De chiquita tenía una banda de amigos en el barrio. Nos juntábamos en la esquina donde estaba el único kiosquito que siempre tenía Jaimitos de Coca Cola, a la hora de la siesta. Un día nuestro amigo Juan Pablo se enojó no me acuerdo por qué, entonces como venganza nos primereó y se compró todos los juguitos un viernes a la tarde, porque sabía que el proveedor no le traía otros al kiosquero hasta el lunes. Lo fuimos a putear a la casa, pero el pendejo nos esperó en la terraza y nos miraba fijo, desde arriba, mientras se chupaba un Jaimito bien helado. Hacía un calor de locos y lo odiamos tanto, que le dijimos:
—¡Ojalá te mueras, Juano!
Y lo peor es que justo esa partida de juguitos había venido con una bacteria, y Juano se murió. Fue eso o chupar tanto plástico. Esto último era teoría de mi abuela, que siempre desconfió de lo artificial. Ese día tuve miedo y pensé que tenía un poder, o algo así, pero con el tiempo me convencí de que las cosas a veces se equilibran de forma tajante y sin demasiada explicación.
De eso me estaba acordando hoy, mientras esquivaba al conchudo de Caputti. Pensaba en cómo me gustaría haber tenido esos poderes de verdad para usarlos ahora y hacer que se muriera. En la oficina todas lo queríamos desaparecer, por hijo de puta acosador y por parásito del poder paterno. El padre también merecía morir, pero por rata: había que llorarle los aumentos. Probablemente queríamos muertos a todos los jefes, al poder de uno sobre otro, que te garcha el pensamiento o a voluntad, sin preguntarte.
No se sabía qué cargo ocupaba César Caputti en la empresa, pero tenía una oficina grande y con vista. Había que llevarle todos los papeles, pero él no derivaba ninguno. Muchas veces lo había visto concentrado en la notebook, pero ignoraba en qué. De todas maneras, iba a todas las reuniones, como si de él dependiera algo, aunque no abría la boca. Yo era su asistente y no podía pasar de la entrada de la oficina. No me dejaba acercar al escritorio. Tampoco podía explicar en qué lo asistía. Al final también era una parásita, y para peor, una parásita suya.
A las once y a las tres de la tarde, Karen, Valentina, Julieta y yo salíamos a fumar a la terraza. Adentro no se podía. Caputti era un enfermo de la limpieza y no soportaba el olor a pucho, pero había encontrado la forma de usar sus obsesiones para ejercer poder y placer. Llevaba un desodorante en aerosol para todos lados, como los chicos cuando se inventan un arma con cualquier objeto y se imaginan en el papel de ser el Terminator de los recreos. Sabíamos que andaba cerca por el olor a lavanda que apestaba de golpe el ambiente; era su perfume preferido. Arrimaba la nariz a nuestra ropa (cerca del cuello, haciéndonos sentir su respiración) y si nos sentía olor a pucho, disparaba dos o tres veces, mirándonos a los ojos como si fueran balazos al aire. Mientras lo hacía, se reía, pero nosotras no. Él nos reprochaba no tener sentido del humor.
Nosotras sabíamos que mientras se reía, también se calentaba. A Valentina, que se encargaba de limpiar la empresa, la perseguía diciendo que siempre había olor a culo en el baño. Valentina creía que el olor venía de la mierda que él traía en el cerebro.
—Caput me dijo que no me puedo tomar las vacaciones todas juntas —contaba Juli, la contadora.
—¿Pero no se te vencen en un mes? —le preguntó Karen, la telefonista.
—Sí, el veinticinco.
—¿Y ahora? ¿Las perdés?
—Me voy a tomar de a cuatro días y voy a venir uno a laburar, por hijo de puta.
—Que no te venga con lo del año pasado.
—Ya cancelé el fijo para que no me encuentre. Al celu le saco el chip. No me ubica este año, te juro.
—Qué forreada, esa vez.
—Me hizo venir como cuatro veces.
