Pese a su contumaz persistencia en la historia y en el presente, la idea misma de nación ha sido objeto de arduas controversias en la era de la globalización, que auguró su clausura, cuando no su extinción. Se ha hablado de construcción literaria de las naciones como comunidades imaginadas; o de necesarios pactos de exclusión de las memorias de las masacres originarias y la obligatoria constitución de consensos más o menos plebiscitarios sobre la identidad colectiva para hacer factible su continuidad sin fisuras. Incluso se ha postulado el olvido como resolución de las tragedias, ante la imposibilidad práctica de la justicia histórica retrospectiva. También se han fustigado, catalogándolas como rémoras insistentes del pasado, las nociones espirituales, laicas o religiosas, que les dieron origen, en tanto se envió al trasto de los objetos de estudio o de museificación –es decir, de estéril o aséptica convocatoria en el presente– a las ideologías nacionalistas, previamente estigmatizadas por considerarlas un peligro para la humanidad. Pero para que ello sea posible ha debido soslayarse su naturaleza diversa. En tanto lenguajes en que nación y política se articulan y se vuelven praxis actual, los nacionalismos, que son las formaciones culturales que asume la idea de nación como principio organizador de la vida en cada bloque histórico, suturan, sustentan o interpelan sujetos sociales distintos y admiten inflexiones tan variadas como el pensamiento democrático republicano o las versiones que las tradiciones de izquierda han propiciado. Dicho lo cual, perviven los equívocos.
Más que la etnia y menos que el Estado que la formatea, soporte de identidades que amalgama diferencias y las vuelve amenaza conjurable o alteridad asimilable, la nación sigue siendo parte del problema cuya solución es no menos problemática. Cualquiera sea el partido que se tome en torno de tan arduo asunto se corre el riesgo de caer en pecados veniales ya no tan fácilmente aceptables en el presente. La acusación de nacionalista conlleva como una sombra infausta para su sujeto la de autoritario, fascista, atávico, folklórico; quien soporte el mote se verá cautivo culposo de un irredentismo absurdo, adepto a creencias barridas por la modernidad. O en su defecto será considerado meramente moderno, caduco, irredimible, piadosamente olvidable, merecidamente condenable, etc. Es decir, una antigualla. En tanto, a la acusación contraria –goce del nacionalista infatuado– le cabe la presunción de cosmopolitismo internacionalista vacuo, más o menos liberal, más o menos vendepatria, traidor o europeísta, ciego epistemológico ante verdades de raigambre telúrica un poco misteriosas, arcanos de un sujeto popular presupuesto como el reaseguro de la redención nacional. Posiciones estas que, habiendo fundado las razones de las grietas políticas de la historia argentina, equiparando lógicas disímiles como en la teoría de los dos demonios o apelando a una igualdad presupuesta entre contingencias sustentadas por sujetos antagónicos en nombre del republicanismo y la concordia utópica, se consideran atavismos dignos de censura preventiva. Naciones y nacionalismo serian así una curiosidad más o menos pintoresca o el huevo de la serpiente de todo autoritarismo que habría que exorcizar con las armas de la crítica académica de inobjetable e impoluta neutralidad valorativa. Su matriz es la literatura. Su sepultura, la crítica. En fin. Ya sabemos que los tan denostados usos del pasado, pese a su disección quirúrgica en la mesa de operaciones de la universidad, no dejan de tener eficacia en tanto no son otra cosa que la política tal y como se la practica, se la constituye, se la desplaza y funda en torno de visiones siempre amañadas de la historia. Puesto que en la modernidad, y es una verdad de Perogrullo consuetudinariamente olvidada, no hay política sin nación.
El trabajo de Eduardo Toniolli centrado en una figura hoy eclipsada –y no pocos de los motivos de ese sesgamiento se estudian aquí– como lo es Manuel Gálvez, prorrumpe intempestivo alumbrando algo que estaba allí, pero no era del todo perceptible. Puesto que Toniolli hace visibles las dimensiones por las cuales Gálvez articula en su obra los motivos que han resultado reparadores para la iniquidad nacional. Nacionalismo, mundo popular, cristianismo plebeyo, cultura autárquica subalterna, son algunos de los tópicos desandados en este ensayo que, producto de una tesis doctoral dirigida por el maestro Horacio González y el recordado Ricardo Falcón, es una inocultable apuesta política de recuperación, en una provincia como Santa Fé, en un país como la Argentina, en un momento histórico de desazón y recomposición de las fuerzas de la emancipación como el actual, de las vertientes que han resultado claves en la actualización de un legado. Puesto que, como en épocas de Gálvez, aunque con otros lenguajes, aún hoy se debate aquello que Lenin formuló en un pequeño opúsculo sobre los populistas rusos, de quienes procedía la fuerza social del partido que fundaba, bajo la pregunta: «¿A qué herencia renunciamos?» Hoy, como entonces –como el entonces de Lenin y el entonces de Gálvez–, en la circunstancia argentina se actualiza aquella cuestión. Puesto que ¿qué hacer con el nacionalismo, trasegado por décadas de peripecias tanto infaustas como venturosas, sobre todo en su vertiente popular y anti-imperialista, el peronismo? Tal parece ser una de las preguntas de cuya respuesta surja una instancia histórica de reparación.
