era, cada vez, media hora más corto. Cada una de esas acometidas le costaba varios minutos de lucha para volver a dormirse para volver a levantarse.
Como una de esas crueles pasadas del destino, que ya de tan repetidas dejan de ser crueles, justo antes de ver la séptima hora del día en su reloj, la del chirrido agudo y monótono, justo en ese momento había encontrado el sueño más profundo. Y ahí se despertaba, esperando que el reloj dijera que aún faltaba. Pero no. Ya era la hora. Justo cuando había llegado al inconsciente más puro, el punto máximo del placer en el que no se es nada, y, por lo tanto, no hay preocupación por saber cuándo hay que despertarse.

Como cada día, apretó el botoncito ese que te da nueve minutos más de descanso. O de tortura. Porque se trata de esos nueve minutos en que se hace cualquier cosa menos dormir. Ni ocho, ni diez: nueve minutos en los que los ojos están cerrados pero el cerebro está en un estado de suspensión nerviosa, preocupándose por el día que ha de llegar con todos sus acontecimientos. Esos minutos que no se pueden contabilizar dentro de las ocho horas de descanso necesarias según los especialistas en esas cosas, que están para amargarle la vida a la gente. Pero tampoco podían encajarse dentro de los valiosos minutos ganados al día –en que nos preparamos para el día–. Sonó el segundo alarido del reloj. Como quien sale de un círculo del infierno para sumergirse en otro, salió de la abrigada cama enfrentando el segundo golpe del día: los grados de diferencia con el piso de la habitación.

Lo que seguía era el aseo, la ropa y el desayuno en soledad. La ducha de la mañana jamás la despertaba. Ni fría, ni caliente, ni tibia, ni larga, ni corta. Simplemente no la despertaba, como decían los especialistas de las ocho horas. Así que, terminado el desayuno, ya estaba lista para salir. Y si no lo estaba, poco importaba, porque en instantes el remís la pasaría a buscar para llevarla al trabajo. Hola, a usted. Buenos días. Que hacés vos. Etcétera. Su silla la esperaba. La computadora encendida; hora de trabajar. Hoy debía terminar el diagnóstico. Las últimas dos semanas las había dedicado sólo a este diagnóstico. Se acercaba el principio de la tercera temporada anual y era primordial su elaboración, ya que de no hacerlo, de no entregar el documento a tiempo… no sabía qué pasaría. Siempre lo había entregado a tiempo. Cada temporada terminaba el diagnóstico y lo ponía sobre la mesa de la secretaria de su jefe. Recordaba aquel día en que pudo entregarlo directamente en la mesa del jefe y éste le ofreció a cambio un tercio de sonrisa. Ese había sido un buen día. No soñaba con esperar más que eso. El sueño había quedado en su cama. ¿Qué había soñado?

Las siguientes horas fueron un poco más lentas. Siempre era así. Antes del mediodía el tiempo transcurría casi goteando. Como una herida imperceptible que sólo se descubre cuando la mancha de sangre comienza a endurecerse. Así, a la hora del almuerzo, descubría que había algo a lo que se podía llamar tiempo, que la vida no se había estancado en el retículo que formaban los paneles de plástico a media altura entre el suelo y el piso. Por fin hacía una pausa de su trabajo. Durante esas larguísimas cuatro horas no se había dado el lujo de pensar en nada más que en esas larguísimas cuatro horas. El trabajo era secundario. En ese momento la lucha era contra el tiempo y nada más: las manos escriben, los ojos leen gráficos, los oídos escuchan el ruido blanco que forman las conversaciones de todas las otras personas que comparten aquel hacinado espacio de oficina.
Se hizo la hora del almuerzo, dejó el sillón y enfiló apresurada hacia la puerta, casi corriendo. El objetivo era esquivar a aquella fracción de los compañeros y compañeras que intentarían entablar conversación con ella y hasta ofrecérsele para un almuerzo en compañía. Decir no, no era una posibilidad, así que la velocidad era determinante.

La fortuna estaba de su lado, el inicio de la temporada encontraba a todos los empleados atados a sus máquinas. Los nueve años de antigüedad le daban a ella la libertad de salir a la hora pactada para almorzar. Al menos eso creía. Era lo mismo, ya se encontraba fuera del edificio, dispuesta a caminar las tres cuadras que la separaban del pequeño bar en el que casi satisfacía su apetito. Había uno mejor a cuadra y media, pero allí iban todos sus compañeros, quienes, enardecidos como niños en el recreo, vociferaban a cuatro vientos cosas que no quería oír. Debajo de sus trajes veía unos pequeños monstruos sin ojos que se carcomían la piel mutuamente. Los nueve años de antigüedad, que hacían de ella una de las veteranas de la empresa, le habían dado esas lentes.

