Por Luis Giménez Pardo
Existió una vez, un lugar, una tierra, un sitio donde ocurrió algo raro, inusual. La gente que vivía allí, ahogada por la tecnología y sus enredos, fue olvidando poco a poco la costumbre de leer libros. Casi como una maldición del tiempo, o una lección del desatino, aquellos que nacían ya prácticamente no necesitaban leer, ni mucho menos escribir para llevar su vida adelante.
Claro que juntamente con la desaparición de la lectura, la misma escritura también fue entrando en una siesta profunda, anestesiada, víctima del ocaso de las letras en la cotidianeidad. Así, con la muerte de los textos, aquellos que osaban de juntar renglones para ser leídos, perdieron por completo el sentido de levantarse cada día. Ya no encontraban en las esquinas de la mañana razones que justifiquen seguir respirando.
Catastróficamente, la ola de suicidios inundaba los barrios de la ciudad donde solían existir bibliotecas, librerías, editoriales y demás sitios dedicados a las palabras. Famosos y no tan famosos escritores elegían tirarse desde un rascacielos, o gatillarse la cabeza antes de mirar un mundo que no quería leer; que ya sabía leer, que ya no ‘necesitaba’ hacerlo.
Algunos optaron por trabajar juntos, conformando una cooperativa que los contenga, para poder sobrevivir en semejante desastre: apenas duró unos meses. La situación se agravaba cada vez más, no sólo ya casi no existían sitios para leer, sino que los libros eran quemados en plazas públicas celebrando la ‘independencia del hombre a la lectura’, y muchos de los que se rebelaban a esta nueva tendencia, poco a poco terminaban cambiando de bando, abandonando a las palabras en los más oscuros cajones del olvido.
Por cuestiones de suerte, o mala suerte, o vaya a saber uno qué, Alessandro Gado sumo este lugar como sitio a conocer en uno de sus viajes. Sin saber bien de qué se trataba esta nueva idea de no leer, Gado apuró los planes para ir allí cuanto antes.
La situación era desoladora, las personas apenas leían lo básico y necesario, no sólo los libros habían sido erradicados de las calles, sino que de a poco los diarios, las revistas y cualquiera de las impresiones que llevara palabras entraban en peligro de extinción hasta su posterior desaparición.
Alessandro comenzó a investigar el asunto para poder encontrar una respuesta válida que explique aquello. El proceso era simple. Un grupo de científicos había determinado que las horas de ocio en las personas restaba la capacidad productora del humano. Los libros distraían, los cuentos despejaban la mente y leer ese tipo de cosas sólo provocaba la enajenación del hombre del mundo real; situación que atentaba contra la idea de ‘progresismo laboral’ que se buscaba.
«Las personas deben trabajar siempre al máximo de su capacidad, y para ello deben estar conectadas con su empleo en un ciento por ciento, no hay lugar para la recreación. Programamos la vida de una manera matemática perfecta, hay ocho horas de sueño, otras cuatro repartidas para alimentarse y asear el cuerpo, y las demás, dedicadas exclusivamente a su trabajo, así maximizamos la producción y mejoramos la calidad de vida de la gente.» Fueron las palabras de un sujeto de guardapolvo blanco, con muchas medallas y menciones honoríficas, en la plaza principal frente a una multitud que aplaudía de pie.
Solo existía el ocio en los ratos de alimentación donde la gente miraba televisión o estaba dentro de sus modernos aparatos tecnológicos con lo último que había en el mercado.
Algunos escritores, desesperados por ser considerados innecesarios comunidad, pensaron en cantar sus escritos, de ese modo no eran leídos pero al menos las personas podrían escuchar sus relatos y textos. Nada de eso fue posible, rápidamente las disquerías y las empresas de música fueron intervenidas por el gobierno quien les permitió solamente trabajar con músicos que hablaran de lo hermoso y prometedor que era el futuro a partir de esta nueva forma de vida.
La gente se desesperaba por tener nuevos aparatos, que se renovaban a cada rato, y todo el tiempo eran mejores al anterior. Qué extraño, pensaba Gado, ‘corremos para ser los primeros en tener los último de algo que mañana será viejo, y ni siquiera sabemos si lo necesitamos’.
El progresismo laboral se imponía como única forma de concebir el mundo. Así las fábricas optimizaban sus rendimientos al máximo, tanto como otras empresas que elevaban sus ganancias a números altísimos. Los resultados eran sorprendentes, justo como los científicos lo habían anticipado.