El trabajo que aquí presento desgrana ciertos motivos para repensar la cuestión, a la que retrotrae a sus fuentes en el pensamiento clásico europeo y analiza en los meandros enrevesados de la literatura y la política argentina. El nacionalismo en sus complejas variantes cariocinéticas es analizado y puesto a vibrar en la consideración de los hechos bajo el vislumbre de las inflexiones que fue imponiendo a la historia presente. Orden y jerarquía, elitismo y conservadurismo, crítica antiliberal y demagogia fascista, catolicismo integrista, interpelación de masas, anti-democratismo y soberanía popular, anti-imperialismo y conjugación en una comunidad orgánica, son algunos de los ejes que se imbrican en este estudio pormenorizado de una de las vertientes más fecundas de la literatura política nacional.
Manuel Gálvez fue el escritor más popular de su época. Incurrió en la novela histórica, género al que dio forma desde su naturalismo zoliano; abundó en el ensayo, la crónica –ante todo, la crónica de sí mismo: de pocos escritores en la literatura argentina sabemos más que de él, o más bien, de la autoimagen que postuló para sus lectores– y no le fue ajena la poesía. Incluso podría leerse su obra como una caja negra del imaginario de un período –el medio siglo que precede al floruit del peronismo– que Toniolli trasiega en textos, instituciones y personajes de actuación histórica, de forma crítica y eficaz.
Porque Gálvez es un problema para la historia política nacional y para la historia de la literatura y el pensamiento argentino. Sus claves de lectura inficionadas de moral cristiana y su estética naturalista hicieron que la historia militante sesentista de raíz laica (Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, David Viñas, et alias), desdeñara ejercer mayores consideraciones sobre su obra, a la que se mira de soslayo bajo la férula del reparo preventivo. A lo sumo era considerado un patético precursor patricio, transgresor a su clase, cuyo elitismo abandonaba por un populismo plebeyo pero sin aristas revolucionarias explícitas, tal como lo demandaban los imperativos de la hora, pese a su asimilación de algunos puntos del vitalismo fascista en lo que de transformador tiene, que lo llevaron a valorar y adscribir al yrigoyenismo para escándalo de sus compañeros conservadores republicanos.
Sin embargo, en aquel abordaje reductor se perdía una dimensión fundamental: como pocas, o como ninguna, su obra concurrió, de un modo que nunca sabremos del todo bien, a la conformación de un imaginario nacionalista popular que será fundamental para pensar el ulterior sujeto colectivo peronista. Y es que su irredentismo de raíz católica, que lo había instado a la constitución de una sensibilidad social de tinte moral, le indujo una decisión fundamental: la de «caminar junto a los derrotados», como dice Toniolli. Inflexión clave donde se anudaba su trayectoria previa, de la que se desmarca, que Toniolli detalla con precisión estableciendo las diferencias específicas de Gálvez con respecto a sus compañeros de ruta, a quienes la historia militante englobará bajo el rótulo de «nacionalismo oligárquico». Consciente de que el intelectual es «generador de estados de conciencia colectiva», Gálvez optó por hilvanar sus preocupaciones por la sutura de la nación, a la que ve siempre bajo amenaza, con sus intervenciones, que son siempre literarias.
La postulación de un nacionalismo espiritualista en una deriva que se desplaza hacia un nacionalismo republicano, cuyo punto crítico será la participación del sector en el golpe del ’30, tendrá en Gálvez, según Toniolli, un reaseguro que lo salva: es la idea de que solo un sujeto colectivo –los sectores populares– serían el sustento de la nación. Hay encarnación de verdades a interrogar en el alma del pueblo, cuya conjura mística es labor de los intelectuales orgánicos que tienen por misión histórica contribuir a su intelección. Pero su trabajo es a dos bandas: hacia el pueblo, al que se propone formatear (de allí su elección del género literario popular y masivo por antonomasia, la novela, para narrar las vicisitudes de la historia, y no el mero ensayo académico) y hacia el campo intelectual, al que interpela en lo que de instancia decisiva para la construcción de una política emancipatoria posee como facultad.
Gálvez propugna, según Toniolli, no un retorno ad absurdum del pasado sino una modernidad alternativa: habría de suceder una dialéctica entre el interior atrasado aunque portador de espiritualidad y el litoral moderno pero carente de sustancia moral, articulado por la pedagogía cívica de un nacionalismo de Estado, para que se produjera una cierta reconstitución que generase soberanía colectiva. En Gálvez no hay mito regresivo hacia un hispanismo esencialista, al estilo del integrismo católico, sino más bien una búsqueda de una identidad perdida, resistente a la deriva materialista que trajo el cosmopolitismo. Su arielismo «a la Rodó» propiciará el rescate de la cultura como reparo ante el enceguecimiento crematístico del mundo moderno, al que ha de restañarse con una lengua propia, fruto del diálogo entre tradición y progreso. Criollismo e hispanismo serían así el reaseguro del carácter de la nación al disponer de los elementos de asimilación que permiten asumir la cuestión social.
