Por Luis Giménez Pardo
Alessandro pasaba tardes enteras recordando historias que alguna vez había creado en su mente, pero que nunca logró inmortalizarlas en el papel. Esto le sucedía a menudo, ya que tenía la facilidad de componer innumerables relatos a lo largo del día, pero el mayor de los problemas estaba en encontrar ese momento justo donde se convertía en escritor.
Le apasionaba escribir, pero cuando ya iba por la mitad del texto. Odiaba los comienzos. Empezar era insoportable. Tan sólo pensar en la ceremonia que implicaba dejar aquello que estaba haciendo (que de por sí no era nada importante, y generalmente era nada también), para sentarse frente a su máquina a juntar líneas, le hacía encontrar algo más interesante que lo alejaba de escribir.
Dentro de su cabeza existían innumerables bocetos de cuentos muertos que resucitaban de vez en cuando, incitando al escritor a mostrarle la luz. Obviamente que la mayoría quedaba dentro de ese universo tan increíble que es la mente humana.
Era justamente por esto, que miles de personajes hacían reclamos a diario exigiendo ser parte de sus escritos. Sufría piquetes, quema de neuronas, corte de pensamientos; todos encabezados por estos tipos, personajes abandonados entre las musas. De esta manera el autor intentó explicarle su psicólogo de dónde venía su jaqueca.
Desde ya que el doctor no tardó en otorgarle el título de loco, sin ningún tipo de duda. Así fue que Alessandro tenía que soportar dos karmas, como quién dice: empezar a escribir, y ser considerado demente.
“¿Qué es la locura?, ¿o a partir de cuando estamos locos? Porque si ese rótulo se alcanza desde el momento mismo que uno transgrede las normas estructurales de la realidad, poniendo en jaque los valores éticos y morales de una clase dominante que sembró la idea de que solamente existe una forma de ver las cosas, ancladas en la perspectiva unidimensional del universo, si desde ese momento es, pues sí. Gracias al cielo estoy loco.”
Alessandro tomaba nota en su cuaderno de ‘comienzos’, donde solía esbozar algunas iniciaciones de ensayos o diversos escritos para luego intentar desarrollarlos. Otra de las actividades que odiaba. Detestaba empezar a escribir algo cuando tenía la idea terminada en la cabeza, tanto como armar un boceto y retomarlo alguna vez.
Así era que pasaba los días con insoportables dolores de cabeza. Sus ideas no cesaban de reclamar protagonismo, los personajes exigían atención, la imaginación lo atormentaba. “Esto de ser creativo y sorprendente me está matando”, solía decir entre dientes.
Entre tanta queja, se le dio por revolver los viejos baúles de sus propias creaciones, tratando de ver con qué se encontraba y además, poniéndose como meta, organizar de una vez por todas su casa. Luego de jugar al yenga con las cajas y cajas de cuadernos que tenía en el fondo (y de perder porque dejó caer todo sobre sí), quedó perturbado con lo que estaba frente a sus ojos.
Cientos de cuadernos con el nombre de ‘comienzos’ en la tapa decoraban el suelo. Inmediatamente tomó uno al azar para leer algo de lo que decía. Nada duraba más de una página, o dos a lo sumo. Intentos fallidos al por doquier, versos nauseabundos que con tan sólo verlos dudaba de su condición como escritor, crónicas de viajes que nunca existieron, tratados filosóficos que no conducían a ninguna parte, cuentos que abandonaban al lector en medio del viaje… una sucesión de deberes ‘en veremos’.
Y los había por todos lados, en cada cuaderno, en todas las libretas. Gado no recordaba haber escrito tanto. Siempre hacía lo mismo con aquello que no terminaba, lo adjuntaba en sus anotadores diarios y cuando éstos no tenían más renglones libres, los guardaba en alguna de las ‘cajas del fondo’.
Desesperado, empezó por seleccionar aquello de lo que no se avergonzase. No fue una tarea sencilla, desde ya, los escritos eran demasiados, y la vara para medirlos no siempre la misma. Al principio leía todo y los analizaba minuciosamente, cuestión de elegir lo mejor de lo mejor. Llegó el sueño, el cansancio se sumó a los dolores de cabeza, y todo acabó en un ‘esto sí, esto no’, librado al azar.
Se propuso organizarlos, y terminarlos todos. Su promesa duró tan solo tres días. Había demasiado, sumado a eso, las incontables ideas que seguía garabateando en nuevos cuadernos. Estaba perdido entre personajes, reflexiones, ideas y papeles. Revisó entre sus pensamientos y escritos, si existía alguno que pueda solucionar aquellos de escribir comienzos. Hasta que de pronto se encontró frente a un proyecto viejo que no recordaba, pero que le confirmó tener un coeficiente intelectual superior, o al menos, fuera de lo común.
