Faltaban tres minutos. La pelota cayó en los pies de Pelé quien, tomándose un segundo en medio del vértigo que traía la jugada, giró y abrió hacia la derecha. Desde ese sector, venía acelerando desde atrás el magistral Carlos Alberto, quien como una tromba remató cruzado. Golazo de Brasil, que mataba a Italia por 4 a 1 y se proclamaba campeón del mundo por tercera vez en su historia. En esa ocasión, sería México el escenario testigo de la gesta. La consagración brasileña significaba la consolidación de un estilo de juego, el cual, al alcanzar el éxito, se tornaba indiscutible e inmortal. Ese modo de jugar tenía nombre y apellido: de allí en adelante sería reconocido como el jogo bonito. Mejor que eso no se podía jugar, se pensaba por aquel entonces…
Sin embargo, por esos mismos años, rondaba por Ámsterdam un tal Rinus Michels, en vísperas de hacer algo grandioso. Era ni más ni menos que el técnico del Ajax holandés, que desde hacía cinco años estaba gestando algo mecánico que pronto alcanzaría el reconocimiento mundial. En los tres años posteriores a la Copa del Mundo mencionada, su equipo ganaría consecutivamente la Copa de Europa, aunque las dos últimas con Stefán Kovács en el banquillo. La invención de Michels y la base de aquel fenomenal Ajax serían extendidas a la Selección Nacional para afrontar el Mundial de Alemania, en 1974.
Aquella Holanda jugó un fútbol magnífico y alcanzó la final de manera invicta. En el camino, habían quedado vapuleados, entre otros, la Argentina; y en vísperas al partido definitorio el mismísimo tricampeón del mundo, Brasil. En el desenlace recibiría un mazazo de la siempre respetable Alemania, que con su ortodoxa manera de jugar, relegó a los neerlandeses al título de “campeones morales”.
Esa selección holandesa se caracterizó por la rotación constante y la aptitud para la ocupación de cada uno de los puestos de la cancha por parte de todos los jugadores del equipo. A partir de la circunstancia presentada, cada jugador tomaba un rol protagónico según ameritara la situación. El pressing en 3/4 de cancha en busca de la recuperación de la pelota era otra característica predominante y la posesión del balón significaba la vía escogida para defenderse, ya que de ese modo se contrarrestaba la tenencia del mismo por parte del rival. Fue pionera, también, del adelantamiento conjunto e instantáneo de la última línea para dejar en posición adelantada a los delanteros rivales. El jogo bonito había testado, sin dudas, su sello, pero la Holanda del ’74 demostraba que con aquel equipo carioca no se había alcanzado todavía la perfección. El conjunto de Michels tendría, también, su propio nombre: el Fútbol Total.
Si Brasil le había mostrado al mundo el talento técnico y la habilidad, llegando a juntar hasta a cuatro números diez dentro de la formación titular (Rivelino, Jairzinho, Tostao y Pelé), Holanda se exhibió como la mejor combinación de movimientos posible entre los once jugadores de un mismo equipo. No se descansaba en el talento individual, sino en la planificación trabajada hasta el punto de lograr la coordinación suprema. Todos podían jugar de todo y eso hizo que el equipo fuera mundialmente conocido como “La Naranja Mecánica”, ya que el título de la novela de Anthony Burgess, llevada al cine por Stanley Kubrick tres años antes, le calzaba perfecto al equipo, si se tenía en cuenta su funcionamiento y el color de su camiseta. La base de aquel plantel la constituían Rudolf Krol, Johan Neeskens, Johnny Rep y Rob Rensenbrink; aunque el líder, aún bajo la idea de la división total de las tareas, era el habilidoso capitán Johan Cruyff. Todos, excepto Rensenbrink, eran jugadores del Ajax y habían sido formados por Michels.
Pero la dirigencia del equipo de la capital neerlandesa cometió un error. Para la temporada 1973/1974 vendió a Cruyff al Real Madrid, sin que la estrella fuese consultada. Dueño de un fuerte carácter, el líder del equipo se rehusó a aceptar la decisión de los dirigentes y, en una fiel muestra de repudio por su accionar, decidió firmar ni más ni menos que para el eterno rival, el FC Barcelona, que por aquel entonces se encontraba sumergido por las últimas ubicaciones de la Liga española.
