Cuentos | Una chica mayor (deformando a Saer) - Por Marilina Negri | Ilustraciones: Leonel Montes

Está o no está, la cama, la sábana, ella, el sueño. La ciudad también está, o no, los recuerdos pueden transformarse en engaños, o ya serlo, un engaño prefabricado que se pone en escena, se lo hace funcionar, como si tuviera una manija y se le diera cuerda para que ande un rato mientras se acuesta y espera el sueño. Está o no, hay una cama, una habitación, y mira, de eso casi no hay dudas. 


Ella, antes, otra, sola, con su alma, podía. Llegaba la noche y sola, podía. Se diría, o podría decirse, que la noche llegaba y ella, sola, ella, otra, lo que se dice otra, pero también sola, podía. La noche comenzaba o moría la tarde, y entonces la ventana de la habitación que da a la calle quedaba abierta. Quedaban, entonces, o por decirlo de algún modo, permanecían, si es que una ventana y una noche son capaces, si es que pueden, ¿pueden? permanecían. Entonces ella, que antes podía, antes otra, sola, cuanto menos con su hermana, pero más que nada otra y más que nada, sola, podía. Comía una hamburguesa o algún otro alimento entre dos panes. Comía, con frialdad, con contundencia, agarrando con las dos manos el, por así decirlo, sándwich y lo llevaba a la boca, dirigiéndolo con paciencia, sin muchas ganas, en la noche rotunda, con la ventana abierta de la habitación que da a la calle, sin esperar nada, ni a nadie, ningún recuerdo, ninguna voz, comía, con paciencia, con diligencia, ese, por así decirlo, sándwich de hamburguesa o alimento equivalente entre dos panes. Ella, entonces, está estando, estuvo estando comiendo, estuvo estando comiendo el alimento, que poco a poco empieza a generar el movimiento interno, o por así decirlo, la digestión. Entonces, ella, que antes, sola, con su alma, en la noche calma, ¿sin ruidos?, sin recuerdos, sin voces, con la ventana abierta de la habitación, podía. La botella de gaseosa, que contiene agua fresca, se va vaciando, mientras ella está estando por masticar los últimos bocados, está estando cada vez más vacía, hasta que no queda nada, lo que se dice, nada, nada en la botella, nada en las manos, nada en la cabeza, nada. Ella está estando sentada, todavía, ya con la boca vacía, empezando a sentir la modorra. El cuerpo, a su pesar, sigue en movimiento, con su fábrica de gases y de jugos, convirtiendo, recreando, transformando la hamburguesa, transformando el agua, transformando los recuerdos, las voces, la cabeza vacía, en nada, o en algo, que ya no es lo que supo, ¿supo? ser. El cuerpo, más específicamente, el abdomen, se contrae tuc, se retrae tac, se contrae tuc, se retrae tac. Está estando, estuvo estando en movimiento y ha generado unos líquidos, y ha generado unos gases, que ahora se elevan, suben, suben, suben parsimoniosos hasta arriba, hasta la garganta, y la mojan, mojan la orilla de la garganta y bajan, bajan, bajan porque no tienen fuerza para traspasarla, no tienen, por así decirlo, impulso suficiente para pasarla y salir, estrepitosos, libres, al exterior. Parsimoniosos y ácidos, los jugos gástricos, por así decirles, suben y bajan, suben y bajan, con el objeto de salir, de salir, de salir y no dejar nada, lo que se dice, nada. Pero ésta no será la noche, no será la cena, no será el abdomen, no será la garganta que atraviesen, no será el tiempo, no será el lugar, no será nada, no será nada hoy acá, en esta casa, en esta noche completa, con esta ventana abierta de la habitación que da a la calle, afuera de la cual, dos cuadras hacia el río, cruzando la avenida, en una vereda, contra la persiana cerrada de un negocio de alimentos para veganos, hay un niño. Afuera de esa cabeza, afuera de los recuerdos, de la boca, de la memoria, de las voces, afuera de lo que se dice, de todo, afuera de todo, de los mares, de las orillas, de las hamburguesas y los jugos gástricos y su locomoción, afuera lo que se dice bien-afuera, está estando ese niño. Fuera de la habitación, en donde ella ya entra, donde ya cierra los vidrios, donde ya se desnuda, donde ya se acuesta, donde ya continúan los jugos su movimiento horizontal por esa botella recostada que es su cuerpo bajo las sábanas, donde ya le cae el recuerdo de una cara, el primero de la noche, donde ya le llega, mágico, el recuerdo de un lunar que quizás inventa, allá, afuera de la sábana floreada, afuera de la frazada de piel, afuera del acolchado de plumas, afuera de la ventana, que permanece con la persiana, como la noche, abierta, como en la noche, subrayando, en-la-noche-fría, dos cuadras hacia el río, dentro de esta ciudad y no en otra, dentro de este país y sus orillas y sus márgenes políticos y no en otro, dentro de este mismísimo continente, ¿dentro de este mundo? Para qué extenderse, a dos cuadras nomás, a dos cuadras hacia el río, hay un niño, sentado, contra la persiana de ese negocio de alimentos indescifrables, hay un niño, y ese niño está, por decirlo de algún modo, está estando y seguirá estando, solo, junto a su padre, pero solo, llorando, con las manos en la cara. Y ella, que antes, otra, sola, con su alma, podía, ella está inventariando una cara, recordando un recuerdo, ella, por así decirlo, no sabe nada, no sabe nada, lo que se dice nada, ni del dolor, ni de ese niño, ni de ese llanto agudo, adulto, junto al padre, que le llega, parsimonioso, desde el borde, desde la orilla de la indiferencia, y lo moja y se aleja, como el mar a la orilla, como el mar a la orilla, mojando la arena, barriendo la arena, barriendo el llanto, barriendo el mundo, barriendo el recuerdo, la cara, el lunar, para que no quede nada, ni la humedad, ni los márgenes, ni las manos en la cara llorosa, hasta la próxima noche, hasta poder dormir, ella sola y ella otra, sin abrazarse a la almohada.

«Ansiedad», por Leonel Montes


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