Cuentos | Barcelona 92 - Por Luis Alberto Steinmann | Collage: Agostina Bertolotti

Estábamos acostados en la cama de mi madre viendo la novela, mi mamá, dos de mis tres hermanas, mi hermano, y yo que estaba en el medio. Hasta que escucho gente que entraba a casa llorando a los gritos. Saltamos todos, menos mi hermano, que se quedó llorando. Yo me enredé con el cable del decodificador de la tele que se cayó al piso, miré a mi hermano y él me dijo llorando a los gritos: «Papi murió».

 

Mi casa daba al río directamente, a veces cuando había crecida pescábamos desde nuestro mismísimo patio. Soy el menor de cinco hermanos y de un niño muerto, que dice mi madre que tenía los ojos azules más lindos del mundo. Así que sumando a mis padres en nuestra casa éramos siete: Mi papá era un laburante de la construcción, un tipo más duro que el hormigón armado, que era su especialidad. Mi mamá era una chica «bien» de Misiones, de familia acomodada, que un día se escapó con un peón del obraje de su padre, se casó y se fue a vivir a Buenos Aires y después con dos niñas encima se animaron a volver a Misiones.

Mi papá siempre anduvo de trabajo en trabajo. A los tres meses de haber nacido yo, consiguió uno en la construcción del puente que uniría más aún (si cabe la posibilidad) Posadas y Encarnación, Argentina y Paraguay. Con puentes o sin ellos, el lazo que tenemos todos los de la región es imposible de desatar, mitad curepa, mitad paragua. Así fue que terminamos viviendo en Posadas, en un barrio de veinte casas iguales, de madera y techo de cinc, que estaba sobre la barranca del río, y donde veíamos cómo el puente iba avanzando, como si fuera un reloj de arena que marcaba nuestro tiempo en ese lugar.

Mi hermano y yo lo teníamos muy claro. Yo le decía: «Papi te quiere más a vos» y él me contestaba: «Sí, pero mami más a vos». Y así nos quedábamos muy tranquilos.

Cuánto miedo le tenía a mi papá. No sé si alguna vez en la vida volví a tener ese miedo. Mi hermano también le tenía terror, pero él podía soportar cualquier cosa con tal de estar cerca suyo.

Papá nunca nos pegó, pero su mirada, su silencio, su rectitud… Las palabras cuando salían de su boca eran demasiado pesadas, demasiado intensas, para que yo las pudiera soportar. El peso de esos ojos negros para mí era imposible de sostener. No hablábamos casi nunca. Sé que a él le molestaba, me daba cuenta, que yo fuera tan miedoso, le tenía miedo a todo. Le molestaba que siempre me resguardara detrás de las faldas de mi mamá y de mis hermanas. Toda la dureza, todo lo hostil y lo correcto que tenían que ser las cosas se terminaba cuando él se iba a trabajar y comenzaba el reinado de las mujeres. Mates, cartas, historias. Conocía los cuentos de todos los novios que había tenido mi madre. Mis hermanas y yo decíamos: «Qué lástima que eligió a papi y no al australiano».

Siempre me colaba en las reuniones de mis hermanas. Sabía qué chicos del barrio les gustaban y por ende a mí también me gustaban. Me quedaba callado en un rincón mientras ellas hablaban de sus cosas y yo me fascinaba.

Cuando se terminó de hacer la estructura de hormigón del puente mi papá se quedó sin trabajo, pero consiguió que nosotros pudiéramos quedarnos un tiempo más en el barrio. Después encontró laburo en la represa de Yacyretá. Desde ese momento solo venía a casa los fines de semana. Fue probablemente la época más feliz de mi vida. Ahora podían venir los noviecitos de mis hermanas, y en la barranca, de noche, cantaban canciones de Silvio Rodríguez y gente como esa. Se quedaban hasta entrada la madrugada y yo me acomodaba por ahí sin hacer ruido, sin molestar, para que no me echaran. Qué diferente era esa música del chamamé o de la tirolesa que escuchaba mi papá. Todos los domingos veíamos con él un programa que se llamaba «Recorriendo Alemania» por el canal de Posadas, y él soñaba con poder ir un día. «Por Lufthansa voy a ir», decía.

Mi hermano era raro, y más cuando no estaba papá. Se encerraba a la siesta, apagaba las luces y tomaba mate amargo escuchando chamamé. Tenía diez años por ahí. Yo cuando hacía eso lo odiaba, no me lo creía. Entonces le decía que fuéramos al río a pescar y él no me hablaba, escuchaba su chamamé. Yo odiaba eso porque sabía que él extrañaba a papá, pero nunca se lo dije, yo era un tipo educado. Lo que yo quería decirle era: «Si ahora estamos mejor que nunca, nadie nos mira los cuadernos, nadie nos jode por la tele ni los horarios, hacemos lo que queremos, somos felices», pero eso no se dice.