A partir de tal arribo, quien fuera considerado ídolo incluso antes de jugar, debutó con dos goles ante el Granada y marcó el cambio radical que el club tomaría de allí en adelante. Ganó esa Liga, obtuvo más adelante una Copa del Rey, fue partícipe en el medio de una goleada histórica al Real Madrid por 5 a 0 en el mismísimo Santiago Bernabeu y terminó de colmar el encanto de los catalanes cuando a su hijo lo nombró “Jordi”, en pleno régimen del temible Francisco Franco.
Cruyff cambió la filosofía de juego de un Barcelona que de allí en adelante la adoptaría como propia. Ya no se identificaría con otro modo de jugar. Aquella idea plasmada de Michels que, vale aclarar, fue el técnico de los blaugranas entre 1971 y 1975 y entre 1976 y 1978, nacida del Ajax, extendida a la Selección holandesa y desembocada en el Barsa, no moriría nunca jamás.
Para 1978 Cruyff abandonaría el club catalán. El equipo ya no conseguía los títulos y se suponía necesaria una renovación. Diez años después, sin embargo, regresaría debido a la urgencia de salir, otra vez, de una situación crítica. En este caso, el desafío sería otro, totalmente novedoso: el puesto de director técnico.
Cruyff mostró desde un principio que retomaría la posta del estilo que a él le habían inculcado, aunque esta vez buscaría la forma de adaptarlo a los tiempos que corrían. No habían pasado muchos años, pero aquella forma de jugar que había inventado Holanda ya era conocida y, por lo tanto, no sorprendía con la misma eficacia que antes. Cruyff, entonces, le sumó un nuevo capítulo a la historia.
En sus ocho años como técnico del primer equipo se esforzó por llevar adelante la idea de un 3-4-3 con cuatro volantes que propiciaran profundidad y delanteros efectivos que, sobre todas las cosas, abrieran el campo y las defensas rivales. Así, puede asociarse inmediatamente a Hristo Stoichkov y Txiki Begiristan recostados por la derecha e izquierda, respectivamente. Cruyff se destacó, también, por haber alentado la adquisición de jugadores en principio desconocidos o que, en todo caso, todavía no se encontraban en la cresta de sus trayectorias. Así, por ejemplo, el Barsa fichó al mencionado Begiristan, o a quien sería clave en el funcionamiento del mediocampo, como José Mari Bakero. Lo mismo con Michel Laudrup y Stoichkov, pescados al principio de los ’90 cuando pocos alentaban tales decisiones. Después, el tiempo, se encargó de hacernos ver que se trataba de excelentes decisiones.
Otra característica, radicaba en la búsqueda insaciable de jugadores provenientes de la cantera. De ese modo, con el correr de las temporadas fueron apareciendo, entre otros, jugadores como Guillermo Amor, Iván de la Peña y, especialmente, Josep Guardiola, considerado por la afición como un reflejo barcelonista de pie a cabeza. Todos jugadores que defendieron, más tarde, los colores de la Selección española. El sello holandés no podía faltar y en aquel primer equipo la zaga central era cubierta por el magnífico Ronald Koeman.
Con su nuevo técnico, el FC Barcelona obtuvo 4 Ligas españolas, 1 Copa del rey, 3 Supercopas españolas y, por primera vez en la historia del club, la Copa de Europa, que permitió el acceso posterior a las obtenciones de las Recopa y Supercopa del Viejo Continente. Cruyff había engrandecido aún más su figura con su paso como entrenador y su equipo, a esa altura denominado “Dream Team” (en comparación al contemporáneo seleccionado estadounidense de basquetbol, que brilló en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992) dejaba una marca en la historia del fútbol a nivel doméstico.
Parecido a su desenlace como jugador, el desgaste hizo que en 1996 Cruyff dejara el cargo. Su recio temperamento ya no era compatible con el del presidente Josep Lluis Núñez, el mismo que no se había llevado de la mejor manera con Diego Maradona, entre 1982 y 1984.
