Cuentos | Urano - Por Capitán Etcétera | Ilustración: Agostina De Mileto

Quién trae la suerte, o quién la lleva. De dónde se levanta y anda, camina sin vueltas hasta convertirse en hecho. Suceso de lo impredecible, mínima contingencia que se da en la siguiente. Hasta caer, precipitarse, perder algo, un desenlace. 


No me parece bien. Sos muy chico todavía. Mamá, tengo veinticinco años. ¿A qué edad te fuiste vos de la casa de tus viejos? Sí, pero era distinto. Yo me casé primero. A poco de haber terminado la mudanza fueron a visitarlo. Ana, su hermana, lo llamó cuando estaban en la puerta para prevenirlo: traían regalos. Entendió la insinuación y rezongó. Al abrirles recibió de su hermana una tostadora y de su madre un gato. Juan se espantó. Tiene nueve meses, dijo María. Era un bello ejemplar, de un negro impenetrable y ojos verdes. Un collar oscuro se disimulaba en la continuidad negra de su pelaje y un dije de cristal esférico lo revelaba. Yo no puedo tener esto, mamá. Creo que te va a venir bien para no sentirte solo. Le puse Urano. Qué lindo gesto, ironizó. En el noveno piso el anfitrión abrió una puerta y el gato saltó de sus manos. Dejala, Juan –dijo Ana– después le podes dar el nombre que quieras, o… al vecino que quieras, se animó a humorizar.

Mientras se sentaban en la mesa a tomar mate y jugar la habitual partida de dominó, el gato, indiferente, recorría el perímetro de la casa. Caminaba a pocos centímetros de la pared en una suerte de rito instintivo para marcar lo que le estaba por pertenecer. Rozó todas las paredes de la casa, las patas de la mesa, la mesada y cuando lo cubrió todo, descansó sentado de espaldas al sol. Su negro atraía rápido el calor que escaseaba en ese invierno. Entrecerraba sus ojos como quien disimula lo que mira. ¿No es un gato hermoso?, dijo María mientras cortaba un budín. Contrariado, Juan, armó una pelota con medias y jugó con el animal.

Mientras volvía a la mesa tumbó el mate sobre la partida de dominó. De esa suerte infirió un chiste que disgustó a María. No te hagás mala sangre, ma. Pero redobló el avance: ahora que me haces pensar, ¿no será yeta ese gato? Los ojos del pequeño animal se mantenían fijos en la familia. La noche se acoplaba. Las nubes llegaban del norte como rebaño.

Tener una mascota, quizás, no estaba mal. Pronto olvidaría ese día y hasta se encariñaría. Pasó un rato intentando acercarse al animal pero se desconfiaban. Nunca había tenido uno y desconocía sus mañas. Igual lo entretuvo un rato. Con sorpresa notó que le faltaba un ojo. No parecía creíble que nadie lo hubiera comentado. Pensó en cambiarle el nombre en honor a su condición física pero todas sus ocurrencias eran trilladas.

El silencio de la ciudad era cada vez más opaco. Las repentinas explosiones del calefón lo extrañaron. El crepitar de la mesa le recordaba al de un escritorio viejo arrojado a las brasas en la noche, la última vez que vio a su padre. Desde la habitación escuchaba algo que entendía como un llamado letal: crujidos ahogados le anunciaban que, al acostarse, una figura enorme de dos metros, fornida y calva se abalanzaría irremediable sobre su pescuezo hasta asfixiarlo. Sabía que, cuando su garganta hubiera producido ese sonido seco, en aquel rostro ensombrecido, una sonrisa vengativa resplandecería. Es así que permanecía en vilo, bajo la tenue luz del velador. La noche se atemperaba para sorprenderlo y él accedía a lo que necesitaban los movimientos fantasmales para ser escuchados.

El gato gimió pidiendo atención. Resuelto decidió olvidar la atmósfera que se estaba creando y fue hacia su fuga nocturna. Encendió la PC y comenzó su itinerario: juegos, películas, porno. De seguro hubiera caído en una penosa inhibición de saber que Urano hacía rato lo observaba impertérrito a sus espaldas. Entre el frío mármol gris de la mesada y las erráticas llamas del calefón se mantenía agazapado. Su pelaje se camuflaba con el velo que a esa hora cubría el fondo del lugar. Su dije brillaba, igual que sus ojos verdes, con una insistente chispa.Por Agostina De Mileto

Los días transcurrían. Se sentía libre y algo alegre. Se podría decir, sin exaltarse, que Juan estaba bien. Tranquilo. Eran esas las palabras que elegía para describir su nueva vida. Incluso el gato se veía cómodo, a pesar de no salir de los dos ambientes y de comer poco.

Su vida social crecía y la pelota sólo la recordaba Urano, que jugaba con ella en ausencia de él. Cuando Juan llegaba a la casa, el animal detenía su actividad. O más bien la cambiaba. Ya que ponía toda su atención a mirarlo durante largo tiempo como si le temiera. Como si observarlo fuese lo que más gustaba hacer cuando aquél llegaba.

Le aconsejaron no descuidar del felino porque podría volverse huraño. Con los días fue tramando formas de jugar que probaba los sábados. Parado sobre sus cuartos traseros, el felino intentaba dar con la pelota mientras su amo la agitaba. La pelota retornó como excusa. Urano se mostraba presto y con las semanas el hábito fue prosperando. Solían estar, en un juego de espejos, ambos tirados en el piso, estirando sus miembros a la par, con la pelota en el medio. Poco a poco el juego también fue creciendo en confianza. Ambos abrían sus fauces de forma muda como fieras que se divierten con gestos de odio. Se rugían como prometiéndose muerte.