Sin embargo, la gente seguía con sus mismas casas, aquellos que vivían en la calle continuaban allí, en la vereda pidiendo limosnas a oídos sordos que miraban de reojo a los ‘vagos que no quieren trabajar’.
«Siento como si estuviera caminando entre las hojas de Bradbury, esta ciudad debe ser prima de Fahrenheit 451», decía entre dientes mientras pateaba por el asfalto de aquel lugar.
Cierta mañana, un sobre blanco atravesó la puerta del departamento alquilado por Alessandro, que tenía pensado marcharse de esa ciudad cuanto antes. Con los bolsos a medio armar, el escritor leyó la carta.
«Calle López al 1658, 3 am. Lo esperamos, necesitamos hacer algo para cambiar esto.»
Nadie firmaba. Gado lo pensó un poco, era arriesgado. Las condenas para aquellos que se atrevieran a desobedecer las reglas eran severas, y nadie quería estar fuera de la ley. Sin embargo, era la oportunidad de su vida para pasar a la inmortalidad. «Quizá revirtiendo la situación, las personas vuelvan a leer y quieran leerme», pensó
Eran las dos y media de la mañana y todavía no estaba decidido. La dirección quedaba a pocas cuadras de su departamento, así que podía llegar rápido en caso de aceptar. Caminaba indeciso por el suelo de parqué que aparte de estar golpeado por los años, mostraba vastos decorados de café y mate, huellas de la torpeza de Alessandro.
Eligió un abrigo, afuera el viento pegaba abrazos fríos, y comenzó a caminar. Tres o cuatro esquinas y ya estaba frente a la dirección que acusaba el papel. Tocó la puerta y una voz temerosa preguntó su nombre, pronunció solamente su apellido, y entró.
Eran cuatro sujetos de características similares. Todos convidaban un aspecto triste, gris y apagado. Todos escritores, innecesarios para los tiempos que corren. Gado los miró y se replanteó su ida a ese lugar.
– Alessandro Gado – el que hablaba parecía ser el líder de aquella reunión – bienvenido.
El escritor quitó su abrigo, y tomó asiento en una de las sillas libres de la habitación. Mojo sus labios con la lengua y dijo:
– Buenas noches, entiendo por qué estoy aquí, lo que no sé es en qué los puedo ayudar – su voz era ronca, y desafiante.
– Señor – otra vez el supuesto líder tomaba la palabra – aquí están todos los escritores que han sobrevivido, por ello lo llamamos, supimos de su estadía aquí, y lo fuimos a buscar – hizo un ademán a los demás y continuó – necesitamos cambiar esto.
– Se nos ha ocurrido un gran plan, que si resulta tal vez podamos revertir la situación – la voz era de otro de los presentes, que aparentaba ser el más joven – sonará a estupidez, pero hablamos de brujería.
Alessandro se puso de pie.
– Señores, yo no los conozco, pero no tengo ganas de perder el tiempo, ¿brujería?, vamos hombre, somos grandes.
– Oiga, esto no es broma, ¿conoce los escritos de Madame Blavatsky? – una vieja bruja ucraniana, que entre otras cosas ha dejado la ‘fórmula del silencio’ como legado.
Gado estaba sorprendido. La seriedad con al que hablan aquellos hombres era impresionante. Todos convencidos, tal vez fruto de la desesperación que sentían al ver que sus vecinos ya no leían y ni siquiera los consideraban ‘necesarios’.
– Prosiga – Alessandro cerró su boca y calló a los prejuicios para escuchar.
– Blavatsky desarrolló, hace muchísimos años, una poción que una vez hecha, debe colocarse en los límites del territorio donde se quiera lograr el efecto y todos aquellos que allí vivan quedaran mudos – el tipo hablaba y le brillaban los ojos, casi con un tono diabólico – ¿entiende? ¡mudos, en silencio!
– Pero… yo no los quiero callados, sino que los quiero lectores don.
– Usted no entiende, cuando ya no se pueda hablar, volverán a leer, a escribir.
Los cinco escritores consiguieron los ingredientes necesarios para la fórmula. Lograron armar la poción y una vez que estuvo todo listo apareció una nueva disyuntiva. Debían renunciar ellos también a la facultad de hablar, ya que el hechizo afectaría a toda la ciudad.
