Fue -molesto- hasta la biblioteca a buscar a Wilde. No sabía bien qué motivo tenía para recurrir a ese escritor en particular cuando algo lo ofuscaba. Lo concreto es que Oscar lograba cambiarle el humor. Hurgó entre los polvorientos estantes y no halló ninguno de los libros que durante tantos años habían sido su cable a tierra. Con furia, empezó a derribar los anaqueles. Cuando finalmente calmó su ánimo, se extrañó de ver la débil vislumbre que se colaba por un hueco en la pared mostrando el polvo levantado por el desorden. Se acercó a él. Observó, con terror, que el parque de la casona tenía la misma tonalidad cenicienta que había impregnado su sala. Acercó su rostro al agujero. Una rata asustada le rozó la mejilla. Supo de inmediato que se hallaba ante el espejo de su propia muerte. Hoy, si alguien pasa por la parte trasera de la casa y levanta por un momento la vista hacia la vieja pared cubierta por la hiedra, seguramente verá la singular mancha de humedad que tanto se parece a la cara de un hombre desquiciado.
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Gracias Lucas por el honor de publicarme. Un abrazo.