Una fuerza desconocida salta desde las tablas hacia los cuerpos que observan la ceremonia en una coreografía imperfecta que resume, cual polaroid, el pacto tácito que firmaron el talento y la admiración. De pronto el silencio explota, y desde la bravura de la incertidumbre, las miradas buscan respuestas en los ojos de otros. Por suerte, la música ha vuelto a salvarlos.
Por Mario Marcelo | Especial para El Corán y el Termotanque
Rosario Smowing, sin necesidad de promesas
La primavera se resiste a llegar. Hablan de calentamiento global, pero cada vez hace más frío. Octubre ya camina y salimos abrigados como si fuera junio. Llegar al lugar del recital es, también, buscar un abrigo. «El frío siempre es el frío». Primera cerveza, entonces. Hay que esperar el movimiento, que caiga el líquido primero, que la temperatura se adecue desde adentro.
El humo asciende y se esparce como un telón invertido. No cae, sube. Luces rojas y verdes lo atraviesan, lo cruzan mostrando su espesor, el baile suave de ese telón que empieza a desaparecer. Detrás hay figuras humanas. Son ocho. Suben, toman sus posiciones, levantan sus armas. Instrumentos en mano, Rosario Smowing en marcha.
A más de diez años del primero y a cuatro del último, presentaban su cuarto disco No te prometo nada. La rockbigband rosarina tuvo su alumbramiento en 1999. Al año siguiente lanzaron su primer EP, Rosario ya no es lo que era. Tres años más tarde, vagabundeo por las escenas independientes mediante, llega Volumen 1, el primer disco de largo aliento. Desde entonces, Rosario Smowing fue tramando una historia en la que sobresale su cualidad para romper las épocas: ningún sostén del tiempo se mantiene firme cuando irrumpen en el escenario: camisas, tiradores, chalecos y contoneos fuera de toda temporalidad, extraídos del curso de los hechos. Sonidos y movimientos que hacen una rajadura en lo esperable. Otro siglo en este siglo. Ningún termómetro que pueda especular con ese clima. Una época reciclada y vuelta a hacer en canciones, en la escena, en las manos de Casanova alzadas, armando formas y siluetas en el aire. De la década del ‘40 del siglo pasado al 2 de octubre de 2015, no pasó mucho tiempo. Casi nada. Todavía estamos ahí. El swing argentino, el swing rosarino, el que baila con la noche entrada, sin mover el agua, para ver la flor del Irupé: «te arropa de amores, pa’ que duermas bien».
La banda suena, el público baila, los músicos también. La noche se va rompiendo mientras pasan las canciones. Van surfando las crianzas, se queman. La vida, ahora, no pesa. Están las canciones pa’ no morirme por dentro. Acordes finales, el sonido se va escapando. Bajan las luces. Las sombras sobre el escenario se distienden. Desde la izquierda, una de ellas, camina al centro del escenario. Teglia, guitarrista, empieza a zapatear. Tap. Repica y mira. El público devuelve, completando el ritmo. Una y otra vez. Teglia introduce, las palmas terminan. Y otra vez la banda suena, otra vez el ritmo, otra vez el baile. Caricias del otoño, pero en primavera. Es cierto: «el frío siempre es frío/ lo que cambia es el calor».
Y tampoco te morís
La desconocida poesía es la de esa secuencia de cuerpos ondulantes, la de la escucha. Suenan eclécticos los sonidos, ahuyentan los ruidos. Rosario Smowing es una banda inclasificable más allá de su nombre propio. Tienen la singularidad de los que cantan en canciones las emociones pa’ no explotar. Y de golpe, oscuridad y silencios. Una luz se enciende en la punta del escenario. Está Casanova. Los otros empiezan a agruparse sobre un costado del escenario, en cuclillas. Echan aire con lo que pueden y miran para todos lados. Casanova avisa: se descompuso uno de los colaboradores. Ataque de epilepsia. Un médico en la sala. Se eleva una mano del montón, y esa mano camina hasta el escenario hasta transformarse en una pelirroja, que va a asistir al caído hasta que llegue la ambulancia. «A veces el cuerpo te pide calma». Casanova canta un tango. Después, pide disculpas y se interrumpe el show unos minutos. Al fondo, desde la calle, otras luces verdes se meten al teatro. No son de láseres esta vez, es la ambulancia. El público se esparce, salen en malones a fumar tranquilos a la vereda, sin la mirada juzgadora de la seguridad. Hay que esperar. Segunda cerveza, es así. «Cuando hay de más uno se entra a marear».
