Fue cura y fue guerrillero y fue un hombre comprometido y fue, sobretodo, un revolucionario y un disconforme que dio su vida en nombre de una causa que, según las jactancias del nacimiento, no le pertenecía. Desde el barro del atrevimiento, por los avatares de la historia y contra las injusticias que le marcaron la piel, con una cruz en el pecho y la mirada mansa pero firme, un niño de perfumes manchó sus telas para construir un destino más amplio.
¿Cómo es posible, que nacido en cuna de oro,
que criado entre lujos y cortesanos,
haya llegado a la selva?
¿Cómo se explica, el apasionado?
¿Cómo convenzo a mi razón que necesita excusas?
¿Qué caminos prodigiosos se abrieron
a su paso de vigor,
que el hombre criado para regente,
empuñe un fusil y camine al monte?
¿Qué destreza magnánima ha nutrido su alma
qué decorado con su cruz y sus armas,
qué pertrechado de santo coraje, de misericordioso valor?
¿Qué azarosa fortuna llegó a su vida?
¿Cómo es que hizo para abrir los ojos
en la riqueza fulgurante, encandilada
de ultrajosos modales, de formales galanterías?
¿Cómo ha sido su decantar,
el de aquel padrecito inquieto y curioso
al devenir glorioso, del mítico «cura guerrillero»?
¡Qué atractivos guarda la historia!
¡Qué dignidades se desarrollan y desnudan
peleando el cuero de la hipocresía,
desplegando entera, la esplendente bizarría,
de los luchadores que no cesan ante elogios ni repercusiones.
Camilo era su nombre, el que brotó en la Colombia en lucha,
entre abusos y expoliaciones,
llevando como un canto, hecha carne
la palabra de los desposeídos,
aquellos que no bailaban ni tenían lugar
en la «danza de los millones».