Una silueta cargada de vida se aleja de su sombra para reencontrarse con otra faceta de su contorno. Es un quiebre brusco de identidades en el que los ojos persiguen la quietud para entender la escena. Las luces convidan su parte y se mezclan en el nuevo orden de cosas que se desata sobre el escenario. Voces sin gargantas tejen senderos ruidosos en el aire. Alguien es y no al mismo tiempo.
La transferencia permanente… No. La transformación permanente del tótem… ¡NO! La transfora… ¡¡NO!! Pero qué complicado que es aprendérselo. Me imagino que si una obra elige un nombre tan pretencioso como La transformación permanente del Tabú en Tótem, seguramente es porque siente que ningún otro nombre representa tan bien su contenido. Espero que los interesados no sean sólo estudiantes de psicoanálisis.
Nos acomodamos en la sala. Un cuerpo tendido en el suelo se ilumina lentamente. Está de espaldas al público, vestido de smoking. El escenario sigue a oscuras y la música pretende un clima tenue. Después de unos segundos, que parecen minutos, el cuerpo levanta la mano con un movimiento brusco; está sosteniendo un reproductor de cassette.
El reproductor se inicia y una voz nos habla en prosa poética, haciendo reflexiones filosóficas sobre el concepto de «antropofagia». Si tengo que ser sincero, me cuesta mucho concentrarme en un texto tan exigente sin una entrada en calor, o por lo menos una idea sobre el ritmo de la obra; así que voy adaptándome muy lentamente al contenido, con la misma resiliencia que podría tener al sufrir un choque de auto e ir sobrellevando poco a poco el aturdimiento.
El cuerpo se levanta. Su cara está tapada por una máscara blanca y un sombrero que hace juego con el smoking. Mientras la voz continúa sus reflexiones, el cuerpo empieza a moverse. Sus pasos buscan acompañar el sentido y el ritmo de las palabras. Cada movimiento está pensado como una danza con las luces del escenario, y cada extremidad es un recurso más del cuerpo para mostrarse desarticulado y al mismo tiempo orgánico. El rostro plástico de la máscara también se desliga de la cabeza, volviéndose una extensión más y ganando más fuerza expresiva de la que tendría permaneciendo en su lugar lógico.
Corte.
El personaje descarta su cara falsa y empieza a hablar en forma neurótica. A pesar de que el smoking y el tono de voz le dan un cierto aire de burócrata, parece ser una especie de investigador de las ciencias humanas que intenta entender sus problemas de personalidad, analizando su nacimiento a partir de diferentes disciplinas científicas. Suena muy rebuscado, pero en realidad éste es el punto alto de la ola. Es un monólogo muy divertido, de texto fluido que en ningún momento te hace perder la atención. Se va mezclando con gags físicos y el uso de diferentes soportes tecnológicos, como el sonido y la música, una pantalla con proyecciones de video en el fondo, y con una webcam en una mesita de escritorio, que nos muestra al personaje desde un ángulo muy diferente que le permite jugar con las proporciones y las distancias.
Cuando el ritmo baja, la música reemplaza lentamente al diálogo. El ritmo inicial se retoma en forma disimulada y da la impresión de que toda la energía anterior fue una excusa, un envión. En esta tercera parte de la obra, el personaje se acerca a un vivero con plantas, y empieza a revolver entre la tierra, desenterrando pequeños objetos simbólicos. Los simbolismos no son extremadamente complejos, aunque sí están tratados de una forma agradable: una máscara, un sombrero, una calavera, una papa florecida que debe ser desenterrada… Mi favorito es el vivero.
También hay que destacar el trabajo físico del actor y la forma en la que el personaje interactúa con un muñeco de sí mismo. Esto es teatro de objetos y Leandro Martine logra darle vida a entes inanimados, e incluso logra el trabajo físico de desentenderse de su propio cuerpo para resignificarlo. Aplausos para él.
Ya terminada, da la impresión que La transformación permanente del Tabú en Tótem es una búsqueda más lúdica y poética de hacerse algunas preguntas existenciales. Seguramente, una idea que detona a partir de los libros de Freud. Plantea un ritmo muy propio y le exige al espectador adaptarse a eso, a pesar de que la obra parece ceder ante el miedo de aburrir al público, y cae en una estructura que parece fraccionarla en dos obras diferentes (y la parte del monólogo podría dar pie por sí misma a una obra genial).
En este mismo sentido, es una apuesta personal, de las que caminan varios pasos al costado de los senderos más cómodos de la industria cultural. No importa la impresión que nos deje, porque las impresiones siempre van a ser subjetivas, como en el arte abstracto. No está pensada para cualquier público, pero tampoco se complica tanto como para restringirlo a los espectadores incautos que caigan en ella por error. Sin dudas, cualquier espectador puede disfrutar la experimentación que se hace con todos los elementos físicos y técnicos. El gran punto fuerte es la creatividad en los recursos.
Aunque para cerrar, me gustaría salir un poco de esta especie de formato crónica-crítica para hacer un mea culpa: al principio de la obra, cuando las grabaciones de cassette empiezan a hablar de la antropofagia, me sentí muy presionado por cambiar el switch de mi cabeza a modo «inteligente». Era la desesperación por empezar a masticar conceptos teóricos que hubiese leído alguna vez en la facultad, para entender algo de lo que se decía, así que, en el apuro, cometí el error de asociar la palabra «antropofagia» con el concepto de «autofagia», y no con el verdadero… Sí, ya sé, es una burrada, ¿pero saben qué? ¡La obra me pareció mucho mejor así!
Mírenla y después me cuentan; está abierto el debate. ¡Un abrazo! Cambio y fuera.
Contacto
Integrantes
Idea, textos y actuación: Leandro Martine
Dramaturgia escénica y dirección: Mónica Martínez
Asistencia de dirección y montaje sonoro: Pablo Albini
Realización audiovisual: Lilén Barberis y Maia Basso
Diseño y construcción de títeres y escenografía: Mónica Martínez y Pablo Albini.
Fotografía: Gregorio Basualdo