Barcelona jamás pudo despegarse (ni quiso hacerlo) de la herencia recibida. Ya sin la injerencia directa de Cruyff, por momentos pareció alejarse (aunque no mucho) de aquel estilo, pero jamás quiso desentenderse del todo. Prueba de ello es la ininterrumpida incorporación de jugadores holandeses. Así, fueron llegando, con el paso de los años, los hermanos Frank y Ronald De Boer, el arquero Ruud Hesp, los defensores Michael Riziger, Winston Bogard y Gio van Bronckhorst; los volantes Marc Overmars, Boudewijn Zenden, Phillip Cocú, Edgar Davids y Mark van Bommel; y el delantero Patric Kluivert.
Mientras tanto, Holanda continuaba fiel a su estilo. Se destacaba en el buen juego y era reconocida mundialmente por ello, pero jamás lograba materializar todo eso en títulos, con la única excepción de la Eurocopa de 1988, disputada en la Alemania Oriental y, nuevamente, con Michels como técnico. Aquel equipo, ya renovado, se recuerda sobre todo por la labor del tridente conformado por Frank Rijkaard, Ruud Gullit y Marco van Basten quienes, a diferencia de sus compatriotas de la década anterior, desembarcaron en Italia y extendieron su labor por el AC Milan multicampeón con Arrigo Sacchi en la recta final de la década del ’80.
El Ajax, por su parte, contó con dos nuevos ciclos exitosos. Uno a mediados de cada década. El de los ’90, precisamente, fue comandado por Louis van Gaal quien, vaya curiosidad, continuó su camino en Barcelona en los años siguientes.
A principios del nuevo siglo, el club catalán estaba en crisis. Se había acabado una generación y mientras el Real Madrid regresaba a los primeros planos europeos, cada intento de resurgimiento resultaba fallido. Aquel Frank Rijkaard, con previo paso por la conducción técnica de la Selección holandesa en la Eurocopa del 2000, fue elegido tres años más tarde como nueva alternativa para el resurgimiento blaugrana. Luego de un comienzo irregular, el Barsa recurrió a la memoria para retomar la senda del triunfo.
Para la temporada siguiente, el Barsa resultaría imbatible. Se volvió a comprar jugadores de óptimos rendimientos y excelentes atributos técnicos, pero no reflejados de igual modo por el mercado de pases. Como a principios de los ’90, es decir, a la Cruyff, arribaron al equipo jugadores como Deco, Giuly, Eto’o y van Bronkhorst quienes, sumados a la base anterior, conformaron un equipo fantástico. Dos Ligas y una nueva Copa de Europa, ahora ya denominada Champions League, como galardones más destacados, situaron a éste como otro gran ciclo de la historia del club.
Tres años después, el equipo se mostró agotado de ideas nuevas. Algo así como desgastado. Se le criticaba a Rijkaard, justamente, su poca exigencia en los entrenamientos y sus escasas variantes tácticas. Debió dejar su lugar, el cual fue ocupado por aquel hallazgo de la cantera de quien otro sino Cruyff: se trataba de Pep Guardiola.
El ex capitán de mediados de los ’90 supo renovar el espíritu. Encontró la vuelta que necesitaba el equipo y, de la mano de sus retoques, no sólo se reencontró con el éxito, sino que elevó el nivel de juego del FC Barcelona.
Tal como la escuela lo marcaba, el “Pep Team” se presentó como una actualización del equipo de Rijkaard. Mantuvo el 4-3-3 cambiándole algunas piezas por otras nuevas. Se fueron, principalmente, Edmilson, Deco, Giuly y Ronaldinho; quienes fueron reemplazados por Touré Yayá, Iniesta, Messi y Henry, respectivamente. Se desafectaron del plantel aquellos integrantes que no resultaban productivos para el buen funcionamiento de la interna del plantel, se fue nuevamente en busca de jugadores de nivel sin romper los valores del mercado y se le dio principal importancia a los talentos formados en las inferiores, con decir que el plantel titular suele presentar entre 6 y 8 jugadores provenientes de la canteras.
La nueva versión del FC Barcelona se caracteriza por la extrema superioridad en el control y posesión de la pelota, llegando a dominar no menos del 60% en cada una de sus presentaciones. Mantiene a sus tres delanteros, dos bien abiertos, por delante de una línea de volantes encargada de la creación. Tal como el equipo de Rijkaard. Tal como el Dream Team de Cruyff.