Un día el puente unió una costa con la otra y nos tuvimos que ir. Compramos la casa de madera prefabricada y la trasladamos entera a un terrenito que habíamos conseguido gracias a la venta del Ford Falcon familiar. La casa se desarmó y se llevó panel por panel al terreno, con sus paredes dibujadas, con los rastros de las inundaciones, con las marcas del tiempo; en definitiva, así entera. Nos llevamos hasta las baldosas que sacábamos con una barreta para reutilizarlas luego. Cuando nos fuimos del barrio, solo quedaban dos familias, era como un pueblo fantasma, y de las veinte casas sólo permanecían unas seis en pie. Todo ese terreno quedaría bajo el agua cuando Yacyretá comenzara a funcionar.

Mi papá y mi hermano, que en ese momento tenía once años, se fueron al terreno y se quedaron a vivir ahí hasta que volvieron a levantar la casa, ellos dos solos. El resto nos fuimos un tiempo a lo de una tía, nada fue más desolador que eso.

Algunos meses después nos mudamos a la nueva vieja casa que estaba a medio hacer. Mi papá seguía viniendo solo los fines de semana. Yo estaba bastante triste en ese lugar. Todos estábamos bastante tristes, menos mi papá y mi hermano. Me refugiaba donde siempre, en mis hermanas, en sus historias, en los libros que me leían, en esa vida pasional, en esa sensibilidad que era como yo quería que fueran las cosas.

Cuando mi papá volvía los fines de semana todos trabajábamos en la casa. Yo pintaba, pasaba clavos, limpiaba las herramientas, todos hacíamos algo y a mí eso siempre me angustió.

Por esa época él comenzó a hablar un poco más conmigo. Nos comunicábamos a través de la enciclopedia. Yo la agarraba y le hacía preguntas del tipo «¿Cuál es la capital de Austria?», o cosas por el estilo.

En ese entonces yo tenía terror a ser maricón, y creo que mis padres también lo tenían. Un día lo escuché, o me lo contó mi mamá, no estoy seguro, que él dijo: «Este sale maricón, está todo el día metido con las mujeres».

Exploradores | Por Agostina Bertolotti

Corrí por el pasillo, en el salón había gente que no sabía quiénes eran, salí afuera y ahí había más gente. Los vecinos andaban mirando qué pasaba en nuestra casa. Corrí para la calle y me acuerdo que me agarró mi hermana, la del medio, y me alzó. Yo lloraba, mientras escuchaba que la gente murmuraba. «Se mataron en la ruta», dijo alguien claramente.

Lo siguiente que recuerdo es estar sentados en el salón. Ya habían llegado alguna tía y algunos primos, y mi mamá le pregunta a mi hermana mayor: «¿Él murió, no?». Yo no entendí bien eso, se ve que nadie se había animado a pronunciarle esa palabra a ella.

Esa noche, mientras traían su cuerpo a Posadas, mi hermano y yo nos quedamos otra vez en lo de una tía. Los demás no sé dónde estaban. Me acuerdo de que mirábamos la tele, un programa sobre las Olimpiadas de Barcelona 92, faltaba un mes o algo así para que comenzaran. Me acuerdo también de estremecerme al ver a Freddy Mercury cantar Barcelona. Freddy había muerto hacía poco tiempo, por maricón, se decía.

Fue en ese momento, en el que la tele mostraba a deportistas y cantantes, cuando comenzó la culpa que me llevó a entenderme como el asesino de mi papá. Más de una vez yo había fantaseado su desaparición.

Al poco tiempo nos fuimos de esa casa. Mi mamá compró con la plata del seguro un departamento y nos fuimos los seis a vivir ahí. Fue una buena decisión. Abandonamos en la casa vieja a nuestra perra, que en verdad era de mi papá, porque en el edificio no se permitían animales.

Años después le pregunté a mi hermano sobre el día que papá murió. Le pregunté cómo sabía que había muerto si estábamos todos en la cama juntos cuando nos enteramos. Él me dijo que media hora antes ya sabía. Un hombre que trabajaba con mi papá fue hasta nuestra casa a dar la noticia, lo atendieron la menor de mis hermanas y él, pero acordaron no decir nada a los demás hasta que llegara la mayor.

Con el tiempo mis hermanas se fueron yendo de casa y los que quedamos fuimos alejándonos unos de otros. Por primera vez yo tuve una habitación para mí. Me acuerdo que en la puerta me habían pegado una calcomanía que decía: «SIDA, que no te sorprenda».

SIDA, Freddy, mi papá y el asesinato son cosas que para mí fueron siempre de la mano.

Tardé muchos años en poder escuchar a Freddy nuevamente y tardé muchas casas en perderle el miedo a mi padre.


*Este cuento está incluido en el libro No era yo, de Editorial El Salmón, 2019.


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