El sacrificio era demasiado grande, pero las ganas de volver a escribir y ser leídos, así como también las de lograr que la gente vuelva a apreciar los cuentos, las novelas, poesías y tantos otros juegos de palabras, eran tan enorme, que pudo más y se llevó puesto el orgullo de los cinco sujetos.
– Piense un segundo Gado – el más viejo de los reunidos lo invitaba a reflexionar – con llevar adelante nuestra odisea, no sólo recuperamos la lectura sino que mucho más – hablaba mientras colocaba dos hielos en un vaso de culo ancho, a punto de bañarlos con un añejo White Horse.
– Explíqueme
– Sencillo Alessandro – dijo mientras su lengua bailaba con el trago de whisky – con esto de la tecnología y los aparatos, las personas han perdido la lectura, pero mucho más también. Ya no aprecian el canto de los pájaros, no escuchan música, han olvidado la belleza – el sujeto hizo dos pasos, y continuó – ¿sabe que es la belleza Gado?
– Bueno – Alessandro mojó sus labios con la lengua y agregó – creo que es hasta una falta de respeto que yo me anime a definir semejante término, habiendo tantos próceres de la prosa que han escrito demasiado sobre ella – sorprendentemente Gado convidaba aires de humildad frente a sus oyentes.
– Señor, verdaderamente me interesa saber su idea.
– Verá, la belleza es aquello que nos hace escapar de la ‘normalidad’ por algún instante, que no tiene un tiempo determinado: puede ser un rato, un parpadeo o quizá hasta varias eternidades.
Lo increíble de aquello que nos resulta realmente sublime, es el impacto que nos confiere, y es ahí donde aparece lo mágico. Estamos dispuestos a realizar una sarta de estupideces simplemente por la ceguera de la divinidad (esto visto desde el ojo corriente, fuera de éxtasis que vive aquel que ha sido impactado).
Después, pisamos el frío piso de la realidad y volvemos a ser sujetos insípidos, bombardeados por el pesar del día a día, ya lejos nuevamente de los efectos de la belleza.
– Continúe.
– Claro, hagamos un ejemplo sencillo, usted conoce, digamos en un colectivo, a una mujer hermosa. La observa durante el viaje y dedica el tiempo del trayecto a apreciar su belleza, la cual es de tal fuerza que lo lleva, tiempo después, a sentarse a escribir un poema. Durante ese instante, usted escribe maravillado, convencido de que aquello que garabatea en los renglones es magnífico, ya que está obnubilado por lo que vio durante el día. En ese momento, aquello que hace, lo aleja completamente del mundo cordial, moralista y normal que lo rodea, y ahí está la magia de la belleza, que logra enajenarnos de la realidad.
Pero no termina aquí, luego, tiempo después, ya dentro de la insoportable cotidianeidad, uno se encuentra con aquellas producciones hechas en ‘tiempos de locura’ (para llamarlo de algún modo), vuelve a leerlas y se considera un idiota, al grito de ¿cómo pude haber hecho algo semejante?
Entonces la belleza, fue la que consiguió sacarnos de los parámetros de la normalidad por algún pedazo de tiempo, pero mágicamente, en ese pedazo de tiempo todo tenía sentido. Ya de vuelta al mundo pacato, todo responde nuevamente a las normas estructuradas que opacan la magia de lo sublime.
Fíjese usted; cuando ve a un enamorado haciendo un pasacalles para sorprender a una señorita, desde su óptica, el tipo es un imbécil, pero recuerde que usted está en dentro de la perspectiva del mundo corriente. En cambio, aquel sujeto está atrapado por una sensación inexplicable que lo ayuda a concretar su acto. Bueno, eso es la belleza, esa sensación inexplicable que nos saca a bailar un rato y nos aleja de los principios que determinan qué es y qué no correcto. ¿Sabe qué? Cuando explote todo, ojalá se salven los locos, la belleza y sus encantos.
Gado levantó la mirada, buscando algún signo de aprobación luego de sus palabras, pero la sala estaba prácticamente vacía. Sólo en el fondo, sentado en el sofá, entre ronquidos inocentes, su antiguo oyente descansaba, aún con el vaso de whisky en la mano. Miró la hora, era tarde, o temprano, según se viera. Buscó un sitio apropiado para descansar y se acostó.