No hay pa’ siempre
El llamado vital de la danza. El movimiento. El rock es movilidad. Lo de Rosario Smowing primero es movimiento, después los géneros. El sonido que se construye, sale del escenario y se vuelca sobre ese montón de cuerpos danzantes, que agitan la cabeza y los brazos, y rascan el suelo como queriendo hacer pozos, dejar huellas, escarbar. Es una forma de comprobar que no se está clavado. Nadie detenido. Los que no bailan, asienten con la cabeza: son máquinas repetitivas de decir que sí. Y se bambolean despacito, de a ratos. «Despierta amigo, estás viendo un show». Tercera cerveza.
El teatro Vorterix es estrecho, el público se amontona al frente y parece una masa impenetrable. Se abren algunos huecos, distancias pactadas para poder moverse. Repartidos en postas, los de seguridad vigilan y controlan desde sus altares. Serios, en pose de granaderos. «Luz verde para el cigarrillo, luz azul para la marihuana, luz roja para los que fuman crack», bromea desde el escenario Casanova. Tiene que pedir que aflojen con los cigarros porque los láseres no paran de cruzarse de un lado al otro. Son parte de la iluminación, aunque sin ningún criterio estético.
Junto al baño hay uno de esos peldaños desde donde salen disparados los láseres verdes que se clavan como estigmas en las manos infieles que quieren esconder el cigarrillo. Este es un pelado inmenso, con unos brazos voluminosos cruzados adelante, tomándose la muñeca y cubriendo la pelvis, como armando la barrera. «El tipo parecía de esos que no aflojaban/ pero le tiemblan las patas y lagrimea de nada». Una vena gruesa y torrentosa le atraviesa de punta a punta todo el miembro derecho: arranca apenas termina la ajustada remera negra, a mitad del bíceps, y baja hasta meterse en el hueco de la mano como una pitón buscando guarida. Llevo un rato mirándolo y todavía no hizo ningún gesto. «Es la vida sin motivo, no más para no ver la muerte».
En realidad, no llevo tanto: al lado, dos pibas se dejan llevar por el ritmo y se deslizan en un radio de un metro con una sensualidad cautivante. Podrían estar sobre el escenario, como plantel de bailarinas, y nadie sospecharía nada. Somos varios los que las miramos moverse. Los oídos atentos a las ondas que salen del escenario, el cuerpo siguiendo un poco torpe las vibraciones, sintiendo el calor del ambiente, y los ojos sobre esas dos pibas que bailan. «Un puñado de canciones, la orquesta y vos bailando acá, qué más, qué más…». Somos varios mirándolas. Salvo el patovica: él sigue firme, mirada seca y perdida, labios apretados, gesto de malo. Evidentemente, no estamos en el mismo lugar.
Ellas bailan y el show va terminando. Es momento: cuarta cerveza. Últimos tragos. Último empellón de movimiento. Últimas maniobras sensuales. Últimas miradas. Últimas canciones. La banda se despide, vuelve y toca un par de temas más. Otra vez, la última exaltación. El patovica sigue firme, sin mueca. Las pibas gozan el final de su baile. Nosotros, también: «es que parar de andar pa’ mí es morirse acá/ y quién no quiere vivir un poco más».
Fotografía – Bian Az | Álbum completo aquí
Contacto
Integrantes
Diego Casanova: voz y tompeta.
Diego Picech: batería y percusión.
Gabriel Coronel: contrabajo, bajo y coros.
Sebastian Teglia: guitarras, banjo y coros.
Alejandro Bluhn: piano y acordeón.
Adrian Fontana Fluck: trombón, tuba y coros.
Sergio Peresutti: trompeta y armónica.
Jesus Eroles: clarinete, saxo y violín.