Cruzaba el paso peatonal esquivando bastones, niños, maletines, y jubilados desubicados que no tenían mejor idea que salir a la calle, pudiendo pasar las horas bajo sus frazadas, durmiendo o tratando de recordar sus sueños. ¿Qué había soñado anoche? La esquina la encontraba con un diminuto personaje, ya entrado en años, envuelto en harapos y manipulando una descolorida guitarra. Aun así le sacaba un buen sonido. Lamentablemente su voz no acompañaba, su garganta estaba rasgada, casi que aullaba. Aun así era un buen ruido. Cuando estuvo a algunos metros pudo distinguir las palabras, aminoró drásticamente la marcha para oír más:

Dos gotas de agua posan en mis manos.
Una es inquieta,
se evapora antes de que la encuentre
mi olfato.
La otra permanece allí.
Danza inmóvil sobre mí.
Me cuenta secretos
y nos aflige con historias de su hermana,
la preferida del sol.

Era realmente bello. Su voz estertórea y la música melancólica contrastaba con lo que le parecía una dulce letra. Quizás hacían un trío perfecto. La melodía quedó resonando cuando pidió la comida. Una ensalada mixta y una gaseosa dietética. El último sorbo lo dio ya parada: es que la elección de la cuadra y media de más (que con la vuelta hacían tres) y la de haber disminuido la marcha para oír la canción, acortaron su tiempo y debía estar ya mismo en la oficina. Llegó apenas un minuto tarde, por lo que enseguida se puso manos a la obra, un golpe en el teclado despertó a la computadora de su estado de reposo: si yo no duermo, vos tampoco.

Las siguientes cuatro horas directamente no pasaron. Le había parecido incluso que las agujas del reloj iban hacia atrás. El diagnóstico ya estaba casi encaminado, no necesitaba más que el empujón final. Pero ella se quedó pensando en su escritorio qué había soñado esa noche ¿Estaba nadando? Sí, recordaba nadar, pero nada más. Afortunadamente hoy, a punto de iniciarse la temporada, todos estaban encerrados en sus cubículos, nadie interrumpió su meditación. Sin darse cuenta volvió a mirar hacia el reloj: habían pasado dos horas, quedaban sólo otras dos. Recordar el sueño era el trabajo más arduo esa tarde, el resto era terciario. Irme de acá, recordar el sueño, entregar esta porquería. Claro que porquería no era la palabra que había dicho. Ni siquiera la pensaba. En su cerebro no había palabras, sólo el sopor de las tres de la tarde, hora perfecta para la siesta. ¿Qué sería de su cama? Seguiría desarmada, en un intento de hacer más rápido el tan anhelado encuentro entre su cuerpo y el colchón. ¿La esperaba? ¿Era ella tan importante para su cama como su cama para ella? Qué preguntas. Hay que apurarse. Quedaba sólo una hora. Pero esta hora era la más larga de todas. El sol por las ventanas invitaba a destruir la pared a cabezazos para recibirlo en su esplendor. Para recibirlo brevemente, porque lo bueno y breve es dos veces bueno, y lo mejor del sol era que se ocultaba a diario. Y lo mejor de las siestas es cuando las paredes impiden la entrada del sol, pero una caprichosa persiana deja que unos minúsculos rayos se reflejen en la habitación, tan sutilmente que invitan a seguir durmiendo.

Ilustra: Ramiro Pasch

La última hora, la fatal. Es lógico, el final está más lejos cuanto más cerca está. Es la lógica de la juventud. El tiempo, los minutos y las horas son sólo un reflejo, una extensión mejor dicho de nuestros años jóvenes. Juventud, divino tesoro. Quizás es por eso que el tiempo es oro. ¿No están hechos de oro los tesoros? Media hora. El diagnóstico estaba completo. Sólo quedaba imprimir. El camino a la impresora fue marcado por dos pensamientos: una parada más y el regreso a casa sería realidad. Y por otro lado: ¿En dónde estaba nadando? Eso no era agua. Cuarto de hora, el diagnóstico ya estaba sobre la mesa de su jefe, quien, otra vez ausente, no pudo regalarle su tercio de sonrisa. La próxima parada era el curso de capacitación. Antes, media hora para repasar y, de paso, merendar. Entre té y unas monocromáticas fotocopias de un aburridísimo sujeto que hablaba vaya uno a saber sobre qué cosas de organizaciones y gestión, pasaba la merienda. La modorra post-siesta, esa que nunca se tomó, era violenta. Bostezaba aproximadamente dos veces por minuto. Con el cerebro saturado de oxígeno, se levantó algo mareada de la silla y salió hacia el instituto de las siglas que nunca supo qué significaban.