—Gordo chupador de capitalismos. Ni el viejo es tan garca.
—A mí también me la quiso hacer este año. Se cebó.
—Encima te apoya el bulto. Lindo aguinaldo.
—¿A vos también?
—Ayer casi le piso el pie a propósito con el borde del taco.
—Debe tener una poronga gorda y flácida como él.
—Asco. Asco me da.
—Debe tener una pija con forma de desodorante de ambiente.
—Acaba con chorros de lavanda, el hijo de puta.
El martes me había tocado a mí la forreada, después de que el padre entrara a la oficina y le hablara a los gritos. Al rato lo vi mirando a través del vidrio de su oficina, mientras yo acomodaba una pila de papeles por orden alfabético. Cuando terminé, pasó por mi escritorio y rozó la pila a propósito, para que se cayeran.
—Pero ¿qué hacés, Caputti?
—¿Qué hacés vos, que tirás todos los papeles y no los levantás? ¿O te creés que yo voy a limpiar todo esto?
Contestarle significaba poner la renuncia sobre el escritorio. La mayoría no duraba más de tres meses, pero las chicas y yo llevábamos quince años sobreviviendo. Presumía que a la empresa le alegraría más nuestra ofensa y posterior renuncia, que pagarnos una indemnización por echarnos. Caputti estaba haciendo una reducción de personal sin dolor para papá, en un momento en que la producción estaba mermando. Quizás ese era su verdadero cargo. De noche, antes de dormir, me imaginaba mil formas de denunciarlo o matarlo. Ojalá hubiera guardado uno de los Jaimitos con bacterias.
Ese miércoles Valentina se acercó y aceleró las cosas. Hacía unos días que no la veíamos, y le preguntamos si había estado enferma.
—Me quiso manosear en el cuartito donde guardo las cosas.
—¡Hijo de puta! ¿Cuándo?
—Antes de ayer.
—¿Cómo no contaste?
—No quería volver, ni Mati sabe todavía. Me pedí el día, pero no me dan los números para bancarme sin laburar hasta que aparezca algo.
—¿Qué te hizo?
—Dijo que se había enterado de mi compromiso, que me quería felicitar. Yo estaba limpiando el cuartito y me arrinconó.
—¿Y zafaste?
—Sí, le empecé a dar con el balde que tenía en la mano, pero no le hice nada. Justo lo llamó el papito y se fue.
—¿Y no lo denunciaste?
—¿Dónde, qué le iban a hacer? Si el viejo tiene amigos y yo ni laburo iba a tener después.
Supimos que era verdad. Intuíamos que el padre lo había zafado de varias, aunque siempre eran rumores. El tipo debía conocer qué cosas eran probables y cuáles no, y en ese borde se manejaba. La frustración alimentaba nuestro odio. Esa tarde decidimos que lo íbamos a dormir con alguna droga y que después lo íbamos a cagar a palos, sin marcas. Las cuatro estuvimos de acuerdo. Nos pareció que Valentina tenía prioridad dentro de nuestro pequeño sistema de justicia, y le cedimos el poder:
—Si querés, lo atamos y te lo dejamos a vos.
No nos contestó nada.
Encontramos un libro para preparar unos somníferos caseros y la noche del viernes nos juntamos a mezclar uno que no se detectaba en sangre y que actuaba rápido. El sábado a la mañana, me tocó llevarle el café, y las cuatro, nerviosas, nos dispusimos a esperar los efectos.
—El señor Caputti pidió que no lo molesten —era la telefonista y yo, a cualquiera que lo reclamara.
Al mediodía, cuando se fueron todos, nos encerramos con él en su oficina y lo atamos al sillón giratorio. Las cuatro nos habíamos puesto de acuerdo en ir de uniforme como si fuera un ritual, aunque era viernes informal. Cuando nos descalzamos para no hacer ruido, me di cuenta de que su alfombra era tan mullida que daba ganas de tirarse encima a dormir un rato. Qué vida. Qué hijo de puta.
