Los sacerdotes de la ciencia quieren convencernos de que la razón puede alcanzar límites insospechados de sabiduría. Desde sus estrados apuntan sobre las creencias como formas inferiores del saber. Aquí, nuestro compañero apunta sobre la ciencia y la hermana a la fe. No es un texto original, pero sí oportuno.
Por Augusto Incrédulo Estigarribia
Es por esa irregularidad, entonces, que lo real no puede ser trasplantado eficientemente, copiado en símbolos y sonidos que signifiquen con fidelidad. Esa adhesión es por completo violenta y, por eso mismo, se abre el beneficio de la duda. Ese universo imaginario nos permite desconfiar en que todo es una gran farsa, un artero montaje de la ilusión que juega con nuestras expectativas; por más pruebas que existan, ese resto de duda está siempre presente. la desconfianza es inagotable y nos obliga a caer en una secuencia de demostraciones infinitas, la necesidad de desmentir una a una, con evidencias científicas, cada objeción, cada pregunta, cada duda emergente, hasta nunca acabar. Esa verdad grande y omnipresente, esa justicia absoluta, son capacidades que suenan más al repertorio sobrehumano, virtudes de un ser extraterreno. Se asientan, en última instancia, en un impulso de fe. La ciencia es, en definitiva, una especie más sofisticada de fe. Cuesta remitirse, por esta misma razón, a una suerte de inviolabilidad científica de las leyes, una autoridad que escala hasta niveles superiores, por el hecho de haber sido labradas, escritas, establecidas de modo magistral por el preclaro espíritu racional del hombre. Así, la razón, elemento de autonomía, guarda para sí una puridad exclusiva, una confianza ciega en sus virtudes que da por sentado el carácter puro y justo de sus dictámenes.
El hombre, ser entregado al fervor incontenible de sus pasiones, puede librarse de esa marea de inconsistencias bárbaras mediante el uso responsable de la razón. Al parecer, la razón es el escape que el hombre tiene para salvarse de la esclavitud pasional, romper las limitaciones de su entorno y encontrarse, en efecto, en un recinto aislado y pacífico, desde donde puede pensar seriamente y con dedicación. La razón, entonces, es la identidad libre del hombre. Sólo ahí, en el gabinete de la racionalidad, el hombre se encuentra consigo mismo, en su expresión más alta y límpida.
El concepto es el tirano
El concepto lo aplasta y domina. Con el pensamiento genera conceptos abstractos, bajo los cuales, luego, subordina su propia voluntad. Para mayor catástrofe, este hombre no es un hombre absoluto, una instancia intermedia, asimismo abstracta, que define las condiciones medias inmanentes a todos los hombres; es, por el contrario, un hombre, que hace las veces de entidad colectiva, para representar a aquellos selectos que se ven favorecidos con tal legalidad establecida, los que salen ganando con los conceptos abstractos que dibujan el orden impuesto. Ese hombre es el que aprovecha la relación de fuerzas a su favor; o, quizás, algo más benévolamente, obtiene prerrogativas involuntariamente, queda en posición de privilegio por oportunismo o simple casualidad. La lucha fragorosa e interminable de fuerzas dispone un orden, del cual no hay responsables totales o, en todo caso, lo son todos en su interacción.En definitiva, lo cierto y relevante es que una legalidad específica, elaborada supuestamente desde la ecuanimidad especialista de la inteligencia, que se injerta forzosamente a una realidad social, encarna no otra cosa que la sumisión del hombre a entidades abstractas y, en términos concretos, el privilegio de un grupo puntual de hombres –pese a todo, igualmente esclavos de la abstracción- sobre los demás.
La ley es la cárcel
Cualquier ley emerge del enfrentamiento del hombre con la materia, desde esa apelación, desde ese intercambio, por lo tanto, posee las características apropiadas a la situación del lugar donde se elabora, la forma determinada que ese hombre elabora, con sus limitaciones, en ese espacio concreto, material. Traspasarla a otro sitio, es un abuso idiota que solo trae consecuencias negativas. Difícilmente las leyes de un lugar funcionen correctamente en otro lugar, porque son las costumbres, los hábitos desempeñados en función del clima, la extensión del territorio, la demografía, el género de vida de los lugareños y, fundamentalmente, los intereses, deseos y proyectos de quienes la ejecutan, lo que establece su carácter. La imposición de una ley parcial, hecha por un particular, a la totalidad, es ya una acción nuclearmente violenta, cuando esa ley no surge de la propia realidad social y llega como un modelo copiado desde afuera, el atropello se multiplica. Ese es el mayor absurdo de los patrocinadores de la institucionalidad: apoyados ingenuamente en su fe racional, invocando una fantaseada justicia absoluta, creyendo resguardar el orden –también como concepto total, hermético y unívoco, como algo dado- y pugnar por el bien común, no hace más que imponer violenta, aunque sibilinamente, su propio orden, la legalidad institucional que a ellos los favorece o, en el peor de los casos, una institucionalidad prestada, traída de los pelos a través del atlántico, implantándola, en un delirio de racional abstracción, en una realidad social divergente, que se rehúsa a tolerarla.
Las instituciones son la ficción