Ensayos | Acerca del olvido del conocimiento - Desde estas páginas aportaremos siempre a la promoción del inconmensurable placer que provoca el conocimiento y a ese ejercicio dedicamos estos textos, que ante la común mirada, tal vez envuelta en problemáticas más inmediatas, tal vez indispuesta a los ardores del entendimiento, no se dudaría en afirmar que estos temas no interesan a nadie… a […]

Desde estas páginas aportaremos siempre a la promoción del inconmensurable placer que provoca el conocimiento y a ese ejercicio dedicamos estos textos, que ante la común mirada, tal vez envuelta en problemáticas más inmediatas, tal vez indispuesta a los ardores del entendimiento, no se dudaría en afirmar que estos temas no interesan a nadie… a nosotros, eso, nos tiene sin cuidado. 

Por Rodomiel Atabal

Pienso que la filosofía no puede concebirse de otro modo sino como una actividad. Su propia sustancialidad está en la acción y no hay forma de sustantivarla, de volverla una disciplina estática, un cuerpo de ideas meridianamente fijas, que rigurosamente pueden ser estudiadas o consultadas, en resumen, aprehendidas. La filosofía es inevitablemente una acción, desde el momento en que las únicas ideas que el sujeto tiene posibilidad de penetrar son las propias. El estudio de la filosofía, la lectura de las ideas sistematizadas previamente, no sirven para otra cosa más que para reforzar o modificar las propias ideas, re-estimar conceptos, ampliar o reducir nociones: someter a crítica el propio pensamiento. Las ideas no son transmisibles, su comunicación deja en el camino el contenido, perdido en el acto mismo de la interpretación. Filosofía es, en efecto, filosofar, cuestionar ideas mediante ideas, utilizar la razón para razonar sobre los principios racionales y las lógicas rectoras del pensamiento, intentando descubrir, yendo aún más allá, los fondos irracionales que energizan desde la oscuridad. No recibo las concepciones del otro por más que las comunique de una manera clara y precisa; no tengo posibilidad de medir y pesar, de sentir y vivenciar, las ideas ajenas. El pensamiento es estrictamente individual y, a lo sumo, su comunicación impulsa la reflexión, pero de ninguna manera mediante la aprehensión pura de las ideas, sino por intermedio de lo que el sujeto receptor decodifica del mensaje, es decir, de aquello que, movido por sus creencias y valoraciones personales y por su cuerpo ideológico precedente, decide aprovechar y considerar para desarrollar una particular actividad intelectual. Sobre los demás solo puede interpretar. El entendimiento es, de algún modo, parcial o, mejor dicho, subjetivado. De ese modo, una de las tareas centrales de la filosofía, deduzco, consiste en la revisación crítica de las categorías conceptuales y esquemas de pensamiento utilizados a la hora de poner en actividad la inteligencia; remover el fondo racional, revelando las consignas preestablecidas y los supuestos nodales que inspiran al pensamiento. Ese ejercicio de conocimiento racional no puede olvidarse de las influencias irracionales en la actividad intelectiva, de la aportación de elementos no conscientes en esa acción del pensar y su carácter profundamente angustiante, ya que se trata de poner en cuestionamiento, nada más ni nada menos, las representaciones mentales y su fuente de construcción, que son precisamente constitutivas del sujeto, motores vitales del individuo. Esa es la principal complicación de la filosofía pero, a su mismo tiempo, su mayor grandeza.
La afirmación sobre la incognoscibilidad de las cosas es no solo arriesgada sino, en el fondo, contradictoria. Precisamente la certeza de la que se parte es un criterio de cognoscibilidad: se conoce que no se puede conocer. El intento por disolver el criterio de verdad hasta reducirlo a un vacío, queda abortado en su necesario establecimiento primario de un criterio de verdad. Para lanzar la afirmación es necesario estar en condiciones de asegurar ciertos supuestos básicos; ese acto de aseguramiento es la confirmación de que es posible conocer al menos algo.

Todo conocimiento implica una duda; no se puede conocer aquello de lo que no se puede dudar. Es una relación necesaria, una oposición constituyente de cada una de las partes. La duda se constituye en relación al conocimiento y, de la misma manera, el conocimiento en la duda. Porque puedo dudar, puedo conocer y porque puedo conocer, estoy en condiciones de dudar. Solo conozco aquello que es sometido a duda, aquello sobre lo que puedo preguntarme. Todo lo que puede ser enunciado, existe y, por lo tanto, es cognoscible. Hablar de la cognoscibilidad de las cosas no acarrea, sin embargo, hablar de la universalidad de ese conocimiento. El conocimiento es estrictamente particular, aunque no se trata de un relativo. El conocimiento no es relativo, lo que es relativo, en todo caso, es la realidad. Relativa a mí, a mi propia circunstancia. Ese ‘yo’ que conoce, de cualquier manera, no lo hace encerrado en la interioridad de su consciencia, enclaustrado en las desvelos individuales; el hombre que conoce lo hace por medio del lenguaje y, en efecto, utilizando un elemento comunitario, asociando representaciones subjetivas que se inscriben en ciertas lógicas del lenguaje contextualizado y conforman un lazo social obtenido por pertenecer a una cultura, a una forma de vida práctica específica. El conocimiento es individual pero, a su tiempo, comunitario, en tanto se lo hace volcado al mundo, inmerso en una circunstancia y en un juego del lenguaje compartido por cierta cantidad de personas.

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