Una libreta, un cronista y un hecho. Se enfrenta a la realidad y hace preguntas, toda la duda lo atraviesa. Toma notas, más tarde tiene que escribir, contar lo sucedido. Los límites entre la crónica y la ficción se ponen en juego en la primera novela de Pablo Bilsky, una experiencia narrativa que impulsa la novedad, plantea una reflexión sobre el oficio, deja en suspenso la escritura. Un primer libro de un viejo conocido y algunas preguntas sobre eso que se hace.
En el límite entre la crónica y la ficción, hay una libreta. Herodes es una novela sobre esa libreta, una historia de las posibilidades que caben en ella. Pablo Bilsky se estrena en la publicación con una novela que bien puede ser leída como una síntesis de su trayectoria: ahí se conjugan el periodista y el escritor. No tuvo apuro en publicar. Había participado en concursos, fue finalista del Casa de las Américas, integró algunas antologías de poesía, pero nunca había salido al ruedo con un texto propio, en solitario.
Si es necesario trazar mapas, la irrupción tardía de Bilsky puede empezar a contornear un nuevo espacio. El lenguaje de la novela, la superposición de imágenes, el hilado de ritmos, la metáfora y la apelación directa, la velocidad variable del texto, lo colocan como dueño de un estilo particular, un registro que se desvía de los cursos habituales de la literatura rosarina actual.
En Herodes el principio de realidad nunca se rompe. El imperio carnívoro que llega, las vidas colapsadas, la podredumbre, un paisaje del presente en distintos códigos. Trama un realismo potenciado, un desmenuzamiento de todos los posibles en un hecho. El cronista y su libreta, el intento por narrar lo inenarrable. Un soldado argentino que aparece muerto, embarazado y con un bebé, una fábula bélica en los montes de Capitán Bermúdez, y el cronista que toma nota. Las historias que entran en esa libreta se intercalan y ponen en evidencia la función del que las escribe. El cronista lo sabe y se hace preguntas. Bilsky reconstruye una muy actual reflexión sobre el oficio. Todo es ahora, acá, sobre esto hay que escribir. La práctica periodística queda en entredicho.
Aparecen las imágenes que se contienen en una escena, una ebullición de figuras, invasiones extranjeras entre el quebradero de ramas del territorio asaltado. La historia se despliega desde el acontecimiento. Hay más que meros datos objetivos, los testimonios esconden algo, las dimensiones de la realidad se multiplican. Mitología criolla rompiendo las temporalidades. Los ingleses y la Argentina, justo en tiempos de restauración entreguista. Ese vendaval corre en la narración, es ella misma desplegándose. La crónica y la ficción preguntándose, a su vez, por el cronista que ve un cadáver.
En el hedor está el dato clave, anota. Toda solidez del informativismo, la precisión, el recorte exacto y medido, cada uno de los preceptos esenciales del periodismo que se reclama profesional, se ve conmovido. «El hedor, o no, mejor, acaso, el color, mejor dicho la falta de color. La falta de nombre, la falta de palabras para un color. El color ese, indescriptible. Ahí estaba la clave de la crónica.», escribe. Eso que escapa entre las hendijas de la separación abismal entre crónica y ficción. Los límites del periodista, la indeterminación, la eterna pregunta por la realidad. Ese momento de incertidumbre. La anotación apurada, fragmento, estímulo.
El cronista intentando recrear la escena, redescubrir el momento, detectar el hecho. Busca llaves que abran las representaciones. Un desafío a la centralidad de la noticia, la información aislada, el flash que impacta y no deja huellas. Un alegato contra la deshistorización del noticiero central. El cronista recibe los golpes del hecho, quiere reescribirlos, utilizar su lengua, escribir su nota. El periodismo surge como conflicto entre la memoria y el tiempo. La actualidad, arrinconada con la lógica tecnocrática, la comunicación como comercio, la sobreabundancia de registros exteriores, empacho de sucesos fragmentarios que impiden un registro de lo acontecido en la subjetividad. La censura invertida que propone el negocio de la comunicación, el periodismo libre e independiente, fraccionador, que hace de la historia, una noticia. El cronista, percibiendo la superficie vital en la historia, intentando rastrearle el pulso. Todavía vive, pese al cadáver, ahí está la libreta.
No se trata del libre flujo de opiniones, la liviandad de show necesaria para aceitar su circulación. El cronista no busca efectos instantáneos. Los presiente, los tiene ahí, ante sus ojos, clavados en su olfato y su memoria. La historia es un largo recorrido sin rumbo, hacia atrás y hacia adelante en un solo movimiento. La memoria es rugosa, tiene texturas, como el cuerpo tendido, como la libreta.
En cada una de las historias que componen Herodes, Bilsky va desarmando las formaciones elementales del periodismo profesionalizado. Todo puede ser obscenamente exhibido, todos los archivos están disponibles, la memoria queda vaciada. La historia no tiene historia, es un dato objetivo. Una tarea por cumplir, tomar precisiones y partir. Pero esas anotaciones permanecen en la libreta, se mantienen con vida, aparecen en las otras historias.
