Explotan los renglones de la sabiduría en las manos de un hombre atravesado por una única certeza, la de saber que detrás del agua hay más agua, porque este charco no tiene borde. Se queman, entonces, los caballeros de las letras, tras entender que para algunos la precisión tiene sabor a derrota.
Roberto Melaño fue un gran perdedor. Ya no quedan dudas al respecto. Sin embargo ha sabido ganarse los respetos de las gentes, aunque más bien se trataría lisa y llanamente de cínica compasión o, más secularmente, de bromas y tomadas de pelo que lo convertirían en un sempiterno hazmerreír.
No demasiado le importo su malhadada suerte a este hombre de bríos intelectuales poco acompañados de sabiduría, y como respuesta a sus ataques, emprendió la laboriosa tarea de realizar un trabajo acerca de su infortuna. Esta obra recopila algunas de las explicaciones de su estruendoso fracaso en cada una de las actividades que llevo a cabo, y también es un fiel reflejo de los límites que puede alcanzar la impotencia de los hombres.
El libro ‘Yo también he sido un queso’ tiene como motivo fundamental reírse de las propias incapacidades, tal vez, pensando que esa es una buena forma de disimularlas y así pretender que las criticas no dañen ni lastimen. Roberto Melaño no parece ser ejemplo de esto último, ya que estuvo repetidas veces detenido en comisarías por agredir físicamente a varios detractores que no aplaudieron durante sus tediosas disertaciones o aquella vez que lanzó un piedrazo a una estatua viviente en la peatonal porque aquella no realizó gesto alguno después que Melaño le hiciera una chanza.
Cansado de las cargadas por su poca ductilidad en todas las actividades habidas y por haber, Melaño decidió expresarse. Es un texto desesperado, lleno de expectativa y también colmado de epítetos insultantes y frases con doble sentido, tales como ‘¡Que saben esos tarados!’; ‘¿Y a mí que me importa lo que digan estos estúpidos?’ o, ironizando, ‘¿Cuestiona mi literatura aquel señor que no paga sus impuestos? ¡Qué paradoja!’. El texto, naturalmente, no fue bien recibido. O, siendo más precisos, no fue recibido, ya que ninguna editorial quiso encargarse de él y tuvo que ser repartido por Melaño y su suegra casa por casa en forma de folletín, colado entre las publicidades de supermercados.
De todos modos, bien nos sirve como exposición de un emprendimiento malogrado, mediante el cual Roberto Melaño procuraba alcanzar la redención –y quizás también la gloria- pero solo consiguió cosechar más bromas y ridiculizaciones.
Nosotros, desmarcándonos de la simpleza de la condena y la subestimación, decidimos repasar un fragmento esencial de dicho trabajo. Se trata del poema ‘El placer de ser malo’. Melaño dirá del mismo que se trata de un manifiesto del placer y de las energías lúdicas que llevan la felicidad a los hombres y lo alejan de las competencias salvajes y poco gozosas. Para nosotros, en cambio, constituye la mejor muestra de las bucólicas piruetas a las que puede recurrir un hombre sin talento y demasiada torpeza para justificar su inoperancia.
Observemos:
El placer de ser malo
quiero jugar y perder
gozar infinitamente de la derrota.
Quiero dejarme llevar por las sendas del desatino.
No quiero ganar, de ningún modo,
y mucho menos quiero ser el mejor.
Quiero poder fallar y fallar sin compromisos,
sin deudas, sin reprimendas.
Quiero engalanarme en la incompetencia
que es la puerta abierta a la satisfacción de jugar.
Simplemente jugar.
Jugar por la simpleza de disfrutar.
Y reír y cantar y gritar de alegría por mis errores,
por mis fallas, por mi increíble incapacidad.
Es un lujo que me quiero dar: el lujo de fallar.
Pifiar una y otra vez y así triunfar.
Lograr el triunfo de la sonrisa.
Que no brilla como el oro,
ni es dulce como los halagos,
ni resplandece como el metal,
ni tiene la estampa de las estatuas,
ni la pompa de los laureles.
No quiero aparecer en las tapas de revistas.
Solo quiero dejarme llevar.
Hincharme el pecho de orgullo por no ser bueno,
y, sin embargo, animarme a disfrutar.
Ese deleite es el que quiero,
esa gloria de la torpeza,
esa alegría de niño que juega por jugar,
que ríe por reír,
que grita por gritar, y que corre
corre incansablemente para nunca nada alcanzar.
Hoy quiero jugar y perder,
errar y cometer errores.
Quizás así, entre carcajadas y bromas
pueda empezar a respetar el inmenso placer,
ese encanto enorme de ser malo.