Lo bueno del curso era que las horas ocupadas se veían reflejadas en el salario final. Lo malo era que no sabía para qué estaba siendo capacitada. Pero siempre es bueno agregar hojas al currículum, ¿no? Birome en mano, anotaba lo poco que su mente le permitía comprender: merchandising, management, marketing, etcétera. Sus compañeros de curso eran una incógnita. Nunca había cruzado con ellos más que las palabras estrictamente necesarias. Tal vez fuera cuestión de energías y una inédita inteligencia de los cuerpos impedía el contacto indeseable con toda esa bola de yuppies. A finalizar las dos horas de curso la mente estaba tan vacía como las palabras que anotó, pero lo que seguía era realmente reconfortante: la vuelta a casa, el encuentro con su pareja y, por supuesto con su cama.

Teléfono. Ágape con los compañeros de trabajo de él. Ascenso de alguien. Ya no tenía fuerzas para quejarse. Lo único que salió de su boca fue, tal vez porque su cuerpo le pedía expulsar mayor negatividad, ¿ágape?, pero qué palabra más pelotuda, van a comer y punto. Sin embargo, nada más lejano, si tan sólo implicara comer, no sería una variación de lo que tenía planeado. El ágape implicaba no volver a su casa por vaya una a saber cuántas horas más. Implicaba saludar a la gente, hablarles, comentarles cosas de la vida de una que no tiene ganas de comentar, implicaba sonreír cada cierto tiempo o comentarios. Un mundo de esfuerzos que, por una cosa o por otra, ya no estaba en potencial de recriminar ni a su marido, ni a sus compañeros, ni a su jefe, ni a su madre por haberla traído a este mundo. Era simplemente así y a otra cosa. Todo comportamiento social fue cumplido con lo justo, y con menos también. Porque a veces la sonrisa se parecía más a un estoy a punto de estornudar que a otra cosa. Y la actualización de estado se reducía a un, todo bien y vos, y escuchar la larguísima respuesta del increpador deseoso de hacer cómplice de su vida al otro.

Una de la madrugada. Por fin emprendían el camino a casa. En un extraordinario esfuerzo de empatía, su pareja había rechazado la invitación de sus compañeros a seguir de copas. ¿Si esto no es amor, el amor dónde está? El taxi no se demoró más de unos minutos. Una vez arriba, cayó sobre el hombro su marido, quien, afortunadamente, se hizo cargo de la charla con el chofer. Dormitaba. Sus ojos estaban cerrados y su cerebro en estado de suspensión, aunque no de reposo. Podemos decir que la situación era la misma de la mañana, pero bien podemos decir todo lo contrario, porque ese estado de suspensión no era nervioso. Su cabeza casi saboreaba como un manjar el encuentro con la almohada. Sí, estaba nadando. Y era agua, pero para nada potable. No era agua de río ni de mar. Era todas las aguas y ninguna. Estaba completamente putrefacta. Repleta de basura, de sobras, de desperdicios humanos y de los otros. Finalmente había sucedido, el caño de desagote del mundo se había tapado. Reventó, simplemente ya no lo soportó. Inexplicablemente su cuerpo se había adaptado, en parte, a la sumersión. Nadaba durante horas bajo las aguas de este mar convertido en podredumbres, pero su cuerpo no se había acostumbrado al asco. Si no vomitaba era simplemente porque para eso debía abrir la boca y lo que podía penetrar en su cuerpo era aún más desagradable. No estaba sola, estaba acompañada, pero de anónimos. Los nados la llevaban de barranco en barranco; se sostenía unos minutos de sus rocas y una nueva inmersión en busca de una isla, de un descanso. La situación era desesperante. Nadaba ya por el sólo hecho de nadar, quedarse quieta era morir, pero no se podía decir que aquello era vivir. Tal vez un día, o tal vez meses pasaron porque, cuando al fin encontró la isla, la recibieron con lágrimas en los ojos. La creían perdida. Estaban los afectos y otros desconocidos. El espacio era pequeño, cientos o miles de personas pululaban en una playa de aguas un poco más limpias. Casi no flotaba basura allí, aunque no se podía decir que era como el agua que alguna vez, tiempo atrás, conoció. El fondo de aquello que podemos llamar isla era de rejas de hierro. Tras las rejas se podían ver los restos de lo que antes llamaba mundo, el mar podrido lo tapaba casi todo, sólo alguna que otra estructura flotaba lentamente, sin dirección.

El descanso no era prometedor, había hecho apenas una parte del viaje. Miró a sus padres y preguntó qué había tras el horizonte. No obtuvo respuestas. Preguntó si alguna vez el mundo volvería a ser lo que alguna vez fue. No obtuvo respuestas.

—¿Estuvo lloviendo desde que están acá?
—Poco.

Indudablemente, aún no estaba en casa. ¿Podría el agua volver a ser cristalina?


[Texto e ilustración publicados en nuestra quinta revista.]


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