Triste que todo pase…
Pero también qué dicha este gran cambio perpetuo.
Si pudiéramos
detener el instante
todo sería mucho más terrible.
¿Pueden imaginar a Fausto de 1844, digamos,
que hubiera congelado el tiempo en un momento preciso?
En él hasta la más libre de las mujeres
viviría prisionera de sus quince hijos
(sin contar a los muertos antes de un año),
las horas infinitas ante el fogón, la costura,
los cien mil platos sucios, la ropa inmunda
—y todo lo demás, sin luz eléctrica y sin agua corriente.
Cuerpos sólo dolor, ignorantes de la anestesia,
que olían muy mal y rara vez se bañaban.
Y aún después de todo esto, como perfectos imbéciles,
nos atrevemos a decir irredentos:
«Qué gran tristeza la fugacidad,
¿por qué tenemos que pasar como nubes?»
Poema: Elogio de la fugacidad | José Emilio Pacheco