El deber de hacerse hombre es motivo de todas las búsquedas, el hallazgo del deseo, o su dominio, su sincera rendición; la larga serie de anécdotas y vibraciones van colmando a los nuevos hombres, van haciendo a las fieras depuradas figuras muy aptas para la caza y la usurpación, van volviendo a sus sexos una maquinaria a disposición, una brusca pantomima, un secreto de redención. ¿Les alcanzan sus pasiones para hundirse en esos hondos sótanos? ¿Están caídos en el submundo, o apenas se lamen el azúcar caliente que ellos engendran? ¿Hacen industria de sus escondites, o siguen rosados y cristalinos? Juegan a la intimidad, compran y venden, por ahora; se agotan en correrías y aún así, están esperando consagrarse como varones.
Corrían voces por la noche profunda
se amontonaban ecos en una esquina, en un rincón de las calles desiertas,
de a uno se cruzaban los caminantes, deambuladores de esas trastiendas iluminadas y aluvionales,
merodeadores de una misma esquina,
hembras incipientes y machos envalentonados,
todos cautivos de sus arrestos, tentados por un llamado subterráneo o liminar,
fascinados con el arrebato del descubrimiento: la piel llagosa,
la palpitación ascendente, los dedos cruzados y el tacto electrizado,
el retumbar de la sangre en las venas, sobre los órganos, desde las uñas,
sus bocas endulzadas en arropes amargos, licores dulces, extáticos, como sus vigas y sus contracciones,
podían haberse amado, incluso, quizás gozar de los placebos de otros lazos,
algunos eligieron alguna clase de y bailaron las coreografías por turnos,
otros sintieron la carne ruidosa, sus hocicos colmados de una saliva violenta y deleitosa que supuraba
con chorros fuertes detrás de cada trago,
que embravecía la lengua y agigantaba los ojos,
que volvía comprensible todo el territorio repartido, los lugares tomados, las piezas distribuidas,
un olor subliminal de transpiración excitada, una cascada de hielo vencido, emboscándose,
una trenza de ojos insinuadores, una conserjería de años replicante o acuciadora,
podían verse, entonces, a las aves seductoras flameando sus plumajes,
el despavorido grito del desquicio, la angurria cegadora del furtivo cuatrero,
o la correría de aquellos usando sus vergas como látigos que en saltos apuntaban a la cara,
la noche en la plaza victoriosa toda desolada para la magistral reverencia a esos cultos
la litúrgica pagana que todos habían aprendido perfectamente, practicado desde temprano,
favorecidos, soltados al usufructo, dueños de una libertad original,
la astucia insidiosa para obtener una chupada detrás de un árbol,
la exhibición de la presa ante la parabellum de vergüenzas, todos esos monjes de negro que rondaban la noche,
ofrecían un trago y charlaban siempre amistosamente, entretenidos mirando por sobre el hombro,
siguiendo alguno de los movimientos, especulando con el momento para escapar,
cualquier perversidad podía afirmar alguna soldadura, toda la mugre se pegaba y fortalecía,
hacía la chapa más dura o, acaso, era la exploración de las experiencias
como una costra o una cáscara o un filamento invisible y rugoso, pero siempre permeable,
una lámina vibrante que soltaba las agitaciones que los llenaban,
se bañaban sólo para sentir gratificante el nuevo aire y el empellón glorioso
un golpe de frente, una torrentada o una alucinación, pero siempre pasajera,
algunos se perdían en esa absurda repitencia de las cacerías, empedernidos en conquistas y sometimientos,
fabricaban sus medios y gestaron empresas y organizaciones,
desentendidos de toda poesía de los cuerpos, desconocidos por sus propias pasiones,
embrujados con su competencia de rugidos,
siendo implicancia primera de todo lo desigual, el fenómeno (o el instante) que convoca el terror al precipicio
que se abre en el centro mismo de lo homogéneo,
por esos cultivaron sus mañas en el refugio de barras entregadoras,
de noctámbulas bebidas que aclimataran y de búsquedas infinitas de un esplendor que saben de antemano ineficaz,
pero, a fin de cuentas, es el único vicio que les permite el ánimo,
nada más que una copa en la mano y de la otra una mujer alevosa, para mañana caminar por la calle
y volver al mismo bar,
casi ninguno confía demasiado en las artes que practican,
es su ritual, y así lo callan,
en última instancia, no les valieron tanto sus inversiones,
los gastos fastuosos, la afinación ronca de su rugido,
salvo alguna noche de lujurioso motel, todo lo extraño se deja hundir en las mentiras,
entendieron de chicos como se usan las leyes
y jugaron a ser jefes mientras se formaban ¡qué risa les dieron sus primeras órdenes!
qué rico almíbar convertirse en patroncito,
el esperma, por eso, tenía que rebotar, chorrearse por algún lado,
eran necesarios los tajos en los sucesos, toda esa bronca o esa contundencia
un rugido, en este caso, que sonara al hacer las cosas,
esperando oportunamente esa devolución de la realidad, si es que estaba viva,
un arrugarse la piel, latir por el frío y el miedo, o por la pasión sublevada,
la expansividad estremecedora de un cuerpo,
todo es alquitrán, todo resina y todo engaña como un pez,
adentro fulgen los aloes en flujos y reflujos, son tirria y laca,
todo es una estatua de mierda, una formación alta de ese alquitrán, no escapaban
a la respiración barriendo tibia, la cercanía embriagadora,
algunos tomaban para percibir con mayor amplitud, otros para envalentonarse,
ser una furia devoradora del placer, un mandato cumplido,
o para calmarse y creerse administradores del tiempo, pronosticadores de los hechos,
magos o hechiceros o formidables manipuladores,
una noche, a la salida del cabaret, se mostraron mutuamente la verga
y compararon el color morado y la hinchazón,
eligieron para su iniciación a la más sensual y prometedora,
y a los pocos minutos corrían al costado de la ruta, orgullosos y hasta conmovidos como hombres vigorosos
que se acercaban al baile casi por compromiso, para mostrarles a ellas que a ese lugar pertenecían,
que eran sólo desvaríos del varón en ciernes, que hasta eran necesarios para poder amarla,
si es que tuvieran necesidad de alguna maniobra con el futuro,
o si tuvieran el apuro de cobrar algo de conciencia y comenzar a trabajar sus palabras
volverse dúctiles en el ejercicio de sus modales
tomar aire y darle potencia a su alarido,
hacer que suene, otra vez, groseramente su rugido,
que las bestias se adviertan, que sepan que en el ruedo hay uno más que compite.