El texto se llamaba ‘La sociedad de los escritores de comienzos’. Era una joya. O en verdad la iniciación de una joya. Estudió las posibilidades de llevarlo a la práctica, y cuando estuvo convencido de que era viable, apretó el acelerador.
Así fue que fundó una pequeña sociedad, donde acudían tipos a los que les encantaba escribir pero que no sabían cómo empezar. Las primeras semanas eran solamente tres, es decir, otros dos y él. Luego de explicarles cómo funcionaba el sistema, decidieron poner manos a la obra.
Gado prefirió comenzar por los que ya estaban en papel, dejando los de la cabeza para más adelante. En primer momento todo funcionaba perfectamente. Los dos sujetos seguían las órdenes de Gado al pie de la letra, quién les decía como empezar los escritos y dónde dejarlos, para poder seguirlos él más adelante.
Pasaban días enteros armando las génesis de todas esas primeras invenciones del escritor, y cuando éste entendía que era momento de que su pluma se sentase frente al texto, automáticamente le daba un nuevo ‘comienzo’ al desconocido. Mediante esta técnica llegaron a concretar un gran número de nuevas publicaciones, las cuales eran firmadas, lógicamente por Alessandro Gado.
Pasadas algunas semanas, un nuevo integrante se sumo al club haciendo una cuenta directa ya de tres contra uno en la carrera de la escritura. Además, debemos tener en cuenta que las continuaciones llevaban mucho más tiempo que los comienzos, ya que éstas salían exclusivamente de la cabeza de su autor, cuando los otros ya estaban diagramados.
Llegó un momento en que Gado debió archivar los principios que los otros sujetos iban haciendo ya que no lograba seguirles el ritmo. De este modo empezó a acumular en una caja dichos archivos, para luego terminarlos de escribir. Buscó cinta de papel, y sobre ella escribió ‘Comienzos comenzados’
Una caja, luego dos. Más tarde otras dos. Las guardaba en el cuarto del fondo. Sentía de algún modo que aquello ya lo había vivido, pero no tenía tiempo para pensar, había historias que escribir, y cajas que acomodar.
No tenía idea de cómo poder salir de aquella encrucijada. Era como si el mismo destino le hubiera dado el as de bastos, engatusándole la oreja para que cuando juegue su carta, aparezca el de espadas derrumbándole los planes.
Alessandro, que en principio había encontrado la forma de terminar la enorme cantidad de proyectos empezados que tenía, ahora se veía nuevamente perseguido por centenares de escritos sin terminar, e ideas sin ver la luz. Porfiado como nadie, no estaba dispuesto a resignarse a entender que no todos los planes pueden realizarse. Así fue que reabrió la convocatoria nuevamente para la ‘sociedad de los escritores de comienzos’, pero esta vez también se permitía la entrada a aquellos que les interese arrancar por el comienzo comenzado. “Quizá sea la forma de cerrar todo de una buena vez”, Gado apostaba su última ficha.
Aparecieron nuevos sujetos, había un total de cuarenta y cinco contando los que ya trabajaban ahí, que desde ya, no veían un mísero cobre porque Alessandro guardaba los textos terminados en vez de probar suerte en alguna editorial.
Más organizados que la primera vez, Gado tenía veinte escritores de comienzos y otros veinticinco de comienzos comenzados. Todos trabajaban sin pausa al ritmo de las exigencias de Alessandro quién nunca quedaba conforme.
“Entiendo que mucho más no se puede pedir”, solía decir luego de revisar el producto final, o “eres tan magnífico escritor que deberías buscar trabajo en un negocio de zapatos” mostrando la más cruel de las ironías frente a sus ayudantes.
Poco a poco fue quedando sólo, sus compañeros se cansaron de él. Al principio fueron tres, luego otros dos más. El tiempo pasó y Gado entendió que nadie lograba entenderlo. Estaba convencido de que los demás estaban equivocados y no querían dejarse enseñar.
Así fue que entró en un estado de trance. Congeniaba las ideas con escritos que ya había terminado, y al mismo tiempo con cuentos que recién comenzaba a escribir. Inventó novelas cortas y cuentos con decenas de capítulos. Jugó con la poesía, la prosa y el verso sin moverse de la misma hoja. Escribió solamente para él, y a la vez para el mundo. Se sentó frente a la vida solamente para escupirle en la cara que las cosas no debían ser como se habían estipulado desde un principio. Se sintió lleno de odio, de ira, y con los suficientes argumentos para explicarle a la gente que estaba caminando por la senda errónea.
Levantóse sobre sus pies, miró por la ventana, dispuesto a salir a contar aquello que pensaba. Respiró hondo, largó el aire y comprendió que era mejor decirlo por escrito. Preparó el mate, y bocetó varias ideas sueltas que explicaban lo anterior, releyó lo que había hecho y luego de parpadear un poco, lo guardó en una caja rotulada ‘comienzos’.