Bilsky publica su primera novela a los 52 años. Era una voz reconocible desde sus notas periodísticas y su tarea en la radio. Pero es inusualmente tarde su salto de lleno a la publicación literaria, y es con una novela que describe y recompone ese salto entre uno y otro mundo. La cuestión de la oportunidad para la publicación, lo prematuro y lo apresurado, lo innecesariamente postergado queda resuelto con una historia que no se cierra, que vuelve y vuelve, como si siempre quisiera dar cuenta del momento, como si fuera la historia de una libreta de periodista.
Los hechos y la historia
La leyenda condensada en los hechos, o el desprendimiento desde esos hechos de la sucesión de imágenes que el cronista busca, intenta escribir. Un acontecimiento, una necesidad: cubrirlo. Algo sucedió y sobre él caerán las palabras que lo contarán. El cronista tiene que contar una historia. «Encararlo como una crónica deportiva, un maratón, pensé, pero no escribí nada», apunta mientras observa el desencadenamiento del caos en el shopping, las promociones, el instante de oferta, las hordas corriendo de un local al otro, abriéndose paso para comprar. «La libretita, húmeda y cerrada». El cronista no puede escapar, todavía tiene la libreta.
Y ahí está, anotando, empieza a urdir el relato. Contar la historia, encontrar sus detalles, darle una forma o conducirla o delinearla. Para eso la libreta y las notas, las historias que van pasando unas a otras, el shopping en navidad, los desenlaces inesperados, las disrupciones, lo asombroso e irreparablemente posible, ladrones de cadáveres pescando carne de los muertos, y un teórico de la resurrección, precursor de la ablación de órganos, en el que convergen todas las imágenes, todas las muertes, el terror que ronda la ciudad, los personajes de «Las calles» atemorizados con las sombras y los bultos que merodean, la sospecha. Y la libreta gorda de tinta.
Un halo místico que inyecta cada momento, la fascinación y el asombro, la ansiedad del que tiene que contar, que amontona historias que enloquecen el mundo convencional. Escucha lo que dicen los protagonistas de los episodios. No hay inteligibilidad clara, precisa, hay excesos, como en la realidad vivida. Deja constancia. Intenta reconstruir. La historia sigue entre héroes y derrotados, humillados, atemorizados, paranoicos, emergencias, la agitación sorda de la ciudad.
El presente rosarino cobra forma en esa intercalación de historias reales y fantasmales, todas posibles, los hombres que la caminan, la trabajan, la respiran y la huelen. La fiebre del consumo, ofertas y temor, desesperación desde las vidrieras. El shopping, templo contemporáneo. «Deambulan como muertos, en cada barrio de Rosario, en cada calle, y asustan a la gente, y prometen no dejar nada a su paso», escupen los televisores en la víspera de la navidad. El cronista recorriendo la ciudad en Nochebuena. En Herodes hay localidad, las imágenes, el paisaje, el modo de habitar las escenas y de contarlas, las «maderas, siropes de Gualeguay», las esquinas, los barrios, los protagonistas, las historias sucedidas. Esa localidad es la que surge de la experiencia viva, brutal, fanteasada, de esas historias, su origen de notas escritas para un diario, con todo el rigor de la verdad.
Aparecen personajes que inventan mundos, situaciones insospechadas, fantasía y realidad, palabras. Rosario puesta en suspenso, el presente misterioso. El cronista mira lo que puede y se interroga. Ivanovich, equilibrista, mago y dueño de una compañía de circo. Un ilusionista trashumante que hace desaparecer «mujeres y aparecen patos, cintas métricas, espadas, castillos de madera, clavas, reposteros, pelotas, rollos de hule, frascos de antiguas farmacias que contienen resinas búlgaras, anillas, piedras, hormas, restos de pan, látigos, canastos, sombreros, mesas y ropas». El cronista describe, junta datos de la escena. Mira y escucha. Los hechos se avecinan, pierden su linealidad, se distorsionan, cobran nuevas formas, toma nota. Otra vez a mirar, y los hechos siguen sucediéndose.
Hay que escribir una crónica, ser riguroso, no escapar a la realidad. Hay que preguntarse por lo que la ciudad alberga, todo lo que entra en un hecho cualquiera. El cronista repara en eso y escribe. Duda, por momentos no sabe, quiere decir y vacila, no puede. Se detiene, sigue mirando. «Los artistas de circo somos como los apóstoles. Recorremos el mundo para hablarles a los pueblos y llevarles un mensaje que los haga más felices y los calme de sus dolores». El cronista anota las testimoniales. Insumos de la historia. La libreta se infla, está poblada. El cadáver se construye, no se sabe a ciencia cierta si es ficción o realidad, o si es una novela. Pero no se trata de esos rigores de la ciencia. El cronista está ahí, anota e intenta memorizar.
Bilsky, Pablo: Herodes, Yo soy Gilda Editora. Rosario: 2015.