A su vez, y para más coincidencias todavía, del mismo modo que en 1993, luego de la obtención de la Copa de Europa, se fue en busca de un talento fuera de serie como Romario; en 2009, posterior a la adjudicación de la Champions, se trajo al sueco Zlatan Ibrahimovic.
Lo interesante aparece cuando el paso del tiempo nos posiciona en la actualidad y justifica la descripción de los párrafos anteriores en el recorrido por las estadísticas y el curso que los años precedentes han tomado. Se trata de una especie de desembocadura: todo lo anteriormente detallado nos sitúa en un punto histórico del fútbol, el actual, el cual realmente se muestra llamativo.
Sucede que por primera vez en todos estos años, se ha esparcido el estilo del FC Barcelona a la Selección española. Así como había sucedido con el Ajax y la Selección holandesa en la década del ’70. Hasta entonces, se le criticaba a España su carencia de un estilo de juego y se asociaban los fracasos rotundos tanto en Eurocopas como en Mundiales a, precisamente, las desigualdades sociales y al nulo sentido de integridad nacional que posee el país, abalado por la diversidad de culturas localizadas en la España peninsular. Hoy todo ello está fuera de discusión. La Roja no evidencia a toda España, pero a diferencia de antes posee un estilo de juego claro y definido.
Claramente, la Selección española es el reflejo del FC Barcelona. De hecho, seis de sus titulares (siete si se contabiliza el flamante fichaje de David Villa) provienen del club catalán y estos conforman ni más ni menos que la zaga central, la contención de Sergio Busquets, el pacman del medio conformado por Xavi e Iniesta y la explosión ofensiva de Pedro (y Villa). Demasiado…
Lo curioso es que, cansada de la no obtención de títulos, quien se ha distorsionado es Holanda. A su habitual fútbol ofensivo no le ha cambiado demasiado su distribución táctica, ya que sigue optando por abrir todo el frente de ataque, pero ya no se desespera por el protagonismo absoluto ni la verticalidad permanente, sino que cede la pelota al rival y hasta toma varias precauciones defensivas para evitar ser sorprendida. Nada mal desde el punto de vista racional. Toda una novedad desde la tradición que la Selección había mostrado en los últimos 36 años.
Le ha dado resultado esta alteración a Holanda. Después de la Eurocopa de Suiza-Austria 2008, donde el equipo encandiló al mundo en la primera fase y después, fiel a su historia, fue borrado de un plumazo en los cuartos de final, en lo que pareció ser la gota que rebalsó el vaso, Ber
t van Marwijk reemplazó a Marco van Basten (podría decirse que a la selección se le dio un toque de Feyenoord) y el equipo ganó todos los partidos de la fase clasificatoria más todos los que van, hasta aquí, del Mundial. Mejoró en resultados, pero no en funcionamiento. Recibe pocos goles, aunque la articulación defensiva es visiblemente vulnerable y sus aficionados no se sienten a gusto cuando la ven jugar; pero así y todo están encaminados a algo nuevo, deseado y jamás conocido: el primer puesto.
Llama la atención que la prueba máxima para romper el maleficio tenga que darla contra una España que no es ni más ni menos que una extensión del Barcelona y, por lo tanto, una heredera de toda su creación. El destino ha querido que si Holanda logra por fin concretar su fútbol en trofeos deba hacerlo ante una criatura que, a la inversa de ella, ha adoptado su vieja receta para lograr exactamente el mismo objetivo.
Holanda, para ser campeona del mundo por primera vez, deberá sobreponerse a una España que juega, curiosamente, a la holandesa. Para los fieles del estilo, hubiese sido espectacular que ambas selecciones definieran una final mundial jugando a lo mismo. Pero no. A veces las familias toman caminos impensados y cambian el curso que las predicciones idealistas hubieran deseado.
Tal vez deba ser así de sorprendente, entonces. Tal vez Holanda, para sacarse definitivamente su espina, deba vencerse a sí misma y para ello deba sobreponerse al legado de su propio ingenio, destrozándolo y pisoteándolo hasta dejarlo definitivamente atrás; perpetuándolo por siempre como una fórmula condenada al fracaso. O tal vez no. Quizás haya querido el destino que la traición al estilo sea pagada de la peor manera y Holanda sea vencida por su propia elegancia, viendo cómo éste le demuestra en la mismísima cara y ante la vista del mundo que sólo bastaba con ser un poco más perseverante…