A pesar de ello, la diversión con el gato se manifestó insuficiente. La preocupación por su carácter retornó. Su dedicación sabática con el animal continuó durante algunas semanas hasta que apareció un pájaro muerto en el balcón. Su cuerpo estaba sobre la tierra veteada de una maceta, pero faltaba la cabeza, que no logró encontrar en el pequeño departamento. Se sintió obligado a jugar con Urano también los domingos y los martes a la noche. Disminuyó además su vida virtual para tener otras horas con él los lunes y miércoles.

Una de esas noches, en el éxtasis de ambos, tirados en el piso, Juan rompió el silencio rugiendo fuerte y el gato devolvió el sonido. Los rugidos crecieron. Un zarpazo acarició al rostro humano. La garra se paseó por la superficie del iris de Juan, que comenzó a sangrar. Dio un salto sin siquiera llegar a condenar al gato. Se miró en el espejo y la sangre fluía desde adentro del ojo. Los médicos determinaron que el ojo era irrecuperable y los veterinarios no pudieron explicar las causas de la reacción del animal.

La noche siguiente recordó una advertencia de la veterinaria: le repitió que al volver al departamento se acercara al gato porque éstos suelen tener impresiones definitorias, que hiciera como que nada había pasado por el bien de ambos. Ya en la casa, su hermana le hizo las curaciones. El animal perseveraba en su mansedumbre y en no darse cuenta de lo ocurrido. No como algunos perros que después de haber mordido a su dueño mantienen cierta distancia a la espera del castigo. Estaba impávido y con un halo extraño. Como si fuese otro gato.

Esa primera noche un sueño lo desveló en la madrugada. Miró hacia fuera de la habitación y observó que, junto al futón donde descansaba Ana, sentado frente al ventanal, Urano le ofrecía su perfil tuerto. Posaba inerte. La luna llena se alzaba frente a él, iluminando su negro entre el negro de la noche. La luna que entraba por la ventaba lo rodeaba en un rectángulo blanco para que Juan lo distinguiera en sus tinieblas, y el dije reverberaba en el centro. Como si el gato en el rectángulo y el dije en el gato fueran el uno de un juego de dominó en una disposición de cajas chinas: el uno que contiene el uno. Y ahora también él con un solo ojo, en ese dominó, con ese gato.

En la mañana los pensamientos lo enmarañaban y los quería creer producto de los sedantes. Debilitado, cualquier movimiento le pedía un esfuerzo ciclópeo. Intentó recuperar los placeres de su vida nocturna. Pero su ojo estaba fatigado. Lo peor era, no obstante, que al desplazar su visión, sentía algo, dentro de la cavidad vaciada de su ojo izquierdo, que insistía en moverse. Algo que lo repugnaba. Decidió observar la pared blanca pero lo perturbaba la presencia del otro tuerto.

Al atardecer, Ana volvió. Y Juan no se permitió descansar hasta que vio al gato amodorrarse en las piernas de ella. No obstante, durante la madrugada, todavía oscuro, el animal merodeaba la casa y, a pesar de los sedantes, por alguna razón, volvió a despertar. Ahí estaba Urano, mirando la luna todavía grande y luminosa, quieto como una representación egipcia. La imagen se repitió las tres noches de luna.

Igualmente extraña era la vigilia. Mientras Ana no estaba el felino no pedía comida ni agua. Tampoco él se acercaba a Urano ni a la pelota. Sus pensamientos gravitaban con los gestos del animal y sus estadías aparentaban indiferencia mutua.

Para intentar escaparse probó con plantar una vieja semilla en la maceta del balcón. La tierra estaba seca. Frustración y bronca se desataron en su interior. Levantó enérgico la maceta hasta su cintura y la soltó con odio. Rompiendo en llanto huyó a la mesada. De su único ojo brotaban lágrimas y de atrás del parche un dolor por llorar que al percibirlo se volvió más desgraciado el sollozo y más punzante el dolor. En ese momento Urano gimió. De espaldas a la habitación levantó la vista buscando mirar hacia atrás por el espejo. Desde antes del accidente el animal no lo llamaba y creyó que no era por él que lo hacía. Se repitió el gemido. Sorprendido Juan giró sobre sus pies como un faro y localizó al gato que frente a él lo miraba. El sol centelleaba en el dije y el faro se encandilaba. Cuando el tuerto pudo por fin enfocar la visión, notó que a los pies del monstruo había una foto suya. En una erupción de rabia corrió a la bestia que huyó hacia el balcón y, tras él, enceguecido por sus propias lágrimas, Juan tropezó con la maceta. Un impulso definitivo alzó sus pies y lo llevó más allá de la baranda, suspendiéndolo en el aire unos segundos, hasta atravesar los nueve pisos.

Terminada la venganza, Urano lame su pata izquierda. Del vuelo de Juan queda el cuerpo sobre el pavimento y la tierra de la maceta desparramada que tumbó sin saber que ahí estaba la cabeza del gorrión. Seguirá Juan cayendo por un mar sin fondo, en un mar sin luna, condenado a un tiempo eterno donde los peores castigos le serán infligidos, entre ellos, ser un gato para toda la eternidad por haber dejado tuerto a un felino negro.

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