Lo pusimos en bolas. No tenía ni un solo pelo. Nos dimos cuenta que se depilaba entero. Le sacamos fotos mientras estaba inconsciente, agarrándose la poronga dormida y asustada. Le revisamos un armario y encontramos un Etiqueta Negra todavía en su caja. Lo empezamos a tomar entre todas, y también fumábamos esperando que se despertara y nos viera. Cuando abrió los ojos, apagamos los puchos en la alfombra gris perfecta, que se llenó de manchas negras y nunca volvería a ser lujosa.
Aunque estábamos de acuerdo en nuestra bronca, ninguna se animaba a empezar. Pero Valentina tomó la posta y le cruzó una cachetada con la izquierda. Caputti recién se despertaba y tenía que procesar mucha información. De a poquito se iba enterando:
—¿Qué hacés, puta? ¿Qué me hicieron?
—¿Puta quién? —dijo alguna, y le empezamos a pegar. Ahí entendí un poco esto de la violencia, el gustito que puede llegar a agarrarle quien viene acumulando presión y de repente se encuentra con el comodín a su favor. Sentí que las manos chocaban la carne con una fuerza que no era mía.
En un momento el gordo se puso a llorar. Valentina lo cacheteó con la mano derecha, donde tenía el anillo de compromiso, y el brillantito le dejó un surco en la mejilla, como un arañazo profundo. Después empezó a pegarle patadas y tuvimos que pararla.
—Ya está, Valen, ya está.
—¿Te gusta así, gordo, te gusta?
Después se levantó, tomó un trago de whisky, lo paseó dentro de la boca sin tragarlo y se lo escupió en la cara.
—¡Carnaval, Caputti, carnaval! —dijo, mientras tiraba el whisky por todos lados.
No sé por qué me volví a acordar de la cara de Juano, arriba de la terraza, chupando el Jaimito. Así se debía sentir Valentina, en la terraza de los Caputti, plantando una bandera y mirándolo como tantas veces la había mirado él, hacia abajo. Cuando se vació la botella, decretó el punto final calzándose y la imitamos. La adrenalina que nos cegaba se estaba enfriando y sentíamos que volvíamos de lejos, como en algún sueño que se había calmado, cumpliéndolo. De a poco fuimos otra vez las cuatro de siempre, pero con un tipo adelante que seguía en bolas y magullado, recordándonos qué tan real había sido la experiencia.
Caputti seguía moqueando, humillado. Valen le sacó un par de fotos más, que usaríamos para tenerlo a raya. Después se subió la pollera, se bajó la bombacha y se sentó en cuclillas a mear en la alfombra, mirándolo fijo, disfrutando de la sorpresa y el asco que le llenaban la cara. Se limpió con unas hojas que encontró en una carpeta que decía importante, le tiró desodorante de ambiente de lavanda en la poronga que seguía chiquita y asustada, y lo desató.
Mientras esperaba para irnos, me acerqué al escritorio, y recién ahí vi la revista porno gay, una receta de antidepresivos fuertes, la foto familiar enmarcada donde el gordo quedaba relegado en el fondo, detrás de la fachada de una familia perfecta. Evité volver a mirarlo, no tenía ganas de comprenderlo.
—Ahora, gordito, te vas a quedar acá un rato largo y vas a pensar en lo que hiciste —le dijo Valentina—. Y ojito con decir algo, porque publicamos el álbum en el Facebook de la empresa.
Sabíamos que ni se iba a mover y que no iba a abrir la boca, más allá de las fotos. Mientras cerraba la puerta y veía al Señorito Caputti convertido en una nada pálida y temblorosa a los pies de su sillón caro, neutro y frío, sentí que hoy nos habíamos cogido el organigrama de la empresa y lo habíamos reordenado para bien. Después me pregunté si el gordo ya se había dado cuenta de que era él quien iba a tener que limpiar ese desastre.
[Texto e ilustración publicados en nuestra novena revista]