Por otra parte, al abogar por un intervencionismo estatal asociado al sindicalismo, al que ve como órgano de encauce de la actividad de masas, va prefigurando los elementos que serán constitutivos de la experiencia peronista. La caridad cristiana, irradiada por arrebatos de reformador social inficionados de espiritualismo tolstoiano pero con un fuerte sesgo paternalista, constituye la argamasa en la cual se cuece para Gálvez el ethos de la comunidad organizada. Anti moderno pero no reaccionario, anti liberal y fascista pero no clasista, creyente en el poder y la cultura popular de las multitudes pero no populista, Gálvez compuso un personaje esquivo, nada plano, como para que sea dificultoso reducirlo a un esquema preconstituido.
Desde la época de la recuperación democrática bajo el gobierno de Alfonsín, se consolidó en la Argentina la idea, tributaria de la teoría de los dos demonios, de que el nacionalismo acunaba el huevo de la serpiente del autoritarismo cuyo último avatar había sido tanto su vertiente peronista de izquierda (los montoneros) como de derecha (las tres A y el sindicalismo). Asimismo, el nacionalismo proclamado por la Junta Militar que combatía a la «subversión apátrida» en nombre de una nación a la que no escatimaba esfuerzos por destruir desde sus cimientos, hacía parte del esquema endemoniado y dual en un silogismo cuyo resultado era el fin necesario del nacionalismo. Y, por ende, de la nación que le da sustento. Lo que se dice: tirar el chico con el agua sucia. Alain Rouquié, que con su libro sobre el Ejército había trazado el modelo, fue el guionista de esa operación
En su trabajo sobre la democracia donde le dedicó a Manuel Gálvez un largo capítulo sindicándolo como el intelectual orgánico del mal esencial que aquejaba al país, al que había que conjurar en sus vertientes nacionalistas, católicas y populares –sus mayores aciertos– señaló el núcleo de los temas que aquí se trasiegan, aunque para él, naturalmente, estos elementos conjugados concurren a la fascistización de la Argentina. En su lógica, dos demonios pelean en disputa por la idea de nación que, en última instancia, son dos demonios en esencia nada diferenciados entre sí. Gálvez sería la pieza clave a desmontar para que se desmorone ese edificio infernal. Contrario sensu, cuatro décadas más tarde Toniolli reabre la interrogación por sus derivas para vislumbrar otros sesgos en su obra y trayectoria vital y de la corriente que representa.
Naturalmente, el peronismo acecha el texto de Toniolli bajo la forma de la precursión velada. Gálvez aparece como el lugar de acogimiento de las tendencias ideológicas que coronarán en el movimiento que hizo eclosión en 1943. Nacionalismo, cultura popular y catolicismo son las tres fuentes y tres partes integrantes del peronismo, en tanto constituyen un sujeto colectivo subalterno que a su vez es capturado, interpretado, interpelado y transformado en sujeto político estatal, heterónomico pero soberano, bajo la conducción del líder carismático. Figura providencial que había rastreado en Rosas y en Yrigoyen, ahora el redentor social y nacional se le volvía entidad encarnada a cuyo proyecto adscribir. Y estuvo entre los primeros, como lo demuestra la carta prólogo a El pueblo quiere saber de qué se trata, compilación de discursos del entonces coronel Perón publicada en 1944, en la que Gálvez no escatima elogios hacia el líder.
En la maraña de lenguajes que construyeron la reivindicación nacional descrita por Toniolli, Gálvez aparece como el más pertinente en relación a la historia que narra. Aunque no deja de señalar sus zonas oscuras y las vertientes que es preciso someter a la crítica para descartar la escoria, de la lectura de este trabajo se colige que habría en las líneas catalizadas en su obra una posible reformulación del movimiento nacional. Que, atento a la situación anómica del presente, requiere una revisita a la propia historia para recoger lo mejor de su impronta.
Animal político, Toniolli piensa el drama de la literatura en su devenir eventos históricos siempre con miras a deslindar los dilemas del presente. En ese sentido, es la suya una apuesta singular, a contrapelo de los usos académicos que se amparan en la neutralidad como condición de verdad con pretensión de ciencia, en tanto las pulsiones y las pasiones suscitadas por su objeto de estudio, el nacionalismo, laten parejamente en la vida argentina requiriendo otro tipo de abordaje.
Gálvez hizo lo que tenía que hacer. Alumbró en la narración histórica a los héroes del futuro canon nacional, Rosas e Yrigoyen, indicando un camino donde el pasado se volvía fuerza actuante con Perón. Junto a la crítica del sujeto popular (la maestra normal, el paisano y el paisaje del interior, las clases medias existencialistas que portan el mal metafísico, etc.) postuló el pasaje del mundo de los seres ficticios al mundo de los seres reales. Y lo consiguió. No conozco mejor destino para la literatura.
* Prólogo del libro Manuel Gálvez. Una historia del nacionalismo argentino, de Eduardo Toniolli. Editorial Remanso, 2018.